Para Neus
Tomó conciencia de su desmemoria a las diez y cinco de la mañana y al hacerlo, abrió su mano y provocó que se le cayera la botella de vodka. Esta se rompió con un estrépito que resonó no solo por el pasillo de las bebidas alcohólicas, sino por buena parte del supermercado recién abierto. Él se quedó paralizado, no tanto por haber roto la botella, cuanto por no saber qué hacía allí. Por no saber, quién era.
¿Quién soy? Pensó, y casi al tiempo se dijo, ¿qué hora es? Y porque miró su muñeca y en ella había un bonito y caro reloj de pulsera que supo entender sin problemas a pesar de desconocerse, y puesto que el reloj marcaba las diez y cinco de la mañana de un doce de febrero, concluyó que podía decir que había cobrado conciencia de su desmemoria a esa misma hora.
Lo siguiente que ocurrió no lo esperaba en ningún caso, aunque como pensó algo más tarde, ¿qué esperar en esta situación? Primero se le acercó un reponedor con cara de pocos amigos, pero enseguida cambió su rostro dulcificándolo hasta decir por una especie de radio que viniera el encargado cuanto antes. Y ya con el encargado, mientras le explicaban que lo sentían mucho por las molestias y que no se preocupara, apareció el gerente, quien con rapidez salió de su despacho para reiterar lo dicho por el encargado y por el reponedor, olvidando la botella de vodka rota e invitándole a otra, edición especial y la más cara que tenían.
Aturdido por el trato y especialmente por no conocerse, decidió pagar al menos la botella rota por considerarlo un gesto de honradez. El gesto costó que fuera aceptado por el gerente pero este al final lo hizo, conduciéndole personalmente hasta una de las cajeras, que les recibió nerviosa. En ese momento, él, que no sabía si tendía a ruborizarse en situaciones comprometidas fuese quien fuese, creyó hacerlo cuando cayó en la cuenta de que no sabía si llevaba dinero encima. Pero por suerte no tuvo que morirse de vergüenza lo hiciera o no por costumbre, porque al hurgarse encontró un móvil, las llaves de un piso, una llave de coche, y una cartera en el bolsillo de atrás de sus vaqueros. Y en esa cartera había seis tarjetas de crédito cuyo número desconocía, pero además billetes de sobra para la botella rota, e incluso para unas cuantas de la regalada.
Así que pudo pagar en metálico sin problemas y sin rubor, y se marchó tras despedirse amable de la cajera, y también del gerente.
Con su botella en la mano derecha y una sensación de incomprensión y absurdo por todo el cuerpo, se plantó en los servicios del centro comercial, donde contempló a gusto su rostro, sin saber tras hacerlo, si la imagen devuelta por el espejo le pertenecía o siquiera le sonaba. Se encerró entonces en un baño y sentado sobre la taza se dedicó unos minutos a pensarse con pausa. La cartera no le escatimó documentación y pudo comprobar que el carné de identidad y el de conducir coincidían en las fotos, con la imagen devuelta por el espejo.
Ernesto Roca no me dice lo más mínimo, pensó. Entonces leyó con desagrado los supuestos nombres de su padre y de su madre sin, de nuevo, reconocimiento alguno. Lo mismo ocurrió con la dirección en la que parecía vivir. En cuanto al móvil, le aportó unas cuantas fotos en las que tendía a salir el rostro que viera reflejado en el espejo del servicio momentos antes, junto a una mujer que pensó, es realmente bella. La lista de contactos no le dijo mucho, por no decir que no le dijo absolutamente nada.
Por lo que tocaba a las llaves, al menos le dieron dos ideas, y a la altura de desconcierto en que se encontraba no era precisamente poco. Al salir del baño volvió a mirarse en el espejo, la imagen rayaba los cuarenta, la barba incipiente le quedaba bien, los ojos verdes resultaban imanes, el pelo encrespado transmitía vitalidad, y el cuerpo era atlético. Terminó por pensar tras comprobar que estaba solo, que, tal vez sea un pensamiento narcisista, pero el reflejo de esta imagen, sea realmente la mía o no lo sea, resulta atractiva.
