¡Háganme rico! 26/11/13
Ya sabéis que lo de callada como una puta no va conmigo, y no porque no lo sea, sino porque lo de callarme me lo salto. Este blog que escribo desde hace cinco años existe gracias a mis clientes, a los que pido permiso para escribir sobre sus historias sin revelar sus nombres. Y vosotros, mis fieles lectores y mis aún más fieles lectoras, tendréis en esta entrada la oportunidad de conocer a uno de los más interesantes de toda mi carrera.
Me llamó y acordamos el encuentro en el apartamento. Su voz, por teléfono, sonaba más segura que la de la mayoría, pero por lo demás no me pareció nada especial. Fue correcto, al grano, es decir, al precio y a asegurarse de que yo era la de la foto, y me pidió amablemente que le recibiera desnuda pero con tacones de aguja. No hubo nada que objetarle.
Al verle me llevé una alegría, vestía ropa elegante, era bastante atractivo, y olía bien. Cierto que algo bajito, pero atlético sin llegar a la hipertrofía, estaba rasurado de arriba abajo como a mí me gusta, y los rasgos de su rostro eran duros, pero sus palabras y gestos suaves.
Follamos sin excentricidades y hasta logró que me corriera. De inmediato, los dos nos pusimos a fumar sobre la cama y no pude contenerme más. Sentía con fuerza que el tipo tenía una historia que contar y que me cautivaría. Le pedí que me hablara de él, tras contarle lo de mi blog, lo del respeto por la identidad, y en definitiva el rollo de siempre que ya sabéis.
Accedió rápido, y demostró que sabía perfectamente lo que quería contarme. Por supuesto, yo le dejé hacerlo sin interrumpirle más que una vez, casi al principio.
−Soy uno de los creativos publicitarios más conocidos de este país –comenzó tras una larga calada−, y me importa un rábano si quieres meter ese detalle o cualquier otro que te diga, hasta puedes inventarte lo que te apetezca.
Fue entonces cuando le corté brevemente para hacerme la ofendida. Tras mi pequeña actuación, desencadenada al poner él en duda mis principios, continuó.
−Para septiembre del 2006 acabé la carrera de periodismo después de siete años. Desde el principio me decepcionó y solo una constante dejadez en la deriva me llevó hasta una orilla vacía, pero con título. Sé que soy una persona brillante, pero para brillar necesito entusiasmo. En la universidad no lo encontré pero sin él también sé vivir, y ni siquiera considero que tirara a la basura esos siete años, pues al margen de otros logros, el hastío formativo también puede llegar a ser fuente de creación, y para mí lo fue.
«Quiero recordarte, no sé cuánto tiempo llevas en este oficio y si aquí también se nota la ruina, que en la época en la que terminé la universidad, entramos oficialmente en la crisis económica y social que vivimos. Pero del mismo modo es cierto, que mientras nos dábamos cuenta de hasta dónde nos llegaba el fango en el que aún hoy nos revolcamos, yo me forjé mi carrera de publicitario temerario, a contracorriente, polémico, creándome mi propia marca».
«A primeros de 2007 trabajaba de becario en un periódico de los muchos que proliferaron en la época de bonanza, bajo la desilusión de empezar a cobrar más tarde que pronto una miseria, pero atado a la necesidad de tener que pagar el préstamo de estudios con el que me había puesto yo mismo una soga. En definitiva, se puede decir que era una calamidad licenciada, una calamidad licenciada tirando a pobre que no podía exprimir los recursos inexistentes de mi madre, viuda, y una calamidad licenciada tirando a pobre que bla bla bla, pero que tenía ideas. O al menos, una por la que apostar en ese momento».
No le interrumpí y ni siquiera resoplé después de una construcción tan pedante. Se concedió una pausa, una larga mirada sobre mi cuerpo desnudo, y continuó.
−Arriesgué a todo o nada y decidí abandonar mi presente gris de becario, y acudir a los bancos a por un nuevo préstamo. Por supuesto no les conté lo que me proponía, sino que mentí y les hablé sobre un negocio de lo más convencional. Me soltaron el dinero como mandaba la costumbre de la época.
«Para fines de marzo encontré el local en pleno Malasaña, y para primeros de abril inauguré. Al fin y al cabo, no había mucho trabajo ni reformas por delante».
«”¡Háganme rico!”, rezaba el gran letrero que mandé encargar y que colgaba afuera, visible y chillón. Dentro del local, minimalista a más no poder, todo quedaba pintado de blanco excepto por una urna negra que se situaba en el centro y donde podía leerse en letras doradas: “Dónenme dinero por el único motivo del placer de hacerlo”. Al fondo quedaba una mesa y una silla donde yo esperaba paciente, por si existían dudas que resolver».
«Los curiosos llegaron primero, luego los “clientes”, los periodistas al poco (el exbecario se convirtió en noticia de su experiódico y de otros muchos), y lo importante, cada día más y más donadores hacían su aparición. He aquí uno de los procesos típicos de los dos primeros meses: veían el letrero de afuera y la caradura del mismo les obligaba a entrar, veían la urna y bufaban, me veían a mí y necesitaban saciar su indignación o su curiosidad. Yo les recibía con mi retórica, con mi desvergüenza, y, finalmente, unos pocos me donaban algo y la mayoría me regalaba su desprecio. Pero todos hablaban de mí y me hacían la campaña de publicidad perfecta que atraía a más y a más curiosos. Pronto ya no se habló sobre “Háganme rico”, sino que se filosofaba; pronto, se pasó del desprecio al insulto, pero también de las monedas a los billetes. Había exaltado a la ciudad y al país, pero como dije machaconamente en las entrevistas: “no tengo ningún mérito y ningún miedo, somos un país de exaltados que no hace nada con su rabia más que masticarla una y otra vez”».
