Benditos errores, puñetera memoria, triste humanidad

Ya se ha convertido en un lugar común, en una experiencia cotidiana: buscar qué película o serie ver, entre tanta oferta, en ocasiones es un sangrado de ojos. En mi caso de ayer, que si Filmin, que si otra plataforma que no publicitaré, que si mis páginas de pirateo (me da menos vergüenza mencionar esto que a la empresa anterior que omito). Al final, en un desenlace más o menos rápido y, por completo inesperado, terminé eligiendo El tren, de John Frankenheimer, un clásico de acción, bélico a su manera, de 1964.

Sé que es una estupidez y un error, pero incluso las películas que me maravillan me cuesta verlas más de una vez. Supongo que el argumento de base es, hay tanto bueno (y no tan bueno, y entretenido, e incluso malo), que, si ya lo he visto, mejor ponerme algo que no. Supongo que también por esa lógica empecé un Word en 2013, donde apunto título, director, año y mi nota. Al fin y al cabo, si tuviera que fiarme de mi memoria iría apañado. El caso es que la pregunta era obligada, ¿había visto El tren?

La respuesta fue no.

Me sonaba, pero de haber oído hablar sobre ella en Todopoderosos, quizá de haber visto algún remake. Así que la empecé y lo hice sin consultar mi lista. Bendito error. Si lo hubiera hecho, lo más seguro es que hubiera optado por otra volviendo a la rueda de elegir durante minutos interminables.

Y el caso es que ese supuesto remake de mi cabeza tenía un aire demasiado similar a lo que vi en algunas escenas, y, además, enseguida aparecía Burt Lancaster y cómo quería resonar su carisma en mi memoria. Pero cómo no iba a recordar sin género de dudas ese inicio que me dejó atrapado y rendido, donde el coronel nazi y la directora francesa del museo hablan sobre el arte supuestamente degenerado que, el primero ha salvado de los suyos durante la guerra y, ante la derrota inminente y la llegada de los aliados, pretende llevarse a Alemania. Porque ese nazi sabe lo que suponen esos cuadros de Picasso, Matisse, Cézanne, Degas, Renoir, Monet, Manet, Paul Klee o Marc Chagall, porque sabe lo que representan y también, lo que llegarían a costar en dinero contante y sonante. Menudo inicio, joder.

Así que ya estaba atrapado y que la hubiera visto o no pasó a un segundo o tercer plano. Lo importante era qué, a diferencia de lo que se ha hecho tantas veces, los nazis no eran tontos, ridículos, cobardes o desleales entre ellos, lo importante era que los ferroviarios franceses que boicotean los planes alemanes no lo hacen por un orgullo artístico que no pueden tener entre otras cosas, porque en la vida han visto uno de esos cuadros. Lo importante es que estamos ante una película trepidante, de personajes interesantes y grises, que resuelve un guion complicado de ejecutar a través de grandes interpretaciones y detalles para elogiar donde, al final, queda lo que queda: el reflejo de la humanidad.

Y en ese reflejo está lo heroico, el sacrificio, la amistad, la lealtad, pero también el sinsentido, la amargura, la muerte, la crueldad y una idea que, vista con la mirada de hoy en día grita que, por desgracia, el ser humano se sigue matando y odiando por los mismos errores de siempre. Por las mismas mierdas, se podría decir.

La escena final (atención, destripe definitivo) es tan elocuente de lo anterior. Los rehenes que han sido subidos al tren en el último momento fusilados porque sí, porque así es la guerra, el coronel nazi, derrotado por perder de una puñetera vez su apreciada mercancía, que elige quedarse junto a los cuadros en lugar de huir, y Labiche (Burt Lancaster), escuchando de boca del enemigo el discurso final sobre lo que él (un simple inculto cacho de carne) ha hecho, sobre el por qué ha vencido, y sobre que nunca sabrá apreciar el arte. Su respuesta es la que es y cierra el telón de la mejor de las maneras.

Triste humanidad, pienso, que pudiendo ser lo que podría ser, es y hace lo que tuvimos entonces y lo que tenemos ahora: un desastre tras otro.

           

PD: consulté mi lista y ahí estaba, había visto El tren en 2015 y la había calificado de MB (muy buena). En esta ocasión elevo la nota a OM (obra maestra). Supongo que en estos diez años he perdido esperanza, ganado cinismo y me identifico más con la crudeza que se refleja en la película.


Energía y sentido

Cada día una borrasca que acaba en tormenta, así se puede describir el clima humano. A nivel nacional y a nivel internacional, a nivel político y a nivel social. Que no te entre la arcada después de las declaraciones de tanto indeseable ya no sabes si es un pequeño triunfo o una gran derrota. Lo mismo digo del hecho de no salir a quemar contenedores. ¿Si sirviera para algo? Me pregunto, y, al final, me encuentro siempre huérfano de respuestas.

Por supuesto pienso en el genocidio perpetrado por Netanyahu bajo la justificación del 7-O, como si el conflicto se pudiera reducir a ese fecha, como si las acciones de un grupo terrorista dieran carta de libertad para que un Estado pueda masacrar a población civil e inocente. También pienso en la nueva iniciativa VOX/PP contra el derecho fundamental al aborto. Y es que no quiero que mis palabras puedan catalogarse de ambiguas, o peor, ser usadas por los defensores de los referidos, en base a la lógica distópica que vivimos actualmente.

Es también el escenario descrito el que me lleva a pensar y/o divagar, que el sentido es lo opuesto de la energía. Quiero decir, ya se sabe, que la energía ni se crea ni se destruye, sino que tan solo se transforma. En fin, ¿quién no ha oído hablar de este pilar fundamental de la física? Muy por el contrario, el sentido sí se crea y sobre todo se destruye casi a cada paso. Quizá he aquí uno de los motivos de que la vida sea tan desesperante, y es que por más esfuerzo y sacrificio que le eches, el azar, la enfermedad, una bomba… tira por tierra todo cuanto costó poner en pie.

Hemos crecido viendo atentados, guerras, crisis económicas y pérdidas progresivas de derechos. Hemos crecido y por desgracia seguimos creciendo bajo ese sinsentido. Nuestra sociedad capitalista democrática, que se suponía era la última y mejor y que solo tenía que perfeccionarse un poco, nos ha instalado en un sistema de impotencia donde el consumo y la banalidad parecen ser lo único que nos puede ofrecer como alternativa. Y, cuando queremos escapar de esa jaula, aunque sea por un rato, cuando queremos ofrecer sentido a uno mismo y a los otros, el esfuerzo es titánico y el resultado puede ser borrado del mapa con un soplo de mala suerte, o por el simple chasquido de los dedos del poderoso de turno.

