Cuando la bala de mortero escuchó la orden, rezó para no ser ella la elegida. No es que rechazara su destino, sabía que debía volar, conocía su diseño mortífero, y no le importaba demasiado alcanzar un objetivo con el que fundirse en la explosión, pero, por el amor dios, pensaba, que no sea precisamente ahí donde debo acabar. Si hasta entonces su fe se mantenía a base de hechos, se había librado milagrosamente de sacudir a su amada Atenas, cuando sintió las manos del artillero sobre ella, esa misma fe estalló para siempre y sólo pudo maldecir a los dioses, al cristiano por el que luchaba, y al musulmán por el que explotaría.
Durante el trayecto al mortero, la bala no paró de gritar, pero quién iba a hacerle caso en mitad de aquel fragor: las guerras nunca escuchan. Tampoco lo hizo el imberbe y tembloroso veneciano que la transportaba, y cuando la bala, desesperada, se agitó en toda su redondez consiguiendo arrojarse al suelo, su efecto no fue el esperado. Nadie prestó atención a ese inepto que dejaba caer al suelo una munición cargada de pólvora, quizá porque los seguros que llevaba incrustada la hacían bastante segura, en cualquier caso porque no pudo explosionar allí mismo, ella lo hubiera preferido.
Mientras la introdujeron en el frío y negro cañón del mortero, la bala se preguntó por qué Fortuna le había deparado tal suerte; ¿por qué había tenido que nacer en el siglo XVII, por qué en medio de aquellas extrañas alianzas entre rusos, polacos, austriacos y venecianos contra el imperio otomano, por qué se le había dotado de conciencia, por qué amaba el arte, especialmente el griego y con pasión el Partenón al que en breve se dirigiría para destruirlo, por qué tenía que saber de Historia, y recordar ahora que en el siglo VI el Templo pasó a ser iglesia bizantina, y en el XIV mezquita, y aún alcanzó a preguntarse, que a qué idiota se le había ocurrido convertirlo también en un polvorín? Fue entonces cuando el percusor la golpeó con estrépito y no tuvo más opción que salir disparada. Era el 28 de octubre de 1686.
Lo primero que hizo por los aires fue consolarse pensando que tal vez el artillero había calculado mal el tiro, o que tal vez el mortero estaba defectuoso o mal calibrado. Pero su ilusión duró poco, ella era una bala demasiado consciente de su oficio, por lo que un cuarto de trayecto hundieron sus esperanzas: iba precisa. Se dedicó entonces a disfrutar dentro de lo posible de su vuelo parabólico por la Atenas amada… o lo que quedaba de ella, una ciudad sitiada y acribillada que mostraba ruinas sobre ruinas, y a la que en breve ella le causaría la mayor.
Atravesó el techo del Templo –de la iglesia, de la mezquita, del polvorín… y del refugio, pues también se había convertido en el supuesto protector de más de cincuenta niños y mujeres- sin contemplaciones, y alcanzó la pólvora sin esfuerzo. Todos y todo saltó por los aires. Nunca tanto reventó en tan poco.
Y en mitad del estruendo y mientras la conciencia de la bala de mortero se dividía en un millón de fragmentos para desaparecer por siempre, aún tuvo tiempo para contemplar, el tétrico baile descontrolado de la carne y la piedra. El salto de las metopas con los centauros en su última lucha con los gigantes. Y tiempo para escuchar el atroz grito de la dormida Atenea. Y tiempo para sentir lástima del vuelo inerte de los inocentes. Y para, en su último instante, percibir que Júpiter, tal vez puesto de acuerdo por una vez con Dios y Alá, hacían llorar al cielo en forma de lluvia.
Por suerte, nunca supo que ella, la bala de mortero que no quiso aceptar su destino, ni siquiera sirvió para acabar con esa guerra, sólo para destruir a su amado Templo.