E.R., como pensó que se llamaría asimismo hasta saber si era o no Ernesto Roca sufriendo de una amnesia o de algo peor, salió del servicio del centro comercial con la llave del coche que había encontrado en su supuesta ropa, firmemente aferrada a la mano, y estuvo cerca de media hora por los garajes del recinto dando al botón del abierto de puertas una y otra vez hasta que la lucecita y el clic adecuado le tomaron por sorpresa a él, y a una bellísima rubia que se encontraba admirando el BMW deportivo al que pertenecía la llave.
La rubia no tardó en ser osada cuando primero se quedó mirando a E.R. con fijeza, para después tocarle por sorpresa los labios, gruesos y amplios, tras decir que en las películas se preguntaba siempre si eran reales, y que ahora que tenía la oportunidad de comprobarlo, no iba a quedarse con la duda. Pero aún así le debió de parecer poca comprobación a la mujer, pues sacó una tarjeta personal con un número y terminó de despedirse diciéndole, sé que estás felizmente casado, pero yo no te voy a pedir nada más que el rato agradable que me puedas dar. Y así se marchó la rubia, dejando a E.R. con la boca abierta, la tarjeta en una mano, el vodka y la llave del coche en la otra, y la mirada perdida en su culo bamboleante que se alejaba de E.R. Este al fin cerró la boca, tiró la tarjeta al suelo, y se metió en el flamante coche, al parecer todo suyo.
En la guantera encontró lo que buscaba, un GPS cuya memoria albergaba la misma dirección del DNI. Se preguntó por enésima vez cómo era capaz de tanta lógica sin recordar un ápice de nada que fuera más allá de la rotura del vodka. El desasosegante recuerdo y todo lo que le había sucedido desde entonces, le hizo abrir la botella y darla un trago.
De inmediato puso la dirección de su supuesta casa, comprobó que sabía conducir, y maldijo su suerte. Nada más salir del aparcamiento comenzó a sentirse desabrido, envuelto en el lujoso cuero del coche y con la sensación del pringue del alcohol en las botas que pisaban cuando debían el freno, el embrague, el acelerador. Apenas a los diez minutos creyó comprender que la incomodidad sobreañadida que tenía en esos momentos, devenía por conducir ese coche asumiendo con ello lo que no sabía para nada si tenía que asumir, como si al hacerlo fusionara de una vez y para siempre a E.R. con Ernesto Roca. Terminó por aparcar, al principio pensó que lo haría en cualquier lugar, que dejaría el coche tirado y hasta con las llaves puestas, pero finalmente se cuidó mucho de hacerlo en un sitio adecuado, en quedarse la llave, y en anotarse bien mentalmente la dirección bajo la idea de que caía en una horrible contradicción.
Pronto encontró un taxi. El taxista no tardó en reconocerle. Pensó entonces E.R. con una sonrisa triste que todos lo hacían menos él. En esta ocasión tampoco fue mero reconocimiento, sino que como con el encargado, el gerente o la rubia, la amabilidad fue más allá, y el taxista rayó la idolatría, abrumándole con las supuestas bonanzas de Ernesto Roca. No es por su talento artístico, que también, dijo aquel hombre con el pelo blanco y cincuentón, sino por su talento humano por lo que tanta gente le admiramos y respetamos. Talentoso o no, E.R. tuvo dificultades para que le dejaran pagar al llegar a su destino. Al final, el taxista, entre falsamente ofendido y realmente orgulloso hasta el tuétano no tanto por el dinero cuanto por confirmarse su teoría, agradeció el pago de la carrera y la generosa propina.
Las llaves de la casa coincidieron con el portal y el piso coincidió con las llaves. De sorpresa en sorpresa, pasó de admirar el tamaño del vestíbulo a la espléndida decoración del salón cargada de cuadros y libros donde dejó el vodka, al descubrir que en el recodo quedaba la cocina de donde llegaba la melódica voz de una mujer que canturreaba feliz. E.R. no tardó en corroborar que se trataba de la mujer que aparecía en las fotos del móvil, de la mujer que aparecía en fotos junto a Ernesto Roca por el salón, y en definitiva, de la mujer que supuestamente era su mujer. Y preciosa, pensó una vez más pero con mayor intensidad si cabe, cuando se la encontró por primera vez en persona y no en foto.
