Estoy más vivo que nunca, perdonen las molestias por ello

Sé que no es muy justo para todos mis fans, uno o dos, que desaparezca durante más de un un mes y que finalmente y tras la angustia por mi ausencia comparezca para escribir lo que seguirá. Pero al fin y al cabo, escribir todavía es algo que hago más por necesidad que por disciplina, y la necesidad me llega ahora para describir palpablemente lo que es la globalización. Pero no se preocupen, volveré pronto, y lo haré para relatar mis experiencias por El Salvador y de un modo semidisciplinado, sin embargo, antes de eso, aquí va mi paranoia de turno.
Hacía siglos que no escribía un sábado, recuerdo quizá el último, allá por Berlín, cuando empezaba mi feliz infierno, esa época en la que aprendí a sufrir, a conocerme, y a descubrir que las entrañas te las puede arrancar cualquier persona, hasta la que más te quiere. Puedo decirlo orgulloso: no hay conocimiento malo, ni siquiera ése.
Aquella época es hoy una nebulosa a la que recurro para reaprender, pero hoy acudo al blog porque mi vida ha dado tantas vueltas desde entonces, que me tiene hoy currando en fin de semana; tras Berlín, con Guada, tras Colonia, y tras la primera etapa en Aranjuez.
Así que tenía que reinventarme, y así lo he hecho. Pero claro, la reinvención es una repetición que se desconoce, y si no juzguen ustedes. Hoy sábado curré, como el viernes, y como haré mañana y el lunes, y no puedo decir, «salgo, me tomo unas copas y regreso», todo está demasiado lejos para un lujo semejante. Así que que coño, decido montármelo a mi manera friki.
Para ello convierto el sábado en muchas cosas, pero destacaré que le hago un ejercicio de globalización inconsciente. Así lo muestran los hechos con esa lectura de, «El corazón de las tinieblas», del polaco Joseph Conrad. Hace años no me gustó en exceso, quizá porque no había caído bajo el embrujo de su descripción, quizá por un millón de detalles más. Si hoy lo releo, y si lo regusto, es por Borges, un eslabón más del motivo de estas líneas. Y es que el gran e irrepetible Borges lo incluyó como uno de los mejores relatos de la historia, y leyendo su antología, no iba a saltarme tal joya.
Pero sigamos, tras la lectura unas buenas cervezas, alemanas y hefes faltaría más; las raíces pueden llegar con ochenta años, y a mí hace unos cuantos que me visitaron. Pero hay más, no merece una simple jarra cuando se puede beber en una taza Nahuatl; antigua cultura maya que pobló El Salvador, barro negro cocido y bien elaborado para que la cerveza y su taza se fundan en un abrazo inextricable de siglos y conciencia: el tiempo en un puño con sabor a cerveza: el paraíso.
Y faltaría más, una buena película, quiero decir, cine en mayúsculas para acompañar el oro líquido. Y la elegida fue «Mi nombre es Harvey Milk», con un Sean Pean bárbaro. Pero la globalización es implacable y aún debía enseñar sus dientes: a falta de 30 minutos dijo basta y punto. Y así quedo, sin saber cómo acaba más allá de la muerte del protagonista, porque la película, en un ejercicio de pura tecnología, decide irse al garete.
Desde luego un día bueno a pesar de faltar a mi cita con los bares, pero así cuando acuda a ellos será más intenso, quizá incluso más grato, y siempre en buena compañía. Es curioso escribir un sábado, es una realidad distinta, pero como todas las demás, es.
Ahora me toca ir a la cama, y soñar a poder ser con la palabra que hoy me impactó por su fuerza, por su belleza, por lo crudo y por lo existencialista que tiene. Ahí va otra vez: implacable.
Implacables son los sábados, que nunca vuelven, y la globalización que dice ,»adáptate o muere», y mi conciencia, capaz de cualquier cosa.

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