Porque sí, energía y sentido son opuestos en tanto que el primero solo se transforma y el segundo hay que crearlo de la nada, pudiendo ser destruido con pasmosa facilidad. Pero, también lo he dicho, el sentido requiere de una cantidad ingente de energía. Nietzsche decía que su sociedad se había enfangado en el nihilismo, en tanto que las verdades metafísica absolutas y que la religión como faro de todo el mundo, se había acabado para siempre. En ese contexto, apuntaba el genio de Sajonia, que pasó los diez últimos años de su vida en un estado de colapso mental, es donde nos toca darnos nuevos valores, donde tenemos que crear el sentido que se nos quiere arrebatar y se nos ha arrebatado. Qué poco ha cambiado el relato desde entonces. Dios no ha muerto, le reprochan a Nietzsche los listos. Es verdad, me atrevo a pensar, moribundo, hace todavía más daño.

Escribo mientras no se sabe qué ocurrirá con los miembros de la flotilla internacional detenidos por Israel, escribo mientras aquí, en España, Ayuso y la ultraderecha (perdón por el pleonasmo), se mofan de personas que se han jugado la vida (el sionismo asesinó, asesina y asesinará sin pudor no solo a Palestinos, sino también a personal humanitario y a periodistas internacionales) por arrojar un poco de sentido y justicia a la masacre de cada día. Escribo mientras lleno de rabia e impotencia pienso qué escribir, qué pensar, qué hacer para marcar la diferencia y ayudar a poner mi mota de sentido.    


A vueltas con el karma, con Felipe y Aznar

Me gusta decir que el karma no es ninguna balanza, que el mundo está lleno de hijos de puta a los que les va de maravilla. Por supuesto, entiendo el deseo de que exista esa especie de regulador extrahumano, de justicia más o menos poética, de sentido por encima de este cruel sinsentido que nos abate día sí y día también. Y, faltaría más, a veces ocurre, como ocurre casi todo. Pero oye, que de vez en cuando ocurra, no significa que debamos levantarle una religión, que debamos cruzarnos de brazos a la espera de que esa peculiar energía actúe, sino más bien, que podemos constatar una casualidad. A veces feliz, a menudo ni siquiera.

Estoy pensando en la política y en los políticos. ¿Cuántos tipos responsables desde sus poltronas, de asesinatos a inocentes, de guerras siempre injustas, de masacres inmisericordes, no han muerto en la cama y con la conciencia tranquila? Y, ¿cuántos de los que siguen vivos, sientan cátedra casi a diario?

Todavía seré más concreto, porque estoy pensando en Gaza, porque estoy pensando en Felipe González y en Aznar. Ambos tienen un historial como para taparse un poco las vergüenzas, pero no, ambos hacen gala una y otra vez de su opinión, de su sapiencia, de los altavoces que se les tienden por los motivos más diversos.

El (ex)socialista se pregunta ante su auditorio de turno, “Si Hamás de verdad no quiere que maten a niños y mujeres, ¿por qué no sueltan a los rehenes israelíes”, y supongo que se queda tan a gusto. Y uno puede tener la tentación de pensar, oye, pues no le falta razón, aunque claro, en seguida comienzan a llegar preguntas y argumentos y toda una historia de datos que demuestran su posicionamiento vergonzante. No incidiré en el largo conflicto, en la excusa perfecta que ha encontrado Netanyahu con el 7-O, o, en que hay bastantes indicios de que permitió que pasara. No, tan solo voy a jugar a la estúpida y falaz retórica del ex tantas cosas, y es que, ¿si el Estado de Israel quiere salvar a sus ciudadanos secuestrados, por qué no para el genocidio que está cometiendo?

En cuanto a Aznar, eleva la apuesta hasta la absurda náusea, cuánto más grandilocuente, mejor, debe pensar, y suelta que “si Israel pierde lo que está haciendo, Occidente se pondría al borde de una derrota total”. Lo que Israel está haciendo, lo sabe usted muy bien, es un genocidio, y usted lo justifica en esa charla cuando aconseja al gobierno de España que haga un “análisis estratégico de lo que le conviene al país”. Cualquiera diría que está justificándose así mismo, que en su momento hizo ese análisis estratégico y decidió que a España le interesaba meterse en una guerra e invocar (inventarse cabe aquí muy bien) unas armas de destrucción masiva que deberían perseguirle de por vida. Sin embargo, NO.

Y vuelvo aquí al principio, pensar que Felipe González tenga el más mínimo cargo de conciencia por, digamos, el GAL, o Aznar por sus decisiones en Irak y las consecuencias que acarrearon, es una quimera. La conciencia, frente a lo que se suele pensar, es capaz de triturar cualquier obstáculo ético. Al menos en algunas personas, y, está demostrado que en muchísimos políticos. Si el karma existiera, estos dos tipos no solo tendrían el rechazo de buena parte de la sociedad, que lo tienen, sino de la sociedad entera. Que no se les haya juzgado ni haya visos de que vaya a ocurrir, es un problema en realidad que va más allá, es un problema de justicia a secas. Y que se paseen en foros y platós de televisión es en definitiva una constatación más de lo mucho inmundo que hay.

En fin, que no creo en el karma, que quiero creer en la justicia, pero que los hechos resultan muy contrarios a mis deseos.


Irracional, falto de ética y estúpido

Empecemos por el final, a veces, es la mejor de las maneras: el mundo siempre ha sido irracional, por desgracia, solo unas cuantas generaciones saben de su absoluta falta de ética. Con la estupidez iremos luego.

Tomo el caos y no a dios como punto de partida. Quiero decir, si todavía hoy consideras que un Señoro de pelo blanco hizo el mundo en siete días, o estás de acuerdo con cualquiera de sus otras versiones míticas, pues tú y yo tenemos poco que discutir/debatir al respecto, sencillamente, no seremos capaces de entendernos en ese punto y tendremos que encontrar otros puentes. Puede que consideres algo más elaborado, estilo Spinoza (dios y la naturaleza son la misma realidad), o que compatibilices una versión científica con la existencia de un dios menos antropomórfico de lo que gustaría, y bueno, ahí podemos encontrarnos para hablar, por qué no.    

El caso es que, si partimos del Big Bang, de las leyes de la Física y de la Biología, pues tenemos un mundo donde el ser humano no es la medida de todas las cosas, ni mucho menos el centro de nada. Y tener esto claro, es importante a la hora de comprender el titánico esfuerzo que hemos realizado siempre por arrojar un poco de racionalidad humana a un sistema universal donde importamos tirando a nada. De hecho, ese esfuerzo, donde podemos encuadrar al Señoro que mencionaba antes, y a otros dioses y diosas, y a otras grandes ideas que fracasaron con mejor o peor estrépito, pues tiene todo mi respeto, digamos, histórico. Y, si no lo tuviera, pongamos el ejemplo del nazismo, pues al menos tiene mi interés.

