Desde hace un mes me encuentro vago y perezoso como el perro más cínico de Diógenes el perro, pero me veo obligado a retomar la palabra tras disfrutar de «Hierro 3».
Venas y Cine
Senderos de gloria
«Senderos de gloria» Stanley Kubrik 1957
Doce hombres sin piedad
«Doce Hombres sin piedad», de Sidney Lumet (1957):
Una experiencia cinematográfica que salva todo un fin de semana; ya podría haberse cernido todo el gris sobre mí, que esta película me habría rescatado de las sombras. Y lo cierto es que me ha dado las alas que este fin de semana no pudieron nacer a causa del trabajo y el encierro. No hubo cerveza, ni risas, ni conversación. Hubo cine y letras, y aunque los ingredientes fueron buenos, y aunque sobrevivía con un aprobado raspado pero al menos sin suspender, esta película pone una guinda al fin de semana que lo convierte en notable y me lleva a la cama con una sonrisa de asombro y agradecimiento al séptimo arte.
“Doce hombres sin piedad”, está claro que el título es un gancho, pero es aún más evidente que no es cierto, no se trata de la lucha de once malos contra uno bueno, sino la de uno honrado contra el mundo; el mundo de los prejuicios, del miedo, del que dirán, de la necedad, de la vanidad, de la prepotencia. El protagonista, Henry Fonda (vean la película aunque sea para conocer su nombre “real” al final de la peli) no transforma al resto o los convence, sino que incendia el mundo a pequeña escala, a una de la que dependen muchas vidas, todas aquellas que penden del hilo sucio y mugriento de la pena de muerte. Y en ese incendio, esos once queman un sobrepeso que les impide preguntarse realmente por el valor de una vida humana. Tras la deliberación, sienten que el humo del incendio ya no pesa, y respiran mejor.
La película acaba y sí, quizá el acusado sea culpable, pero la duda razonable está instaurada sobre el poso de las conciencias, y éstas ya son incapaces de mandar a nadie a la silla eléctrica tras limpiar sus corazones de las manchas con las que cada día nos envenenamos.
Gracias cine.
Freud pasión secreta
«Freud, pasión secreta» John Huston, 1962
Acabo de ver “Freud, pasión secreta” y sirve una vez más para corroborar mi teoría autobiográfica de que vivo en varios mundos al tiempo, y lo mejor, que si en ocasiones me causa estragos, la mayoría en cambio me encanta.
Pensar que una peli de 1962, con 29 años como tengo y en pleno 2010, me hace recorrer por la espina dorsal un disfrute inmenso, me llena de placer. Verla un jueves cargado con alguna que otra cerveza y en soledad me esboza una sonrisa y me dice friki, y a mucha honra.
Pero el mérito verán que no es mío, pues al fin y al cabo hablamos de una peli sobre Freud, ese gran genio que nos desveló parte de los secretos de la psique humana, y sobre todo nos abrió la puerta y nos empujó dentro del inconsciente. Hablamos de una peli dirigida por John Huston, y hablamos de un guión en el que trabajó Sartre (aunque al final no aparezca en los créditos). Está claro que tres genios no pueden dejar indiferente a nadie por más que se lo proponga y a poco que tenga un poco de seso, y sumemos aún a Montgomery Clift en el papel de Freud, sencillamente soberbio.
Historia, psicología, filosofía, cine, y muros morales derribados con la maza de la pasión por la verdad. Dan ganas de echarse a temblar de puro gusto. ¿Recomendarla? No sé qué decir, si les gusta algo de lo anterior por supuesto, si no, andará caduca para un gusto que será tan respetable como el mío.
Ahora tres momentos concretos que no se si serán inolvidables pero que desde luego escribo para no hacerlo. El primero cuando Herr Meiner le dice a Freud que debe traicionarles, que él ha sido fiel a su clan, el de los neuróticos, y que ahora, a las puertas de la muerte, se arrepiente por fingir un personaje que no es él, así las cosas, le pide a Freud, al que reconoce como neurótico, que les traicione, que se enfrente al dragón de la mentira, al fuego que devora la verdad.
El segundo lo protagoniza Freud con su mujer, ésta está asustada porque las mujeres de todos los médicos de Viena murmuran sobre las preguntas que su marido hace a los pacientes, motivo por el cual muchos le abandonan. Ella le dice que él es el único médico de la ciudad que hace esas preguntas (en ningún momento se especifica el contenido sexual de las mismas pero es algo que se sobreentiende), y Freud contesta con aplomo, seriedad, sin sarcasmo y firme, que probablemente será el único de todo el mundo.
El tercero llega al final, con el genio frente al mundo exponiendo sus blasfemas teorías, con un Freud seguro de partir en mil pedazos la piedra de la oscuridad que todos los médicos de su época se empeñan en engarzar de nuevo.
Para acabar calificar a la cinta de sorprendente y no por otra cosa que por reflejar de manera soberbia un capítulo de la historia que para variar acabó bien: el genio venció a todos, incluso asimismo.