Ella estaba cocinando con una sonrisa y al verle aparecer le dio un beso en la boca y una palmada en el culo. ¡Qué bien, qué pronto regresas! Dijo. Aún falta una hora para que comamos, añadió, y él lo interpretó como que todo estaba bien y que no hacía falta que siguiera en la cocina. Salió y el canturreo de ella se reanudó. Tuvo cerca de una hora para buscarse por internet en el portátil que halló en uno de los dos despachos de la casa. Y vaya si se encontró.
O al menos encontró a Ernesto Roca, que como le especificara la rubia del parking era actor, con una carrera plagada de éxitos en todo lo que había tocado, ya fuera cine, televisión, o teatro. En este último había empezado su carrera, y en este trabajaba actualmente interpretando la piel del renacentista Giordano Bruno en el Teatro Real. Tampoco recordó la obra ni el papel, pero entendió en ese momento por qué había un guión sobre ese Bruno en el otro despacho de la casa, y que tal despacho era el suyo.
E.R. empezó a sentirse más confuso si cabe cuando comenzó a tomar conciencia de que sabía sucesos de ese renacentista cuyo papel representaba, como que había sido filósofo, poeta, hereje, dramaturgo, mago, y pasto de las llamas entre otras muchas cosas que se negó a seguir recordando porque no estaba para preocuparse por otros, máxime cuando se trataba de un otro que era cadáver desde hacía más de cuatrocientos años. Bastante tengo conmigo, pensó, y con mi mujer, suspiró, decidiendo llamarla a partir de entonces al menos para sí, por las iniciales de su nombre, quedándose como N.T., escritora de novelas que aunaba el reconocimiento de crítica y público, decía la red, preciosa a más no poder, decía la red y corroboraba él, y su compañera del viaje de la vida desde hacía más de diez años, incluyendo una boda civil hacía unos cuatro. Y E.R. sin un solo recuerdo del supuesto paraíso que describía internet sobre ellos… N.T. llamó entonces a E.R. con voz alegre; había llegado la hora del cara a cara. Apagó el portátil.
Entre bocado y bocado de una ensalada de fruta y nueces, y de un solomillo con peras a la sidra, E.R. no tuvo problema alguno para calificar a la mujer que le sonreía y hablaba con la naturalidad de quien se conoce de una vida, de dulce, encantadora, y rabiosamente atractiva. Ernesto Roca era un tipo con suerte, pensó E.R, y lo que me falta por saber es si ese Ernesto soy yo. Esbozó entonces una sonrisa que N.T. malinterpretó como si fuera para ella. Y de nuevo, mientras se llenaba la copa de un tinto de rioja, le sobrevino la desazón en el estómago que tanto le amargaba desde las diez y cinco de la mañana cuando fuese quien fuese, había despertado.
La comida sirvió para que E.R. se demostrara así mismo sus dotes de actor lo fuese o no, pues con la información que sabía sobre tal vez él, y seguro sobre ella, no tuvo problemas para capear la situación llegando incluso a averiguar la hora en que esa noche tenía una nueva función teatral, o que N.T. esta vez no podría ir a verle actuar como hacía siempre que le era posible, por tener que acudir a la presentación de un libro de un amigo común, y a la firma después del contrato de su nueva novela con su editora. De hecho, le dijo N.T. mientras recogían los platos de la mesa, los ponían en el lavavajillas, y se besaban cada vez más efusivamente, solo tengo tiempo para un buen polvo, pero no de los maratonianos porque si no, cariño, no llego.Y E.R. excitado como no sabía si había estado nunca, se puso manos a la obra hasta que cuando tan solo quedaban un par de prendas por arrancarse ambos, y con el miembro dolorido de la excitación, no pudo, o mejor, no quiso, continuar.
E.R. se vio obligado a realizar un papelón que ni siquiera sabía si quería representar, y cuando ya no sabía por dónde salir tras lanzar hiladas sueltas como que ella llegaría tarde si continuaban, N.T. le echó una mano al exclamar que, maldita y dichosa puntualidad, y que, si no fuese por esa manía tuya estaría casada con el hombre ideal.Pero bueno, terminó por añadir un minuto más tarde, quién quiere tener un hombre ideal teniendo uno de carne y hueso como tú. Y riéndose y con un dulcísimo beso, se marchó al servicio para arreglarse. N.T. aún tardó más de media hora en irse, media hora que para E.R. supuso un tormento y, hasta se comparó sin saber cómo diablos era capaz de acordarse de una cosa así, con el mítico Tántalo y su castigo, teniendo al alcance en lugar de la mejor fruta, el cuerpo de aquella mujer que había rechazado, y en lugar de estar preso de un refrescante río que no podía saciar su sed, de estarlo en un mar de dudas que le hundían cada vez más hondo en la más amarga de las aguas. Ella al fin se marchó, y lo hizo asegurándole que por la noche no se le iba a escapar, y que entonces sí, tocaría un maratón.