Total, por resumir, soy un postmodernista más y me parece una muy buena metáfora esa de que hasta el S.XX íbamos en barcos de metarrelatos (se llamase el barco religión, comunismo o fascismo) que ofrecían y pautaban el sentido de la vida de arriba abajo a poblaciones enteras (dentro de las cuales, por supuesto, cabían excepciones) sin apenas posibilidad de discutir el asunto. Por supuesto, el siglo XXI ha demostrado que no estamos tan lejos, que los nacionalismos, los creacionistas, o los conspiranoicos abundan, y que, en realidad, en el neofeudalismo capitalista que nos azota, caben todos los ismos a la vez. Sin embargo, al menos, todavía ninguno se erige con mano de hierro, y quizá esa sea nuestra ventaja. Estamos arrojados en mitad del océano, con astillas y tablones a nuestro alrededor, donde poder elegir. Al respecto, nunca pierdo la oportunidad de señalar mi tabla de salvación, y no haré excepción aquí: la literatura es la mentira en la que más creo. Luego, por suerte, también tengo otras.

Ahora bien, que el mundo sea irracional en el sentido descrito anteriormente (que al universo le importemos una mierda, y que nuestras mierdas para combatir esa zozobra estén a su vez microfragmentadas), no quiere decir que hoy no tengamos las herramientas para hacer lo humano mucho más ético y mejor de lo que es. Y ahí radica la gran diferencia con el pasado: no tenemos excusa. Nosotros tenemos ciencia y tecnología para acabar con el hambre y la pobreza, nosotros tenemos cantidad de ejemplos de revoluciones donde fijarnos, nosotros tenemos los Derechos Humanos, nosotros tenemos los Derechos Civiles, nosotros tenemos instituciones y organismos nacionales e internacionales para dar y tomar y nosotros tenemos toneladas de enseñanzas históricas. Y, sin embargo, lo que hay, es este panorama. Es para echarse a llorar.

Supongo que uno escucha y mira a la cara de Trump, de Putin, de Netanyahu, de Milei, de Kim Jong-un, de Maduro, de Abascal, de Ayuso y resulta muy difícil no pensar la siguiente dicotomía yuxtapuesta: la estupidez y/o la maldad ha triunfado. Lo que compartirán hasta los muchos que no estén de acuerdo conmigo, es la sensación de impotencia y la sensación de que no se puede hacer nada. Es esa sensación la que trata de gobernar hasta la última de nuestras células. Por suerte, me aferro a pensar que por mucho que la sensación está y esté ahí, que, por mucho que sea fuerte y nos abofetea, todavía queda aliento para combatir.

Ese aliento de pelea y de resistencia contra las injusticias es el que veo también a diario en tantas buenas personas que no se rinden por aportar su granito de racionalidad empática y de ética, y, el que quiero pensar, me impulsa a escribir y a leer para tratar de entender el despropósito que nos rodea. Ojalá ese aliento crezca a contracorriente, contra los elementos que parecen conformar nuestro mundo, contra, me atrevo a decir rayando la pedantería, contra el zeitgeist que nos riega un día sí y otro también. Ojalá.


He escrito otro libro, y hay días que me siento culpable

Escribir es un arte tan difícil como cualquier otro, pero vender y promocionarse lo es mucho más, o al menos lo es para mí.

Hace cosa de un par de meses terminé mi sexta novela, ahora intento colocar la quinta, mientras empiezo a dar la cuarta por imposible (las tres primeras ya están sueltas por el mundo). Y qué distinta es la sensación a cuando publiqué mi primera, Hermanos y reyes. El día de su presentación, allá por un lejano 2013, lo cuento entre los más felices de mi vida.

No es que por entonces hubiera conseguido publicar con un gran sello, pero sí tenía editor, cantidades ingentes de ilusión y, sobre todo, mi inocencia a salvo. Sin duda alguna debía pensar que era un primer paso hacia el estrellato (o tal vez no, nunca he sido demasiado triunfalista) de otros muchos que ya no tendrían freno.

El caso es que hoy, ocho años más tarde, la cosa es bien distinta. Cuando por fin tengo Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso entre mis manos, tengo claro que no haré presentación alguna, ni por todo lo alto ni por todo lo bajo. Y ni siquiera tengo especiales ganas de anunciar a los cuatro vientos que he publicado otra novela. Tan solo querría tiempo para ilusionarme en otras tramas, otros personajes, otras obsesiones. Y sin embargo.

Y sin embargo, aquí estoy. Porque bien sé que es hora de mover y publicitar y dar la brasa con mi nueva obra, pues al fin y al cabo forma parte de lo ineludible. Y sobre todo, porque creo que he escrito una buena historia, que además, me ha costado mucho esfuerzo y merece al menos la oportunidad de sus lectores.

Así que aquí estoy, tecleando estas líneas, en la contradicción de pediros a los de siempre y a los que se quieran sumar, que gasten su tiempo y su dinero en Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso, mientras me atenaza la sensación de que podríais hacer algo mejor con vuestras horas y vuestra economía.

Aunque si me da por pensarlo un poco mejor, me terminan de convencer las ganas para subrayar que ya sois mayorcitos para saber lo que queréis hacer, que mi novela es un artefacto literario bastante digno, y que leer e invertir en un libro solo hace daño a los malos. Así que adelante, leedme, leedme, benditos.


Filosofía para resistir, comprender y pelear

En un mundo como el nuestro donde se habita en lo inmediato, en la urgencia y en la necesidad de lo práctico, resulta comprensible que la Filosofía haya sido arrinconada y se le eche paladas de desprecio bajo las acusaciones de ser difícil, aburrida y de estar pasada de moda. Pero que resulte comprensible de acuerdo a los cánones que nos imponen no quiere decir ni mucho menos que sea verdad y, como me gusta nadar a contracorriente, aunque sea solo por molestar, vengo a presentar tres obras muy breves (digamos que la más larga no se llevaría siquiera dos horas de vuestro tiempo) y de lenguaje relativamente sencillo (digamos que solo requerirá prestar una atención debida), pero de una importancia tal, que quien las lee mejora automáticamente su capacidad de resistencia, de comprensión y de pelea. Y si con la que está cayendo no consideran esa mejora como algo urgente y necesario, pues qué quieren que les diga, mejor no sigan leyendo.

 

“El mito de Sísifo” Albert Camus (tiempo estimado: ni 15 minutos).

Camus publicó en 1942 su ensayo “El mito de Sísifo” para exponer su visión del absurdo, que contribuiría y mucho a asentar el existencialismo (junto a las obras de Sartre y de otros pensadores), un planteamiento de la vida más que necesario en plena II Guerra Mundial y durante una posguerra más que Fría, helada. La Historia nos obliga a hacernos determinadas preguntas y en esos años resultaba necesario más que nunca responder a la acuciante, ¿por qué no suicidarse? Sobre ese punto de partida reflexiona Camus.