Se concedió otra pausa que me sirvió para recordar que yo había leído y escuchado sobre su historia, pero también me sonaba que había sido breve. Me confirmó este punto tras encenderse otro cigarro.
−Gané bastante dinero en poco tiempo. Lo suficiente como para pagar a los bancos mis préstamos de estudio y del negocio. Se puede decir que la urna rebosó pronto. Cuando a los ocho meses abrió otro local con las mismas pretensiones, yo cerré el mío. Recuerdo que visité al pobre caradura de segunda y le dije que no tendría éxito. Sé que cerró al poco cargado de deudas y con la urna vacía. A mí en cambio, me llegaron ofertas para trabajar en televisión y en publicidad.
«Soy como tú –me soltó de repente− me gusta venderme pero solo expongo mi cara a quien paga, así que escogí la publicidad, y en ella sigo hasta hoy».
«Mía fue la idea antiintuitiva de hablar bien de la competencia. Cuando propuse el anuncio hoy ya famoso del móvil sin marca que hablaba bien de todas las grandes compañías del país, me tacharon de loco. Insistí en que me habían contratado para romper esquemas, y aunque me costó, finalmente les convencí. También convencimos al mercado que era de lo que se trataba, y la gente hizo lo que hasta ese momento nunca había hecho un cliente: el esfuerzo por conocer en lugar de comprar pasivamente. Quiso saber quiénes eran los descerebrados que estaban detrás de aquella campaña publicitaria. Nosotros por supuesto nos dejamos rastrear y descubrieron que éramos una compañía pequeña, recién nacida, con precios competitivos y, con un espíritu original y joven que atrajo a una cuota de mercado bastante por encima de los cálculos iniciales».
«Tampoco tardaron mucho en copiar la tendencia de, “hablar bien de”, y se puede decir que en publicidad nació un nuevo género. Poco me importaba y además para entonces, mediados del 2010, firmé para una gran marca de coches».
«Contra pronóstico, el primer año fui un desastre y solo tuve pésimas ideas convencionales. Tal vez fuera por la mierda que me metía y por follar con la primera que se me cruzaba, tirando para todo de un cuello de botella realmente ancho. O tal vez, mi mala etapa creativa se debió simplemente a que por primera vez en mi vida estaba acomodado, y las mensualidades me llenaban la nevera y me pagaban los vicios».
«Por suerte, bajo el ultimátum que me dieron volvió la creatividad, aunque tras pensarlo mucho creo que se debió (no volveré a usar la palabra), al amor, o al menos, a las dos cosas unidas porque quien me lanzó la advertencia y de quien me…, fueron la misma persona. Ella, su dureza y sus eternos tacones, recolocaron las piezas donde debían y de inmediato ideé la campaña, “Rompe con tu pasado”».
«”Rompe con tu pasado” consistía en hacer que el cliente destrozara a mazazos y en nuestro concesionario su antiguo coche, para lograr un descuento por encima del Plan Pive de turno. Vaya si funcionó y además, hice la siguiente comprobación sociológica: nuestra campaña estaba abierta a todas las marcas por lo que el cliente podía ir con un modelo nuestro y liarse con él a mazazos para llevarse un coche nuevo, sin embargo nadie lo hizo, si me descontamos a mí, pero eso es otra historia».
«El año pasado y tras haber exprimido a conciencia la veta de la maza, tuve mi última gran campaña, se llamó, “Recupera tu mente: más, es realmente más”. Y consistió en atacar la contraintuitiva idea que los publicitarios habíamos conseguido forjar en los últimos años: la de que menos es más. Tuve claro que lo revolucionario era volver al origen, aunque en cualquier caso y como siempre en publicidad, el éxito pasaba por hacer creer al consumidor que la conquista era suya. Y por el incremento de ventas que tuvimos a pesar del precio y a pesar de la furibunda crisis, está claro que se consiguió».
Dio entonces una calada más larga de lo que su ritmo había marcado hasta ese momento, y me miró un instante después de lo que hubiera sido natural. Bastó para que descubriera su juego: el hijo de puta me estaba usando, su relato era demasiado personal y yo demasiado conocida en la red como para mantenerse en el anonimato si decidía contar su relato. Lo que no supe es con qué cartas jugaba, si para romper una relación, (supuse que la de los tacones), para recuperarla, o para forjarse su nueva campaña de publicidad. Tal vez yo era un comodín para una parte, o para todo ello.
El tipo era listo y supongo que descubrió que descubrí su juego, y que tampoco me importaba demasiado. Mientras me usen bien y me paguen mejor, no empiezo una guerra.
No hay mucho más que decir del publicitario, salvo que follamos otra vez aún mejor que la primera, quien sabe si porque al poner los dos las cartas sobre la mesa nos sobreexcitamos, y que se marchó con la misma seguridad con la que había llegado a mí, algo que no logran los hombres casi nunca, y que demuestra que esta historia merece la pena que la escriba para vosotr@s.