A continuación se toparán con algo quizá extraño, aunque probablemente discrepemos en la sustancia de esa extrañeza. A continuación se encontrarán con una cita, eso sí, de unas cuantas páginas. Se encuentran al final del libro «Lenin, una biografía» que Díez del Corral ha escrito en mi opinión con una total maestría. El por qué de tomarme la molestia de pasar al blog estas páginas finales se debe al estado anímico en el que me encontraba tras acabar el libro; un estado de gratitud por habérseme hecho ver con mayor claridad la figura de Lenin y de la historia de Rusia en aquella convulsa y definitoria época, así como por meterme el gusanillo de querer seguir inquiriendo en aquel mundo ya tan lejano. Lo que hago en el fondo no es sino una invitación para que vosotros hagáis lo mismo de modo que podamos eliminar muchas mentiras que la visión ganadora de la historia nos ha metido bien adentro. Es cierto que exige bastante esfuerzo pero el precio de la independencia intelectual cuesta más que todo el oro del mundo. No quiero seguir hablando pues lo que sigue se expresa por sí mismo, si bien…
¿Estoy quebrantando la ley por presentar estas líneas? No tengo ni idea. Desde luego no hay ánimo de lucro, y en todo caso sólo puede beneficiar al libro y a su autor en tanto que hago publicidad de los mismos. En cualquier caso no creo que moleste al escritor, y eso es lo que me importa, si así fuera, lo retiraría inmediatamente.
«A MANERA DE CONCLUSION
Sorprendente, aunque sin embargo anunciada ya de atrás por signos varios, la caída del muro de Berlín, minados sus cimientos por esas aguas subterráneas que preceden siempre a los grandes derrumbes y corrimientos de tierras, no fue solo el inicio del derrumbe del comunismo. Fue, también, el acta de defunción de una era histórica. 1989 anuncia el paso de lo que ha sido nuestra Edad Contemporánea a la edad, digamos, post-contemporánea. En este sentido, Lenin no es para nosotros ya pasado sino . Así, desde el punto de vista del -esa impalpable, pero real, amalgama de valores, tendencias y sueños de una cultura y una sociedad en un tiempo histórico determinado- nos encontramos frente a él de manera muy semejante a como él encaraba el mundo y la sociedad occidental de su época, lo antiguo, lo ruinoso, frente a la revolución comunista que los bolcheviques representaban, el porvenir, lo nuevo. Con una importante salvedad: que frente a nosotros no se dibuja aún nada que represente porvenir alguno, y lo que viene, más que futuro, por el momento se anuncia como una interminable serie de y más , prefijo por cierto de muy morados ecos funerarios. Por lo demás, lo que Lenin tomaba como inicio de nueva época en la historia de la humanidad resultó en definitiva ser la marca de la casa de la modernidad que su época representaba.
En cualquier caso, y esto es lo que se quiere aquí subrayar, ese carácter de que para nosotros tiene hoy el leninismo y el modelo de revolución que inaugura –cuestión distinta es que el pasado, por serlo, tenga o no que ser mejor o peor que el presente- invalida todo análisis y valoración de lo que representó y todo juicio sobre su significación histórica realizado con categorías del presente. Es obvio: ni personas ni ideas son realmente comprensibles aisladas de las situaciones concretas que las moldean y los contextos histórico-sociales concretos en que nacen y se forjan. El sujeto psicológico es inseparable del sujeto sociológico. (Lo que naturalmente no elimina el libe albedrío ni la responsabilidad que éste funda. La responsabilidad, y la posibilidad, también, de error o acierto en el comportamiento personal que su existencia permite.)