Sin embargo, ni siquiera vengo a invitarles a leer todo el ensayo, unas 180 páginas, aunque por supuesto sería la decisión acertada, sino a recomendar encarecidamente el último capítulo, que da título al libro, y donde se nos cuenta que Sísifo, condenado eternamente a subir una roca que caerá de nuevo al llegar a la cima, es definitivamente el héroe absurdo.

Lo cierto es que resulta difícil encontrar páginas donde se entrelacen más bellamente la filosofía y la literatura (solo por eso ya deberíamos honrar a Camus), pero es que además expone una serie de argumentos para superar la sensación de futilidad y sinsentido que nos envuelve tanto ayer como hoy. El absurdo existe, sí, y machaca, también, pero es una condición de posibilidad para rebelarnos, para crear, para sonreírle a la vida y decir, a pesar de todo, todo estará bien mientras respiremos.

Dice Camus al comparar a Sísifo, a Edipo, al Kirilov de Dostoyevski, que “la sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno”, que ellos representan la victoria absurda, que sus destinos les pertenecen después de todo, que la roca del condenado es su casa, que hay que imaginarse a Sísifo feliz.

Pues bien, lo que yo me pregunto y lo que a mí me preocupa es que nosotros, ni antiguos ni modernos, no sé si contemporáneos o postmodernos, o qué sé yo, no podamos decir lo mismo, que nuestra roca ni siquiera sea nuestra, que a pesar de todo, tampoco se esté bien, que no podamos imaginarnos felices más allá de la aparente felicidad en la que tratan y tratamos de envolvernos. Y esto último, los más afortunados… Pero sigamos sin caer en el desaliento, que no hemos venido a caer derrotados.

“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” Friedrich Nietzsche (tiempo estimado: 45 minutos, pero mejor si se le dedica 1 hora).

Solo por conseguir que uno de los lectores de este artículo se ponga a buscar en internet este texto nietzscheano de unas 20 páginas, incluso solo por imaginaros leyendo el primer párrafo, a mí me habría merecido la pena cada palabra que aquí escribo y pienso. Señalaba en Camus que es difícil superar su capacidad para aunar filosofía y literatura, pues bien, el genio alemán lo consigue. Compruébenlo, os reto.

En ese primer párrafo Nietzsche pergeña una fábula donde define toda la andadura de la humanidad como “el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal”, y con todo lo que sabemos hoy que no se sabía por 1873, fecha de su publicación, solo cabe decir que todavía es más cierto ahora que entonces, porque, ¿qué seremos una vez se haya apagado nuestro Sol? O, ¿qué después de que nos hayamos ido a la mierda tras cargarnos nuestro propio planeta? Apenas un minuto en la historia del universo, y uno no demasiado feliz, por cierto.

Sin embargo, mientras ese minuto transcurre, hay que sobrevivir y vivir si es posible y para ello, nos dice Nietzsche, el ser humano está dotado del intelecto, un mecanismo capaz de construir apariencias de verdades absolutas, que lo que esconde en demasiadas ocasiones es un pseudoconocimiento rastrero y mentiroso.

La crítica radica entonces no en lo que se es, pues no podemos escapar de nuestra finitud, de nuestra fragilidad, de una vida en constante cambio, sino en querer pasar por verdad lo que no es sino arbitrario, relativo a un acuerdo lingüístico, o social, donde han intervenido olvido e intereses a lo largo de los siglos para construir dioses, o paradigmas científicos, que sin embargo no desvelan una X que está más allá de nuestras posibilidades.

Pero veamos cómo lo plantea el propio Nietzsche en uno de sus párrafos: “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”.

Las consecuencias de lo que Nietzsche plantea no son nada halagüeñas: vivimos sobre unos cimientos que pretendemos firmes, pero que son arenas movedizas. Es ahora cuando llegará nuestra elección, y donde creo que podemos fracasar o tener éxito en cualquier orilla que elijamos. Quiero decir, podemos abrir los ojos y tratar de bailar en esos temblores, o seguir mintiéndonos hasta que un día despiertas y te derrumbas con todo  el edificio encima. Pero también puede que no sea así, porque estamos hartos de ver a gente que vive toda la vida engañada, y de asistir a desastres donde asumir la fragilidad y donde haber aprendido a danzar, no fue suficiente ni salvó de nada. Así que mi consejo es que si alguien quiere desengañarse, no lo haga mirando el resultado. Y si no, ¿saben cómo acabó Nietzsche?

“Discurso de la servidumbre voluntaria” Étienne de La Boétie (tiempo estimado: dos horas irán mejor que una, o que hora y media).

Hace más de 450 años, en 1548 para ser precisos, un muchacho llamado Étienne de La Boétie escribe este breve ensayo que está hoy considerado como una pieza fundamental del pensamiento (político y social) moderno. Étienne tenía tan solo 18 años cuando la termina (moriría con 33; no se escape que los tres autores que he traído tuvieron vidas breves y su muerte prematura es una tragedia histórica por habérsenos robado quién sabe qué maravillas), y si no hubiese sido por la obstinación de su mejor amigo para que el texto viese la luz, lo más probable es que la obra se hubiese perdido sin remedio. Ese amigo, por cierto, no fue otro que Montesquieu.

Pero más allá de sus avatares de escritura y supervivencia lo que hace grande el “Discurso” es su originalidad y profundidad. Recurriendo a una erudición clásica y bajo un aparente análisis de las formas de gobierno de la antigüedad, se dedica a dar palos a su presente, la Francia de la época, y por extensión, hará un análisis aplicable a toda forma de tiranía basada en el concepto de servidumbre voluntaria. Concepto que expone y desarrolla y que te puede hacer temblar por su (por desgracia) terrible actualidad.

“No un Hércules ni un Sansón, sino un hombrecillo, frecuentemente el más cobarde”, a este solemos servir, nos dice La Boétie, porque si bien es verdad que “al comienzo uno sirve obligado y vencido mediante la fuerza; pero los sucesores sirven sin pena y hacen voluntariamente lo que sus predecesores habían hecho por obligación.” Y vaya, se me ocurre un ejemplo de casi cuarenta años muy doloroso en el que “personificar”.

Y por seguir lacerando las heridas: “es increíble ver cómo el pueblo, desde que se le ha sojuzgado, cae pronto en un olvido tan profundo de su libertad que ya le es imposible despertar para reconquistarla: sirve tan gustosamente y tan bien que, al verlo, se diría que no sólo ha perdido su libertad, sino además ganado su servidumbre”.