En cuanto N.T. desapareció por la puerta, E.R. fue a por la botella de vodka y comenzó a buscar una respuesta lógica, o al menos una respuesta a lo que le estaba ocurriendo. Según fue bajando el alcohol, las ideas se fueron sucediendo.
Primero fue el desnudarse y buscar frente al espejo de cuerpo entero que había en el dormitorio, cualquier marca o golpe o moretón, que le pudiera indicar la causa de una amnesia por traumatismo. Empezó entusiasmado y con la sensación según se palpaba, de estar cerca de la respuesta. Pero ni la cabeza, ni el cuerpo, ni las piernas, y ni siquiera las plantas de los pies, le devolvieron la confianza que él había depositado en encontrar una explicación.
Pasó a su segunda opción tras consultar de nuevo con el vodka, de modo que mirando la botella y observando en ella la expresión estúpida que su reflejo le devolvió, se puso a buscar por la casa como si fuese a encontrar un arsenal que le dijera, ahí está tu problema, alcohólico irredento, pues perdiste el control y la memoria, y has terminado por echar tu vida a la basura. Pero después de una intensa búsqueda por armarios y posibles rincones escondite, no encontró más que un buen whisky escocés y un par de riojas. Y todo ello en el mueblebar, el lugar menos adecuado para su teoría de alcohólico en la sombra que esconde su problema a su mujer. Para celebrar que aparentemente no era un perdido borracho, regresó a su botella antes de continuar sus disquisiciones.
Con su tercera hipótesis pensó en una ingesta masiva de medicamentos, de modo que la caza infructuosa anterior detrás del alcohol, se repitió en esos momentos buscando cajas de medicinas cuyos efectos secundarios pudiesen provocar amnesia, algo similar, o peor. Pero lo que fue similar, fue el fracaso de su suposición, hasta el punto de que en ningún rincón de la casa ni tampoco en el botiquín, al margen de tiritas, algodón, agua oxigenada y aspirinas, encontró nada, ni siquiera un triste prozac, ni siquiera un ansiolítico.
En su cuarta hipótesis, ya desesperado, buscó en las estanterías repletas de libros alguno que le hubiera conducido a realizar un ritual con los resultados palpables de acabar, sin memoria, y rebuscando por circularidad viciosa una estúpida explicación que por supuesto no llegó. Lo que sí llegó en cambio fue un mareo importante, y las siete de la tarde, cuando a las ocho y media debía estar en el teatro para empezar a meterse en la piel de otro yo, cuando no era capaz de reconocer la suya propia. Y por supuesto, no tenía ni idea de las cientos de frases que el guión contenía. Entre tumbos ideó un plan, pero pensó que para ejecutarlo necesitaría una ducha y las ideas claras. De camino al servicio se dijo, tajante si no hubiese sido porque se tropezó en un par de ocasiones, al fin y al cabo soy actor.
La ducha le sentó bien a pesar, o precisamente por, la vomitona que echó en la bañera y que le hizo serenarse un poco tras el desagradable esfuerzo. Decidido a seguir con su plan, se vistió y se arregló pensando en tomar un taxi hasta el teatro, apañárselas para enfundarse en Giordano, declamar las primeras líneas del personaje una vez que levantaran el telón y, mucho antes de que llegaran las llamas, y caer al suelo fingiendo un ataque al corazón. Desde luego, pensó, voy a poner a prueba mi calidad artística, descubriendo por las críticas que se sucedan si E.R. le llega o no a la altura del betún a Ernesto Roca… Y que pueda acordarme de una expresión así, pensó entre molesto y abatido, y no de quién narices soy. Y tal vez porque el nimio aparente abatimiento por la expresión anterior le llevó a un abatimiento mayor, o tal vez por cualquier otro motivo, E.R. finalmente se vino abajo. Representar un ataque al corazón no sabía si era su estilo en el pasado, pero en cualquier caso no quería que lo fuese en el presente, suponía engañar al director, al público, y sobre todo, era preocupar a esa mujer dulce que no le había dejado de sonreír durante la comida. No podía llevar a cabo esa gran mentira.