Los paradigmas, por así decirlo, políticos que conforman la acción de Lenin no son los mismos que los imperantes en nuestra época. Prometeo, para que nos vamos a engañar, está hoy muy mal visto y nadie espera ya –a Dios gracias- Mesías alguno. La sola certeza a la que nos podemos agarrar –o colgar, depende- es la de la incertidumbre de lo por venir: Y si desde 1917 hasta 1968 –por fijar dos hitos históricos- el ideal de la izquierda ha circulado bajo el signo de la igualdad, de entonces acá parece situarse bajo el signo de la libertad. Excepciones aparte respecto al predominio de la , puede afirmarse, en efecto, que del modelo productivista hemos pasado al modelo ecológico, de la mística insurreccional al más modesto anhelo participativo y de las metas rupturistas a los caminos consensuados o, lo que es lo mismo, al disenso controlado. Simétricamente a la de la derecha, la izquierda revolucionaria ha ido cediendo el paso a la izquierda dialogante, a la izquierda, también, liberal. El mercado es rey. La economía prevalece sobre la política, y la imaginación informática, por necesidades del guión, ha sustituido a la imaginación política revolucionaria. De la hemos pasado curiosamente al poder de eliminar la imaginación. Y la idea misma de revolución como enfrentamiento político que divide de un tajo la sociedad entre amigos y enemigos, como colisión irreparable entre clases irreconciliables, ha sido sustituida por las de , , etc. Lo que no implica, por lo demás, la desaparición de algunas o muchas de las condiciones que alumbraron aquella idea de revolución, que por el contrario subsisten y persisten, ni de las propias clases sociales, que siguen asimismo hoy existiendo en Occidente y fuera de Occidente.
Hechas estas elementales consideraciones, y situados en la perspectiva histórica que Lenin ocupa y desde la que actúa, cabrían en todo caso algunas reflexiones en torno a la Revolución de Octubre y su guía y principal actor. Y para empezar la relativa a esa opinión tan extendida que hace de él un demiurgo –un demonio más bien- que habría creado la revolución como Dios creó al mundo, con la diferencia que Dios lo creó, al parecer, en seis días, mientras que Lenin habría dejado todo listo en un par de semanas. Teoría que tiene la ventaja, a la hora de pasar factura por el pasivo, y mientras se pega fuego al activo, de poder pasársela directamente a Lenin. Ocurre solo que, en rigor, más que de la Revolución de Octubre, Lenin es criatura –excepcional y de decisiva importancia, desde luego- de un largo y complejo proceso histórico revolucionario. Crea, sí, las condiciones para que esa revolución se produzca, la pronostica y la hace posible, pero él mismo es resultado de ese proceso y va modelando su acción, como se ha señalado, a medida que la revolución se va produciendo.
La segunda reflexión sería que, pese al fiasco histórico –relativo en cualquier caso- que el movimiento comunista haya podido suponer, y contrariamente a lo que una historiografía más o menos de moda y de mayor o menor calidad afirma, ni todo el comunismo puede reducirse a estalinismo ni fue, para millones de hombres, ninguna en el sentido exclusivamente negativo de espejismo o percepción falsa de la realidad. La lucha contra el fascismo, y por la democracia, realmente existente y protagonizada por el movimiento comunista no fue precisamente un espejismo. Ni la victoria del pueblo soviético –lograda en nombre del comunismo, no se olvide-, sobre el nazismo, decisiva en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Ni el gran salto adelante económico, cultural y social que en tantos casos supuso, empezando por el de la propia Rusia hasta convertirla, de un Estado en descomposición que había sido, en la segunda potencia industrial del mundo. Ni la liberación material de grandes masas que, antes sin trabajo ni pan, con el comunismo y por el comunismo los tuvieron. Por lo demás, el progreso social logrado en Occidente es difícil de imaginar sin esa revolución execrada hoy por tantos. La semana de 40 horas, comino ya de las 35, las vacaciones pagadas, la sanidad y la enseñanza públicas, entre otras muchas mejoras sociales decisivas –esas que hoy el liberalismo en plaza intenta precisamente demoler-, y que culminarían en el famoso , ¿habrían sido acaso posibles sin la presión de ese fantasma que recorría, no ya Europa, sino el mundo, y que con la revolución soviética no resultaba ya tan fantasmal?
No parece, en efecto, que nada de esto haya sido una . Sí lo fue en cambio, y para enormes masas, en el sentido positivo del término, en el de esperanza en una sociedad verdaderamente humana. Aunque, como tantas veces ha ocurrido en la historia, esa espléndida promesa se produjera y desplegara al tiempo con el sufrimiento y opresión traídos por el propio movimiento que lo hizo germinar. Suele ocurrir.