Una vez analizada la situación a través de ejemplos de la antigüedad que le permite presentar distintos tipos de tiranos (para así hablar del suyo sin perder la cabeza), y  hablando también de los “nuestros” venideros (sin poder ser consciente de ello, claro), vendrá a exponer la manera de combatirlos. Una manera que lo convierte en uno de los pilares fundamentales del anarquismo (aunque el término resulte aquí un tanto anacrónico). Pero sea como fuere y yendo al grano, se nos dice que “si estáis resueltos a no servir más, seréis libres”.

El análisis de La Boétie será el siguiente, puesto que no son las armas lo que defienden al tirano una vez se ha asentado en el trono, sino el pueblo que se somete por su docilidad voluntaria, debería ser posible liberarse del yugo del opresor, aún sin la fuerza de las armas. El problema principal a resolver sería la ignorancia a la que está sometida el pueblo, y las promesas recibidas de ser, algunos de ellos, los que en un momento dado llegarán a explotar a los demás. Sin embargo, si se lograra no darles nada a los tiranos (¿pueblo unido?), porque cuanto más se les sirve más fuerte se hacen, si hiciésemos justo lo contrario, “si no se les da nada, si no se les obedece en absoluto, sin combatir, sin golpear, se quedarían desnudos y derrotados”.

Desde luego no vamos en esa dirección, ni entonces, ni ahora, pero es curioso que tengamos el camino abierto desde hace tanto, y deplorable que no nos atrevamos a ponernos en marcha de una vez, o de una vez por todas, porque intentos históricos no faltan.

Llegamos al final de las particulares reseñas en las que he querido aventurarme y aventuraros, y aunque supongo que la mayoría se habrá quedado por el camino, tal vez alguna y alguno incluso queráis más. Si fuera así, id a los textos originales, no os quedéis con mis pobres palabras, recordad que todo está en los libros y que a veces solo falta encontrarlos: feliz comprensión, resistencia y pelea. Y sonreíd mientras leáis, que vamos a necesitar de esa suerte y de esa felicidad.


 

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Postmodernismo, sociedad líquida y posverdad, o de cómo todo se tambalea

“La luz mala se ha avecinado y nada es cierto” Alejandra Pizarnik

Mi querido lector, si concibes el mundo que te ha tocado vivir como una encrucijada, tal vez te sirva en tu camino familiarizarte con el cóctel de este artículo, donde presentaré tres ingredientes que combinan a la perfección y que puedes probar a servir (si se te va un poco la olla) en cualquier tertulia más o menos seria, reunión familiar más o menos tensa, o conversación entre amigos con más o menos cañas de por medio, siempre y cuando, eso sí, los temas vayan más allá del fútbol, de la prensa rosa, o de nuestros lamentables políticos. No obstante y ahora que lo pienso, todo lo anterior también cabe en esta misma coctelera. De todos modos recomiendo servir con mesura; hay riesgo elevado de que al poner sobre la mesa el postmodernismo, la sociedad líquida y la posverdad, se te acuse de cuñado, sabiondo, pedante, listillo, repelente… Aunque vuelvo a pensar y me digo que en estos tiempos nunca se sabe y que lo mismo se te tilda de llegar tarde a la fiesta.

EL POSTMODERNISMO

Sin duda es el concepto ingrediente del cóctel más conocido de los tres, el más usado desde hace décadas, el más desgastado y sobre el que se ha escrito hasta el vómito. Sin embargo puede ocurrir que no lo conozcas (al fin y  al cabo es conocido, pero digamos que sobre todo dentro de un mundo académico), o quizá te suene tan solo un poco, o a lo mejor sí sabes de lo que hablo, pero te gustaría poder lucirlo más. Trataré de ayudar sin llegar a aburrir. Trataré.

Me gusta la metáfora que explica el postmodernismo como el viaje a la deriva sobre los restos del naufragio del siglo XX. Pero, ¿qué hubo antes de ese naufragio? Durante muchos siglos los seres humanos viajaron en un barco que no era muy lujoso, pero sí seguro: la religión. Durante varios milenios las condiciones de vida para la mayoría de las mujeres y de los hombres resultaron muy difíciles, pero al menos quedaba el consuelo de tener la certeza de un Metarrelato donde se te explicaba con claridad absolutamente todo; de dónde veníamos, qué nos tocaba hacer aquí y qué nos esperaba una vez muertos. En definitiva, se vivía con unas instrucciones de uso que nos gustasen o no, daban seguridad y eran seguidas por la práctica totalidad de los mortales.

Y son esas instrucciones de uso las que sufrirían en el siglo pasado modificaciones importantes con vistas a quitar el trono a Dios. Que quede claro, no limitarle o encontrarle un espacio más confortable (como veremos que se intentó hacer en los siglos previos), sino sustituirle. Se pretendieron así nuevos modelos de Metarrelato, cambiar el viejo trasatlántico de la religión por otros más potentes, lujosos y acordes a los tiempos. Los fascismos y los comunismos mesiánicos se echaron al mar dispuestos a domar sus aguas. En sus bodegas tenían tantas respuestas, o incluso más, que las que aparecían en los viejos libros sagrados.

En fin, no debería hacer falta recordar las zozobras que esos Megabarcos sufrieron en el siglo XX, pero desgraciadamente la memoria es tan débil, algunos maderos tan insumergibles, y el agua del océano tan insalubre y fría, que no me resulta extraño que todavía hoy tengan una enorme capacidad de seducción en la gente, incluso sin timones, con las cubiertas llenas de agujeros y sin capitanes… aunque me da por volver a pensar y me digo que precisamente no faltan candidatos para gobernar esas astillas y prometer que de ellas harán nuevos Titanics.

Y bueno, ya que estamos reflexiono que el siglo XXI necesita lo contrario de esos capitanes salvapatrias y salvarazas, que lo que necesita con urgencia son Don Quijotes que arremetan contra nuestros gigantes disfrazados de molinos. Pero esta andanza escapa a los límites de un artículo que retomo con el siguiente de los ingredientes.

LA SOCIEDAD LÍQUIDA

La deriva postmoderna ha lamido todas las orillas; filosofía, lingüística, arte, literatura, arquitectura… Y no cabe duda que nuestro segundo concepto bebe en abundancia de la idea de postmodernidad, aplicado a la sociología y traído de la mano del polaco Zygmunt Bauman.

Zygmunt Bauman nos ha dejado recientemente (Poznań, 19 de noviembre de 1925, Leeds, 9 de enero de 2017), pero se ha ido tras erigirse como un asidero firme y lúcido que nos permite entender mejor lo que ocurre en esta sociedad que bautizó de líquida.