A cambio se vio obligado a ejecutar una pequeña mentira, mucho más prosaica y hasta piadosa. Buscó en el móvil el número del director, cuyo nombre recordaba por haberlo leído cuando buscaba información sobre Ernesto Roca, y lo encontró. Paradójico o no, no andaba mal su memoria desde las diez y cinco de esa mañana. Llamó y habló con él. Estoy enfermo, le dijo, amigo lo he intentado hasta el último momento, pero no puedo. E.R. lo sentía, lo sentía mucho, sabía que les dejaba a todos colgados y encima en el último momento, pero claro, el sustituto, el sustituto haría un gran papel, efectivamente, él mismo le había preparado para una ocasión así, durante semanas, durante un mes, había aprendido del y con el mejor, lo haría estupendamente, qué duda cabía, lo presentían ambos. Y pronto E.R. se repondría, la fiebre, la gripe, ya se sabe, que se tomara el resto de la semana libre, que no se preocupara, que gracias por todo, que gracias por haberlo intentado hasta el último momento. Y añadió aún el director, vaya voz gastas, cuídate y no te preocupes de nada más que de recuperarte. Y, un abrazo amigo, un abrazo artista, fueron las últimas palabras antes de que los teléfonos colgaran. E.R. sintió alivio sobre el dolor de cabeza, no siempre la mentira es mala, pensó, pero no supo si creérselo.
Eran las ocho de la tarde y E.R. no tenía nada que hacer, N.T. le había dicho que regresaría sobre las once y él debería haberlo hecho sobre las doce, pero ahí estaba, aturdido, mareado, con las mismas preguntas en la punta de aquella lengua desde hacía casi doce horas, quién era, quién era ayer, quién sería mañana. Pensó que debía dormir y se echó hasta las diez, tal vez así cuando despertara, todo volvería a la normalidad, o al menos, pensó antes de quedarse dormido, el dolor de cabeza y el sabor a vodka, hayan desaparecido.
El plan no salió del todo mal. Al despertar su cabeza estaba mejor, su olfato también, su paladar lo mismo. Sin embargo seguía recordando que no recordaba quién era, o mejor, si él era el brillante y afortunado Ernesto Roca que decía su cuerpo, que decía el carné, que decía su mujer, que decía la lógica… pero que no decían sus recuerdos que no decían nada, ni sus vísceras que le gritaban que qué incómodo resultaba todo. Se volvió a duchar, y se volvió a vestir y a peinar, y marchó a la cocina ¿Sé cocinar?Se preguntó, y parecía saber y de repente, supo qué hacer al menos en las siguientes horas: iba a intentar devolverle a N.T. con una cena para empezar, lo que ella le había regalado con una simple comida: felicidad.
Cuando N.T. llegó a casa se sorprendió de ver a E.R. enfrascado en un delantal y a los mandos de la cocina. La sorpresa de ella esperó a la justificación de él para que el reproche comenzara a asomarse, pues N.T. consideró una irresponsabilidad el dejar colgados a la compañía por una cena, un acto impropio de Ernesto Roca, remarcó. Tal pulla provocó que E.R. apelara con convicción a su necesidad de sentirse por una vez impuntual, por una vez irresponsable, por una vez, como si no estuviera cargado de responsabilidades y hasta de pasado, llegó a decir. Pero no lo hacía por capricho, sino para entregarse en cuerpo y alma a ella, porque ella era quien se merecía siempre y por entero la mejor versión de Ernesto Roca.
N.T se desarmó ante la defensa de E.R., y entre risas, caricias y besos disfrutaron de la cena y de la pasta que él había preparado con cierta torpeza. Tras la cena continuaron las caricias llegando la pasión y la ternura en unas horas de sexo y amor. Y en los resuellos que se ofrecieron entre asalto y asalto, a E.R. le atacaron las dudas de si ya antes había disfrutado de aquellos momentos, de si actuaba bien o mal, y de si era posible que se hubiera enamorado en apenas unas horas de esa mujer. Sus círculos de dudas terminaban siempre momentos antes de volver al cuerpo de N.T. en busca de ambos espíritus, el suyo perdido y el de ella maravilloso, preguntándose si debía aceptar para siempre el regalo y la maldición con los que había despertado a las diez y cinco de la mañana de ese 12 de febrero que ya expiraba.