En cualquier caso, ese furioso reduccionismo a la moda que por una parte tiende a igualar toda idea del comunismo con el Gulag y, por otra, a hacer de Lenin en última instancia responsable del propio estalinismo, más allá del democrático entusiasmo que los reduccionistas muestran por la denuncia del , funciona como útil operación ideológica al servicio del orden constituido. Al hacer maleza de todo el monte, no solo se los infiernos económicos y sociales del liberalismo realmente existente -18 millones de parados y 50 millones de pobres, solo en el europeo- hasta convertirlo en el mejor de los mundos posibles, sino que se volatiza además, en el azufre indiscriminado de aquel , el ideal político y moral que en todo caso el concepto de comunismo representa. Así, tras el derrumbe, la lapidación del socialismo real lleva consigo la siega en agraz de toda aspiración igualitaria. Vade retro.
Por lo demás, la conversión más o menos expresa de Lenin en progenitor de Stalin, no parece, la verdad, un juicio demasiado legítimo. Pues una cosa es que el Estado que Lenin puso en pie –entre otras razones, obligado por un bloqueo y una intervención militar no precisamente humanitarios, y por una guerra civil en que se dirimía la existencia misma de la revolución y el pueblo revolucionario y que los bolcheviques, desde luego, habrían preferido ahorrarse- resultara un terreno propicio para que pudiera crecer en él la planta del estalinimo, y otra muy distinta hacer de éste algo ya contenido en aquel Estado e inscrito, por tanto, irremisiblemente en el futuro. Por el contrario, habida cuenta de la capacidad de reacción y flexibilidad táctica que Lenin mostró a lo largo de toda su vida, parece lógico pensar –como por lo demás muchos historiadores nada ilusos han señalado- que, de haber vivido, y teniendo cuenta las críticas y advertencias presentes en sus notables textos de 1921-1924, las cosas hubieran ido por otros derroteros muy diferentes.
En fin, por la vertiente izquierda, otra cuestión, y otra crítica, ésta de origen histórico menchevique, plantean asimismo interrogaciones: debido a su radicalismo, Lenin se habría lanzado a una revolución en un país que, por su mayoría campesina y su desarrollo económico, no estaría maduro para ella. Y de ahí que luego ocurriera lo que ocurrió. Tampoco esta apreciación resulta muy convincente. Parece aproximadamente cierto, sí, que, más allá de consideraciones generales sobre el destino de ruina que a todo espera, y con independencia de los muchos otros factores que influyeron en el proceso de pudrimiento del movimiento bolchevique, esa inmadurez resultó desde el primer momento un serio handicap que en alguna medida marcó el destino de la revolución rusa. Cosa, por otra parte, que el propio Lenin llegó a reconocer al final de su vida. Pero así como no se pueden pedir peras al olmo, parece un poco exagerado pedirle a un revolucionario, alguien que ha dedicado su vida entera a la revolución y sus ideales, que en el momento en que esa revolución y la posibilidad de realizar esos ideales pasan al fin frente a su puerta, la deje pasar sin agarrarla y apretarla frenéticamente para que no se escape a la espera mejor ocasión porque todavía no se dan las condiciones perfectas. Mas aún que exagerado, la verdad es que parece un poco idiota. Y los mencheviques que se muestran contrarios a la revolución socialista alegando esa inmadurez que no permitiría saltarse al etapa de la no lo hacen seguramente tanto porque su razón les asegure que eso no es posible, como porque la realidad –es decir, la revolución que en esos momentos se está produciendo ante sus ojos- les niega y desmiente su teoría. En cuyo caso, paradójicamente, los sensatos y tolerantes habrían sido más fanáticos que lo que hubieran podido ser Lenin y sus bolcheviques.