La metáfora es realmente buena, precisa y llega como oposición a lo que nos dice que existía antes: una sociedad sólida (o mejor, pretendidamente sólida). Vayamos con ambas para una explicación por contraste. Bauman sitúa el inicio de la modernidad en el terremoto de Lisboa de 1755. Este terremoto, que los sismólogos calificarían hoy de 9 en la escala Richter y que causó entre 60.000 y 100.000 muertos (por cierto, llegó el 1 de noviembre, la festividad de todos los santos, no se nos escape la cruel ironía), fue una conmoción para toda Europa hasta el punto de que la obligó a replantearse sus cimientos: ¿cómo era posible que el buen Dios permitiera un desastre de tal magnitud?

A partir de entonces y a grandes rasgos se produjo una apuesta por la racionalidad bajo la idea de que la naturaleza era ciega, a Dios le importábamos menos de lo que creíamos, y más nos valía ocuparnos de administrar nosotros mismos nuestras cosillas aquí en la Tierra. No se pretendió atacar la fe (al menos no de manera general o radical), sino perfeccionar nuestra singladura por el valle de la vida; la Ilustración, el desarrollo científico-técnico, o el sueño de Goya de que la razón produce monstruos, forman parte de este proceso.

La búsqueda de más solidez frente a lo que ya se tenía, ese es el modelo de sociedad que se persiguió en la Modernidad y que se enfrenta a la sociedad líquida, la actual, la nuestra, esta donde todo se mueve, se desmenuza, cambia. Por supuesto habrá excepciones, pero ya no tenemos una sociedad donde los trabajadores pasan toda su vida en la misma fábrica, o donde naces y te aburres para siempre en la misma ciudad, o donde el amor se rompe por la muerte tal y como pide el cura en el altar, y no a través de un mensaje de wasap. El modelo puede gustarnos más o menos, podemos vivir el ritmo frenético que nos atenaza como una catástrofe, o como un caldo de oportunidades, pero nos guste o no, ahí está agitando sus turbulentas aguas: es nuestro tiempo.

El tiempo de la precariedad, del individualismo más recalcitrante, del poder de los Estados-Nación evaporado por el Mercado Global, del todo a cortísimo plazo, de la imposibilidad de planificar el futuro… En fin, si no éramos ya suficientemente frágiles, pues tomemos dos tazas. Así las cosas, me apetece pensar que comprender nuestro tiempo nos ayuda a levantarnos cada vez que se nos arroja contra el suelo. Un suelo duro, pero no lo olvidemos, lleno de barro. Y el barro ensucia, pero también amortigua.

LA POSVERDAD

A riesgo de cruzar el límite de la metáfora me atrevo a pensar que el postmodernismo es una concepción de nuestro tiempo hecha a vista de águila, que la sociedad líquida nos explica el modelo de sociedad que tenemos desde una distancia cercana, y que la posverdad adentra y profundiza la mirada en un campo concreto: la política.

Quién le iba a decir el dramaturgo Steve Tesich, cuando en 1992 usó por primera vez el término de posverdad para escribir sobre el escándalo del Watergate y de la Guerra del Golfo, o a David Roberts, cuando en 2010 lo cargó con el significado actual, que el “Diccionario Oxford” nombraría a este concepto la palabra internacional del año 2016.

Ese mismo diccionario, que señala un incremento del uso de la palabra del 2000% en comparación al 2015, define que la posverdad “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. O lo que es lo mismo, que la verdad importa menos que los sentimientos. O todavía más resumido, que quien grita mejor, se lleva las elecciones.

Efectivamente, bajo esas definiciones Trump se ha erigido como el máximo exponente de la posverdad. Pero antes de él se ha utilizado para tratar de explicar el Brexit, o el fracaso del referéndum sobre las FARC en Colombia. Es decir, que se ha utilizado para tratar de explicar unos resultados electorales que antes de producirse parecían improbables, cuando no imposibles.

Y es que una de las características que veo en la posverdad es que siempre llega tarde, nos explica el fracaso, pero no lo previene. Nos dice, hay mentiras mucho más creíbles que la verdad, incluso nos puede señalar cuáles y por qué, pero eso no cambia un resultado donde el problema no está en la diferencia de fuerza (Clinton no tenía precisamente menos apoyos que Trump, y lo mismo ocurría en los otros casos paradigmáticos). ¿Es entonces la pura estupidez de la gente en un grado máximo? No lo creo, aunque tenga la tentación de decir que por supuesto. Simplificar las cosas viene bien para dejar tranquilo nuestro esfuerzo racionalizador, pero la posverdad solo toca tangencialmente un fenómeno mucho más complejo; la crisis de nuestra sociedad y de nuestro tiempo.

Pienso (reconozco que a estas alturas ya estoy agotado) que para entender la deriva y el desastre que nos envuelve, toca trazar el camino a la inversa; de la postverdad a la sociedad líquida y de esta al postmodernismo. Sostengo que la mirada debe ir de arriba abajo y de abajo arriba para comprender el objeto que se mira. Pero que también debe tomarse tiempo (lo que va en contra de nuestros días), e incluso valor y originalidad (reclamo de nuevo la figura de don Quijote). Al final, el esfuerzo que se requiere para comprender el mundo que nos atenaza es tan enorme y la coctelera te deja una resaca tan jodida, que solo unos pocos eligen no acabar (exclusivamente) sumergidos en el fútbol, en la prensa rosa, o en quedarse con una política que vaya más allá del insulto y del, “y tú más”. Pero a mí pónganme otro chupito, que ninguna resaca me enseñó nunca demasiado.

Abismo (Poema).

Siempre digo lo que pienso

De entre todas las mentiras que acostumbrarnos a decirnos, la de siempre digo lo que pienso es una de las más manidas, sobadas, recurrentes, aburridas. Lo veremos en breve, o intentaré que se vea; yo diré cualquier cosa para que vosotros entendáis lo que os apetezca, en ocasiones debe ser así, a veces solo puede ser así. Pero no nos desviemos del tema. En apariencia la frasecita de la sinceridad ante todo viste bien, no lo niego, pero solo si la miramos de lejos, porque si decidimos acercarnos sus ropajes ya no combinan tanto.

No se me acuse (al menos no todavía) de promover la mentira, de apoyar la hipocresía, de incitar al cinismo. Solo pretendo ser sutil. Tan sutil como la dinamita. Y es que tengo mis dudas de que el ser humano sea el único animal racional (sospecho que no soy el único), pero ninguna de que somos el único que miente y que se miente de manera abrumadora.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que es imposible. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, casi metafísica: somos capaces de pensar una cosa y la contraria en tanto que la contradicción es intrínseca a nosotros. A veces es cuestión de confusión, de no haber pensado lo suficiente sobre un tema, o de haber pensado precisamente demasiado. Pero en cualquier caso ahí está, como un quiste inextirpable, anexo en nuestro viaje.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que no es aconsejable. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, de supervivencia. Decir en todo momento lo que se piensa de tus padres, de tus amigos, de tus enemigos, de tus jefes, de tu pareja (a veces lo anterior se combina en diferentes cócteles), significaría un suicidio social. Y no solo social, sería como saltar a las vías del tren cuando este pasa. Un tren por cierto de alta velocidad.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que es poco ético. Por ejemplo, por una cuestión, digamos, de generosidad. La sinceridad está sobrevalorada. Al menos si por «sinceridad» entendemos dar tu opinión a costa de hacer daño. A veces ni siquiera se busca la verdad, sino inflar el ego (y todos deberíamos saber que hay motivos todavía mucho peores para la verdad). Callarse a tiempo puede ser un ejercicio de empatía, de solidaridad, de respeto.