No tuvo E.R. forma de llegar a una conclusión porque los besos le devolvían al paraíso, y en el paraíso no es posible la reflexión, sino tan solo el disfrute. Tras el tierno combate llegó la hora de decirse buenas noches cariño, y ella aún añadió cuando se le abrazaba para acomodar su cabeza en el pecho de él, que le quería, porque eres transparente. E.R. cazó la frase al vuelo y de casualidad pues ya estaba en el estado de duermevela, y de inmediato dormido.
E.R. se revolvió en sueños; te quiero porque eres transparente, te quiero porque eres transparente, te quiero porque eres… y otra y otra y otra vez la frase apareciendo en su inquieto sueño ¿Había soñado la frase o se la había dicho N.T. antes de dormirse? Ni siquiera podía discernir tal cosa y ni siquiera podía moverse porque entonces la despertaría, pues N.T seguía apoyando su cabeza en el pecho de E.R.
El sueño siguió incómodo, duro, acuciante, acusador, como una prueba más de las duras elecciones a las que se veía obligado y arrojado desde la mañana, desde que el vodka roto le trajo a su nuevo mundo, sin saber aún nada de cómo era el anterior. A las seis de la mañana, sin rastro de sus recuerdos pasados pero con los presentes a flor de piel, no pudo más y tuvo que levantarse. Con sumo cuidado se desembarazó del calor de aquella hermosa mujer y depositó la cabeza en la almohada dándole un beso en la frente por despedida. Buscó ropa, pasó por el servicio, cogió las llaves, la cartera, y salió de casa sin hacer ruido para buscar un taxi que encontró más rápido de lo esperado en aquellas horas.
E.R. le dijo al taxista la dirección donde hacía unas horas aparcara el deportivo que supuestamente le pertenecía. El taxista no tardó en reconocerle, en alabarle, y en decirle que le veía con mala cara, que si le pasaba algo y que si podía ayudarle de alguna manera. Pero E.R. le cortó seco, y pareció por la transformación del rostro del taxista, que este pensó entonces que se le caía un mito, aunque por supuesto no dijo nada, el cliente tiene siempre la razón… aunque tal vez no la memoria. E.R. pagó al llegar, no esperó las vueltas y supuso que sería considerado como un gesto de prepotencia en lugar de generosidad, pero poco le importaba en esos momentos.
E.R. subió la calle, no recordaba el número y le llevó algo de tiempo dar con el coche que aparcara por la mañana. Hacía aire y frío, y comenzó a lloviznar. Las lunas de los vehículos estaban parcialmente heladas y apenas si había movimiento cuando aún no eran ni las siete.
Encontré finalmente el BMW. Saqué las llaves y me quedé mirándolas como un estúpido mientras me mojaba, mientras me quedaba helado. Había ido hasta allí para tomar decisiones y había llegado el momento ¿Elegía morirme de pie y de frío, o decidía entrar en el coche? ¿Aceptaba lo que era desde hacía menos de veinticuatro horas, un cuerpo con habilidades pero sin recuerdos, con una herencia afortunada tras de mí pero de la que no podía sentirme orgulloso por no haberla, o por no recordar habérmela forjado, o rechazaba esa herencia de plano? Debía elegir entre interpretar un papel hermoso al que se le había dado todo, o lanzarme a la incertidumbre en busca de no se sabía muy bien qué, pero al menos propio.
Debía hacer algo de una vez, el frío aumentaba como mi bloqueo. Tan solo era capaz de mirar alternativamente las llaves y la luna lateral que me devolvía bajo la pálida luz de una farola y la helada, un rostro medio difuso. No tenía pasado y mi futuro dependía de la decisión que adoptara: entrar al coche y salir huyendo; entrar y regresar al paraíso sin memoria; quedarme allí de pie como un estúpido y morirme de frío. El frío, mi presente, mis dudas y yo. Había que elegir de una vez, y elegí.