Para acabar, el proyecto leniniano de una democracia no parlamentaria, de clara raíz marxiana, -concebido, no hay que olvidarlo, en el marco general de una propagación revolucionaria europea que finalmente no se produjo-, una democracia obrera y campesina aunque asentada sobre todo en los obreros de la industria, era, sin duda, un proyecto revolucionario que contemplaba la dictadura transicional de la mayoría sobre la minoría explotadora, pero probablemente no tan utópico como posteriormente se ha querido hacer ver. La experiencia de los soviets, la creatividad, el dinamismo, la imaginación democrática y revolucionara que la clase obrera rusa mostró en 1917 y había ya mostrado en 1905 autorizaban la creencia de que tal proyecto fuera realizable. Pero la guerra civil arrasó esa clase y se lo llevó todo por delante. Después, el hambre, la contrarrevolución y el cerco internacional acabaron de apuntillarla. En este sentido sí podría afirmarse, a pesar de la supervivencia de la Revolución de Octubre durante 70 años, que el proyecto de Lenin habría muerto poco después de nacer. Lo que luego duró y resistió fue otra cosa. Tan distinta al menos del proyecto original leniniano como la Unión Soviética post-Stalin de la Unión Soviética de la época de Stalin. Que por lo demás, lo fue mucho.
Y queda, en fin, una última pregunta situada al tiempo más allá y más acá de toda explicación. La más radical. Visto lo visto sobre el destino que ha aguardado a todas las revoluciones ¿, dicho con palabras del propio Lenin en su Más vale poco y bueno, emprender y realizar una revolución, en el sentido también más radical y tradicional de la palabra? Y uno recuerda entonces la ingeniosa frase que hace muchos años oyó a un antiguo correligionario: [1]. Y tanto.
Sin embargo…»
En cualquier caso, y esto es lo que se quiere aquí subrayar, ese carácter de que para nosotros tiene hoy el leninismo y el modelo de revolución que inaugura –cuestión distinta es que el pasado, por serlo, tenga o no que ser mejor o peor que el presente- invalida todo análisis y valoración de lo que representó y todo juicio sobre su significación histórica realizado con categorías del presente. Es obvio: ni personas ni ideas son realmente comprensibles aisladas de las situaciones concretas que las moldean y los contextos histórico-sociales concretos en que nacen y se forjan. El sujeto psicológico es inseparable del sujeto sociológico. (Lo que naturalmente no elimina el libe albedrío ni la responsabilidad que éste funda. La responsabilidad, y la posibilidad, también, de error o acierto en el comportamiento personal que su existencia permite.)
Los paradigmas, por así decirlo, políticos que conforman la acción de Lenin no son los mismos que los imperantes en nuestra época. Prometeo, para que nos vamos a engañar, está hoy muy mal visto y nadie espera ya –a Dios gracias- Mesías alguno. La sola certeza a la que nos podemos agarrar –o colgar, depende- es la de la incertidumbre de lo por venir: Y si desde 1917 hasta 1968 –por fijar dos hitos históricos- el ideal de la izquierda ha circulado bajo el signo de la igualdad, de entonces acá parece situarse bajo el signo de la libertad. Excepciones aparte respecto al predominio de la , puede afirmarse, en efecto, que del modelo productivista hemos pasado al modelo ecológico, de la mística insurreccional al más modesto anhelo participativo y de las metas rupturistas a los caminos consensuados o, lo que es lo mismo, al disenso controlado. Simétricamente a la de la derecha, la izquierda revolucionaria ha ido cediendo el paso a la izquierda dialogante, a la izquierda, también, liberal. El mercado es rey. La economía prevalece sobre la política, y la imaginación informática, por necesidades del guión, ha sustituido a la imaginación política revolucionaria. De la hemos pasado curiosamente al poder de eliminar la imaginación. Y la idea misma de revolución como enfrentamiento político que divide de un tajo la sociedad entre amigos y enemigos, como colisión irreparable entre clases irreconciliables, ha sido sustituida por las de , , etc. Lo que no implica, por lo demás, la desaparición de algunas o muchas de las condiciones que alumbraron aquella idea de revolución, que por el contrario subsisten y persisten, ni de las propias clases sociales, que siguen asimismo hoy existiendo en Occidente y fuera de Occidente.