Decir siempre lo que se piensa no es que sea mentira, es que encima resulta feo. La belleza del silencio es incuestionable. ¿Cuántas veces no es preferible callar a la obviedad? ¿Cuántas no es mejor no decir, si lo que pensamos es aburrido y antiestético? Decían los clásicos que «verdad» y «belleza» caminan de la mano, y que descubrir ese camino era el conocimiento. No estoy del todo de acuerdo con esa idea y pienso que es otra forma de engañarse, pero vaya, los clásicos se engañaban de una manera hermosa.

Sencillamente creo que «siempre», «decir» y «pensar», no hacen el mejor de los tríos, y que puestos a hacer uno, todas las partes deberían sentirse a gusto. Y dicho esto, ya dije lo que pienso, como siempre.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

Carta de amor a la Filosofía

¿Qué me ha enseñado la filosofía?

De Immanuel Kant aprendí que somos unos ineptos con cierta capacidad para la paradoja; nunca podremos resolver la pregunta de si hay dios o no, de si tenemos alma o nada, de si existe libre albedrío o todo está jodidamente escrito. La ciencia dirá que es cuestión de tiempo, la religión que tengas fe, Kant, que sencillamente nuestra capacidad para conocer esas respuestas tiene su límite, que no está preparada para resolver tales disputas, y que sin embargo, estamos programados para preguntarnos una y otra vez sobre eso mismo que no somos capaces de resolver. Podemos llamarlo también eternas arenas movedizas.

De Friedrich Nietzsche aprendí mucho. Por ejemplo, que si Kant hubiera escrito de modo más inteligible y literario, la Historia sería bien distinta, quizá mejor, seguro que más bella. Tal vez exagero. Tal vez no. Pero sigamos con Nietzsche y algunas de las enseñanzas que me ofreció, como esa  por la que el dolor físico y los fracasos rotundos (para ejemplo los suyos, especialmente los suyos) no deben importar, o incluso pueden llegar a anhelarse cuando a cambio se concibe el eterno retorno de lo mismo. Con su actitud aceptaba el sufrimiento, la enfermedad, la locura, a cambio de la intensidad, de la lucidez, de afirmar por encima de todo y a pesar de todo, la vida.

También me enseñó que leerle me hace más despierto, y que la idea del superhombre es la voluntad de una flecha lanzada al infinito, donde la flecha debe ser cada uno de nosotros, y el infinito nuestra capacidad de superarnos. El Übermensch es luchar por romper nuestras propias barreras y nuestros límites. No siempre se le enseña así. Lo sé. Así es. Es una pena. Es asombroso.

Al principio fue el asombro. Lo dijeron los presocráticos. Y por eso y porque fueron un paso más allá en las respuestas que hasta entonces daban las mitologías, mi total respeto. Por cierto, también un presocrático me enseñó a rechazar definitivamente la forma antropomórfica de dios con su argumento de que si los caballos tuviesen manos y supiesen dibujar, dibujarían a sus dioses con forma de caballo. Sencillo, brutal.

Brutales fueron Platón y Aristóteles. Hay que leerles a ellos y a los que llegaron después para entender esa frase que apunta que toda la filosofía occidental no es sino notas a pie de página a las obras de estos monstruos. Quizá no esté de acuerdo, porque habría que incluir también a la no occidental. Son una escalera a cualquier ventana que dé al conocimiento.

De la escalera del conocimiento habló Ludwig Wittgenstein para pedir que una vez estuviésemos arriba, la arrojásemos bien lejos. La filosofía ha muerto, proclamó en cierta manera. ¿Fue el último filósofo? Una respuesta es que él mismo no dejó de hablar filosóficamente después de pretender haberse deshecho de la escalera. Revolucionario, sí, brillante, también, saludable a la hora de introducir una sangría necesaria a tanta metafísica, por supuesto. ¿Pero acaso no le había contestado ya Kant? Estamos condenados a la filosofía (¿la escalera?). Peores condenas hay. Eso seguro. Además, no es tan fiera, ni tan aburrida, ni tan complicada como la pintan.

Sobre la complicación nos dio ya Occam el mejor de los consejos con su ilustre navaja, acero forjado por el siglo XIII y todavía perfectamente afilado; si hay dos o más explicaciones, en igualdad de condiciones la más sencilla será la más probable. ¿La filosofía no puede ser práctica? Prueba a aplicar este principio en tu vida y verás cuánta mierda te ahorras.

De otro cristiano de lo más fervoroso, san Agustín (no se pierdan eso sí su vida antes de su conversión), aprendí que el problema al que todos nos enfrentamos a diario no es precisamente nuevo: que sepamos lo que debemos hacer no sirve precisamente para que lo hagamos. En términos religiosos podemos expresarlo como que saber cuál es el camino del bien no sirve para mucho, si acaso, para culparte cuando eliges el camino del mal. Suele ocurrir que en cuanto tenemos conciencia del mundo, la fe no basta. Así fue al menos en mi caso.

A falta de fe tuve que aprender de otros que no fueran Dios. Sartre llegó en el momento justo ¿Cuánto no me ha mostrado? Sobre el peso de la libertad y de la responsabilidad, sobre la necesidad de elegir, sobre hacer, sobre qué hacer. Y con Sartre y el existencialismo, y con Camus y su Sísifo como paradigma de resistencia, aprendí a sonreír frente al absurdo. Es difícil pedir algo más intenso. Y sin embargo me lo ofrecieron. Me enseñaron el camino. Porque especialmente Sartre, Camus y de nuevo Nietzsche, me señalaron que literatura y filosofía pueden ir de la mano. Y deben ir de la mano. Al menos, otra vez, en mi caso.

