A pesar de que trabajo con niños y de mis estudios sobre ellos, o tal vez por estas mismas razones, cada vez me veo menos capacitado para entenderles, o al menos, para poder juzgarles, etiquetarles, y decir, te tengo, porque te he comprendido.
Un niño siempre escapa a nuestra lógica de adulto por mucho que nos diga, sí papá, sí mamá, sí profesor, y si no lo hace, ya no es un niño, por pocos o por muchos años que tenga.
Ahora bien, aquí no pretendo un ápice de romanticismo ni de posicionismo, ese es otro debate, denodado, y a sangre si se quiere. Aquí, lo que hay o lo que se pretende mostrar, es la evidencia de una barrera, de dos mundos paralelos de los que a menudo, el adulto, no es consciente, y por ello, se fracasa estrepitosamente al margen de las buenas intenciones que se tengan, cuando se quiere acercar a ese misterio que son los niños.
Construyamos puentes entre los dos mundos, y crezcamos todos en ambas direcciones, y aquí, sí me posiciono: no pretendo volver a la infancia, pero no quiero niños viejos antes de tiempo, ni ser un adulto carente de magia.