Hechas estas elementales consideraciones, y situados en la perspectiva histórica que Lenin ocupa y desde la que actúa, cabrían en todo caso algunas reflexiones en torno a la Revolución de Octubre y su guía y principal actor. Y para empezar la relativa a esa opinión tan extendida que hace de él un demiurgo –un demonio más bien- que habría creado la revolución como Dios creó al mundo, con la diferencia que Dios lo creó, al parecer, en seis días, mientras que Lenin habría dejado todo listo en un par de semanas. Teoría que tiene la ventaja, a la hora de pasar factura por el pasivo, y mientras se pega fuego al activo, de poder pasársela directamente a Lenin. Ocurre solo que, en rigor, más que de la Revolución de Octubre, Lenin es criatura –excepcional y de decisiva importancia, desde luego- de un largo y complejo proceso histórico revolucionario. Crea, sí, las condiciones para que esa revolución se produzca, la pronostica y la hace posible, pero él mismo es resultado de ese proceso y va modelando su acción, como se ha señalado, a medida que la revolución se va produciendo.
La segunda reflexión sería que, pese al fiasco histórico –relativo en cualquier caso- que el movimiento comunista haya podido suponer, y contrariamente a lo que una historiografía más o menos de moda y de mayor o menor calidad afirma, ni todo el comunismo puede reducirse a estalinismo ni fue, para millones de hombres, ninguna en el sentido exclusivamente negativo de espejismo o percepción falsa de la realidad. La lucha contra el fascismo, y por la democracia, realmente existente y protagonizada por el movimiento comunista no fue precisamente un espejismo. Ni la victoria del pueblo soviético –lograda en nombre del comunismo, no se olvide-, sobre el nazismo, decisiva en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Ni el gran salto adelante económico, cultural y social que en tantos casos supuso, empezando por el de la propia Rusia hasta convertirla, de un Estado en descomposición que había sido, en la segunda potencia industrial del mundo. Ni la liberación material de grandes masas que, antes sin trabajo ni pan, con el comunismo y por el comunismo los tuvieron. Por lo demás, el progreso social logrado en Occidente es difícil de imaginar sin esa revolución execrada hoy por tantos. La semana de 40 horas, comino ya de las 35, las vacaciones pagadas, la sanidad y la enseñanza públicas, entre otras muchas mejoras sociales decisivas –esas que hoy el liberalismo en plaza intenta precisamente demoler-, y que culminarían en el famoso , ¿habrían sido acaso posibles sin la presión de ese fantasma que recorría, no ya Europa, sino el mundo, y que con la revolución soviética no resultaba ya tan fantasmal?
No parece, en efecto, que nada de esto haya sido una . Sí lo fue en cambio, y para enormes masas, en el sentido positivo del término, en el de esperanza en una sociedad verdaderamente humana. Aunque, como tantas veces ha ocurrido en la historia, esa espléndida promesa se produjera y desplegara al tiempo con el sufrimiento y opresión traídos por el propio movimiento que lo hizo germinar. Suele ocurrir.
En cualquier caso, ese furioso reduccionismo a la moda que por una parte tiende a igualar toda idea del comunismo con el Gulag y, por otra, a hacer de Lenin en última instancia responsable del propio estalinismo, más allá del democrático entusiasmo que los reduccionistas muestran por la denuncia del , funciona como útil operación ideológica al servicio del orden constituido. Al hacer maleza de todo el monte, no solo se los infiernos económicos y sociales del liberalismo realmente existente -18 millones de parados y 50 millones de pobres, solo en el europeo- hasta convertirlo en el mejor de los mundos posibles, sino que se volatiza además, en el azufre indiscriminado de aquel , el ideal político y moral que en todo caso el concepto de comunismo representa. Así, tras el derrumbe, la lapidación del socialismo real lleva consigo la siega en agraz de toda aspiración igualitaria. Vade retro.
Por lo demás, la conversión más o menos expresa de Lenin en progenitor de Stalin, no parece, la verdad, un juicio demasiado legítimo. Pues una cosa es que el Estado que Lenin puso en pie –entre otras razones, obligado por un bloqueo y una intervención militar no precisamente humanitarios, y por una guerra civil en que se dirimía la existencia misma de la revolución y el pueblo revolucionario y que los bolcheviques, desde luego, habrían preferido ahorrarse- resultara un terreno propicio para que pudiera crecer en él la planta del estalinimo, y otra muy distinta hacer de éste algo ya contenido en aquel Estado e inscrito, por tanto, irremisiblemente en el futuro. Por el contrario, habida cuenta de la capacidad de reacción y flexibilidad táctica que Lenin mostró a lo largo de toda su vida, parece lógico pensar –como por lo demás muchos historiadores nada ilusos han señalado- que, de haber vivido, y teniendo cuenta las críticas y advertencias presentes en sus notables textos de 1921-1924, las cosas hubieran ido por otros derroteros muy diferentes.