No hay dos sin tres, y vuelvo al alemán para ponerle en otro trío, esta vez junto a Karl Marx y Sigmund Freud. Ellos fueron catalogados célebremente como los maestros de la sospecha. Sospecharon y demolieron la conciencia como hasta ese momento se entendía. Desde tres puntos de vista distintos. Para nunca más volver a ser nada igual. Solo un ignorante puede decir que la filosofía es inerme. Marx nos enseñó cómo la estructura de la economía domina y falsea las relaciones que nos damos entre nosotros. Por si fuera poco, dijo que había llegado la hora de cambiar el mundo y no solo de interpretarlo como había ocurrido hasta ese momento. Y todo cambió. Freud, por si no fuese todo ya suficientemente complejo, nos arrojó a la cara el inconsciente. Un siglo largo ha pasado desde entonces y todavía hoy no sabemos muy bien qué hacer con esa bomba que habita en nosotros, incómoda, inconmensurable. Nietzsche, que destrozó y desbrozó y desarmó tanto, construyó, como también construyeron sus parejas de baile (por eso se les recuerda especialmente y no solo por hacer con su dedo en la llaga, un infierno), una nueva música. Y en la desvalorización de todos los valores supo ver que teníamos mucho por hacer, y él desde luego construyó más sentido y me atrevería a decir que incluso esperanza, que la mayor parte de sus enemigos, declarados o encubiertos.

Sí, la filosofía es peligrosa y peligrosos son todos los que he mencionado antes y mencionaré ahora. Como Jung y su capacidad para alcanzar cualquier rincón con su mirada universal. Como Foucault por hacer arquitecturas de conocimiento casi imposibles que desestructuran lo que hasta ese momento había sido evidente. Como Unamuno por enseñarme a borrar los límites entre la ficción y la realidad en su niebla. Como Ortega y Gasset por mostrarme el corazón de lo español, de lo europeo, de la masa. Como Simone de Beauvior demostrando que el feminismo había venido para quedarse porque sencillamente es lo justo. Como Hanna Arendt enseñando que el mal es banal, que el mal es cada uno de nosotros huyendo de las decisiones éticas que debemos tomar. Como Stirner por dibujar el camino del anarquismo. Como Spinoza, como Hegel, como Schopenhauer…

Todos ellos y muchos más maestros de la Historia en el mejor de los sentidos y atacados y reducidos hoy en nuestro sistema educativo por la peor de las formas: desde el desprecio y la ignorancia. ¿O tal vez no se trata de ignorancia? Porque no se puede tratar de tanta ignorancia. No cabe tanta ignorancia sino en una estrategia interesada, tal vez burda, mediocre, pero nunca sin propósito, nunca ignorante.

Pero da (relativamente) igual. La Filosofía no ha muerto y no va a morir. Forma parte de nuestro ADN. La filosofía es muchas cosas, entre otras, buscar la pregunta adecuada y cuestionarse la respuesta que parece definitiva. Y en España no hay nada menos definitivo que un Plan de Estudios. En cualquier caso la filosofía traspasará las fronteras que se le pongan por medio y atravesará los muros que haga falta. Ya se encargará de un modo o de otro de seguir respirando, porque también, la filosofía es bella, y la belleza siempre encuentra un camino para resistir.

Todo esto, y mucho más, me ha enseñado la filosofía.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 28.06.16

Peligro de extinción

Hoy no vengo con un relato bajo el brazo, hoy vengo con una arcada, con una exageración. Pero no descarto con ello encontrar algo de verdad: en estos tiempos que corren los niños son una especie en peligro de extinción. Y no me refiero a un problema estadístico.

Uno puede pasear por la calle y encontrarse a muchos de ellos, en las escuelas e institutos todavía hay bastantes ejemplares, e incluso en los parques de toda la vida (esos de tierra y columpio) queda alguno. Pero no nos engañemos, son más bien niños de pega, de cartón piedra que si se les rasca se les desfigura la escasa inocencia y lo que viene a surgir son códigos de barras en miniatura.

Los niños, qué desastre, quieren ingresar cada vez antes en ese club llamado  «ser adulto», y nosotros les empujamos ahí con nuestras acciones al tiempo que les decimos con nuestras palabras todo lo contrario, esto es, les decimos  que deben vivir su infancia pero no hacemos que crean en ella. Nunca nos hemos sabido mejor la teoría y hemos aplicado peor la práctica.

¿Quién de nosotros (hablo de adultos responsables, formaditos y con las mejores intenciones) no sabe que el reino de la infancia es sagrado y que hay que hacer todo lo posible por conservar la magia? Y sin embargo las estadísticas arrojan una sombra tras otra; cada vez los niños comienzan a beber antes, a fumar antes, a follar antes, a pegarse antes, a matarse antes y a «querer ser mayores» cuanto antes.

Quizá mi visión pesimista (la es, por si no había quedado claro) viene forzada por el sector de niños con el que trabajo, aquellos que se encuentran en riesgo de exclusión social. Pero sospecho que no hay excesiva diferencia con respecto al núcleo que podemos llamar, «niños criados en condiciones de normalidad» y es que después de todo, unos y otros comparten los patrones comunes de nuestra sociedad.

Al menos en el primer mundo, a menudo resulta más fácil llevarse a edad temprana un móvil al bolsillo, que a la boca un pedazo de comida saludable. Y por supuesto el móvil es un símbolo de la sobreabundancia tecnológica que se filtra por cada poro, ese exceso que ha hecho desaparecer las formas lúdicas tradicionales (¿quién ve hoy en día en un parque unas chapas, unas canicas y hasta un escondite?) ese que permite acceder a imágenes y músicas y vídeos de todo tipo a menudo sin control, y ese que puede adoptar los nombres de tantos «dispositivos» que resulta difícil estar al día y hasta a la hora.

Y si el gusto por la tecnología es un patrón, qué decir de la sexualidad, o mejor, de la hipersexualidad que padecemos. Están muy bien todos los talleres, asignaturas y discursos grandilocuentes y adaptados que se imparten sobre la educación en igualdad y sobre la no discriminación por sexos, pero la realidad es que el machismo campea en las aulas como nunca, la homofobia entre muchos jóvenes es moneda de cambio y las relaciones sexuales se experimentan a menudo desde la desinformación, el riesgo y hasta el miedo.

Llegar a la violencia tras el camino andado no tiene mucho misterio. El acoso, el bullyng, los suicidios infantiles, la cantidad de niños diagnosticados con trastorno disocial, la cantidad de ellos que serían diagnosticados con ese trastorno o con alguno similar si todos acudiesen a consultas psicológicas, sería escandaloso, casi demencial.

Digo yo que algo estaremos haciendo mal y muy mal y que tanto padres, como agentes sociales y educativos, como esa otra especie en peligro de extinción llamada políticos honrados y consecuentes, deberíamos hacer y logar más de lo que logramos y hacemos.

Permitidme que termine de vomitar poniendo mi última arcada encima de la mesa: Hemos derribado los puentes que separaban la distinción entre el valor y el precio, y hemos dejado a los niños en la orilla equivocada, una orilla equivocada en la que también estamos varados los adultos.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 22.03.16