Con una patente asincronía entre mi ánimo, que aspira a una inmensa gratitud por la música que me rescata en tantas ocasiones, valga de ejemplo ésta misma, agobiado hasta hace instantes por un sinsabor neurálgico muy propio, y mi instinto, que me llama a hablar del destino, regreso a estos lares.
Más que hablar del destino vengo a aburrir sobre el mío, y mejor aún, de la absoluta falta de éste. Un contumaz escéptico como yo apenas puede rozar con los dedos un par de «certecillas», y una o la más grande es sin duda que el «destino» es la engañadora palabra que sustituye al agobiante «absurdo».
Pues bien, dicho lo anterior añado que siempre tuve claro que mi destino estaba claramente marcado por el sabor a pluma que me sacaría de esta ciudad y me abriría al mundo en letras de oro. Por esta razón, porque quiera o no, llegaré a ser un gran escritor, rehuyo del esfuerzo puro que el asunto necesita. Y no es que ahora venga a descubrir la sucia capa de la mentira por la que no hay teleología que valga, soy lo que soy hace mucho tiempo y sé que me engaño de la peor de las maneras: hay contradicciones inviolables dentro del caos que ordenadamente me manda. Saber lo que se necesita saber no es el motor suficienta para hacer lo que debo hacer. A veces, o ya, practicamente no es ni siquiera una ayuda.
Con todo, confío en que la esperanza a la que niego por sistema, vuelque mi destino hacia las letras, y haga que el absurdo omnipotente complete su obra: Yo, una tragicomedia entre tantas otras en esta carcajada universal del sinsentido.