En fin, por la vertiente izquierda, otra cuestión, y otra crítica, ésta de origen histórico menchevique, plantean asimismo interrogaciones: debido a su radicalismo, Lenin se habría lanzado a una revolución en un país que, por su mayoría campesina y su desarrollo económico, no estaría maduro para ella. Y de ahí que luego ocurriera lo que ocurrió. Tampoco esta apreciación resulta muy convincente. Parece aproximadamente cierto, sí, que, más allá de consideraciones generales sobre el destino de ruina que a todo espera, y con independencia de los muchos otros factores que influyeron en el proceso de pudrimiento del movimiento bolchevique, esa inmadurez resultó desde el primer momento un serio handicap que en alguna medida marcó el destino de la revolución rusa. Cosa, por otra parte, que el propio Lenin llegó a reconocer al final de su vida. Pero así como no se pueden pedir peras al olmo, parece un poco exagerado pedirle a un revolucionario, alguien que ha dedicado su vida entera a la revolución y sus ideales, que en el momento en que esa revolución y la posibilidad de realizar esos ideales pasan al fin frente a su puerta, la deje pasar sin agarrarla y apretarla frenéticamente para que no se escape a la espera mejor ocasión porque todavía no se dan las condiciones perfectas. Mas aún que exagerado, la verdad es que parece un poco idiota. Y los mencheviques que se muestran contrarios a la revolución socialista alegando esa inmadurez que no permitiría saltarse al etapa de la no lo hacen seguramente tanto porque su razón les asegure que eso no es posible, como porque la realidad –es decir, la revolución que en esos momentos se está produciendo ante sus ojos- les niega y desmiente su teoría. En cuyo caso, paradójicamente, los sensatos y tolerantes habrían sido más fanáticos que lo que hubieran podido ser Lenin y sus bolcheviques.
Para acabar, el proyecto leniniano de una democracia no parlamentaria, de clara raíz marxiana, -concebido, no hay que olvidarlo, en el marco general de una propagación revolucionaria europea que finalmente no se produjo-, una democracia obrera y campesina aunque asentada sobre todo en los obreros de la industria, era, sin duda, un proyecto revolucionario que contemplaba la dictadura transicional de la mayoría sobre la minoría explotadora, pero probablemente no tan utópico como posteriormente se ha querido hacer ver. La experiencia de los soviets, la creatividad, el dinamismo, la imaginación democrática y revolucionara que la clase obrera rusa mostró en 1917 y había ya mostrado en 1905 autorizaban la creencia de que tal proyecto fuera realizable. Pero la guerra civil arrasó esa clase y se lo llevó todo por delante. Después, el hambre, la contrarrevolución y el cerco internacional acabaron de apuntillarla. En este sentido sí podría afirmarse, a pesar de la supervivencia de la Revolución de Octubre durante 70 años, que el proyecto de Lenin habría muerto poco después de nacer. Lo que luego duró y resistió fue otra cosa. Tan distinta al menos del proyecto original leniniano como la Unión Soviética post-Stalin de la Unión Soviética de la época de Stalin. Que por lo demás, lo fue mucho.
Y queda, en fin, una última pregunta situada al tiempo más allá y más acá de toda explicación. La más radical. Visto lo visto sobre el destino que ha aguardado a todas las revoluciones ¿, dicho con palabras del propio Lenin en su Más vale poco y bueno, emprender y realizar una revolución, en el sentido también más radical y tradicional de la palabra? Y uno recuerda entonces la ingeniosa frase que hace muchos años oyó a un antiguo correligionario: [1]. Y tanto.
Sin embargo…»
[1] J. Cerón Ayuso, fundador del FLP, organización revolucionaria que tuvo cierto protagonismo en la lucha antifranquista