Alas de maíz

Treinta años más tarde aún puedo recordar cada segundo del encuentro, porque desde entonces no ha habido una sola noche en la que no haya soñado con ello. Ni una sola… salvo hoy. Por eso, deshecho el lazo de los sueños, sé que ha llegado la hora de atar su recuerdo escribiendo lo que me pasó en aquel atardecer, en aquel maizal, cuando yo apenas contaba con 12 años y me crucé por pura casualidad con su figura alta, tenebrosa, y envuelta en una nube caótica de pájaros y murciélagos.

Ahora bien, como con todo lo que escribo, tengo claro que estas líneas son para mí y para mi recuerdo, y que si él, ella o ello ha fallado hoy a mis sueños, es porque sospecho que ha muerto, aunque nunca haya podido saber más de tal figura por mucho que lo haya intentado. Ahora bien, repito, lo escrito es para mí y sólo para mí significa algo. E incluso sólo para mí trascenderá no ya lo certeza, sino lo verosimilitud. Así que si alguien que no sea yo se encuentra leyendo estas líneas, aún sin saber cuál pueda ser el motivo para ello, le conmino a no continuar. De lo contrario, no me responsabilizo de su… decepción. Y es que yo no auguro males de ojos ni maldiciones, sino pura incomprensión e incredulidad. Y es que yo no vengo a hablar de algo misterioso por más que lo sea, sino que tan sólo quiero seguir recordando lo que acaso, ya parece que no puedo soñar.

El encuentro tuvo lugar como ya dejé caer, en un ocaso del verano de 1982, cuando mi padre me mandó cruzar el inmenso maizal en busca de los surcos rotos que provocaban un mal regadío en una zona considerable del sembrado. Yo odiaba por entonces esas tardes veraniegas de calor insufrible en las que mis pies se cocían bajo las botas de regar, en las que mis manos se llagaban con la pesada azada, en las que los mosquitos me comían estando fuera del cultivo, y me devoraban una vez que me adentraba. Mas a mi padre todo eso le daba igual, él se encontraba enseñándome la lección de que a los 12 ya se puede trabajar como un desgraciado, y que si yo no quería ser un desgraciado como él, más me valía espabilar. Hoy debo agradecerle la lección que sin embargo no aprendí como él hubiera querido, pero eso es otra historia.

Lo que no puedo sin embargo recordar con exactitud, es donde tuvo lugar el encuentro, si bien parece evidente que lo fue a la altura de mi arrebato, fuera éste donde fuese dentro del inmenso sembrado. Harto ya como estaba de tanto bicho, de tanta hoja pegajosa y afilada azotando mis mejillas, de la asfixia que provocaba la densidad de cada planta, ya más altas que yo a esa altura de la siembra, grité con todas mis fuerzas arrojando la azada lo más lejos que pude, que ridículamente fueron un par de metros, y cayendo de rodillas, me embarré hasta la cara. Sé que entonces lloré, sé que cerré los ojos, y sé que los volví a abrir cuando sentí una sombra refrescar mi rostro. No se trataba del rescate de mi padre diciéndome, basta por hoy hijo mío, estás agotado y debes descansar. Ni tampoco era él gritándome, ¡Pero qué estás haciendo vago redomado, es que no te puedo dejar sin supervisar ni por un sólo un instante! No, esa sombra no era la de mi padre en ninguno de sus registros habituales.

Lo que sombreó el atardecer ante mis ojos, era una figura inmensa para mí, que miraba clavado de hinojos, era un azote para el maíz que a su alrededor se había humillado besando sus mazorcas el suelo, era un oscuro batir de miles de alas donde murciélagos y pájaros de distinto tipo y color, revoloteaban a su alrededor en un sorprendente e imposible huracán silencioso, que apenas me dejó vislumbrar nada de la figura, tan sólo unos ojos negros y unos pies descalzos. Mas la mayor de mis sorpresas llegaba de mí, y es que no sentía temor sino paz, y es que no quise huir sino fundirme con aquel ser, con aquella bruma frenética de incontables alas. Mas no lo conseguí, y ni siquiera puedo decir que lograra acercarme lo más mínimo, pues tan solo alcancé a farfullar

            -¿Qué, qué eres?

A lo que aquello contestó

            -Soy lo que tú puedes ser en unos años, soy como cualquier otro pudo ser y no se atrevió, soy mi virtud llevada al extremo, convertida en vicio. Soy en definitiva lo que quise, quiero y querré ser, un ser que no tiene que soportar el hambre ni la sed ni el calor ni a los insectos.

            -Y eso, qué significa –pregunté cándido sin entender nada.

Entonces pude apreciar por entre el millar de alas la transformación de una comisura de gruesos labios en una amplia sonrisa, que a su vez dejó paso a una voz gutural y paciente.

            -Cada uno de nosotros debemos aprender a desperdiciar nuestros talentos y nuestros dones como creamos oportuno. Hay quienes lo hacen dictando guerras, hay quienes sacrificándose por el prójimo, los hay que sólo saben malgastarse dando amor, y otros que lo hacen día a día con el odio, hay quienes mueren esperando un sentido, y hay quienes matan por imponer sus absurdos. Yo nací con mi talento al igual que todos tienen el suyo, y al igual que los demás lo desperdicio… a mi manera. Yo puedo manejar a mi deseo a las aves y a los quirópteros, y lo hago para que se coman los insectos molestos, para que me allanen los caminos, para que musiten su música de alas, para que me lleven por los ríos, campos y montañas que todavía otros no han destruido con sus talentos. Yo soy en definitiva un sinsentido como todos, pero de los de la especie alada, y en alas me gasto hasta que muera.

La figura calló entonces sin decir nada más y sin que yo hubiera entendido lo más mínimo, y no se tomó más molestia en mí una vez que extendió su mano revoloteada para ayudarme a poner de pie, sin que un solo pájaro ni murciélago, me llegara a rozar. Simplemente continuó su camino por entre el maizal tumbando los tallos a su paso, mas sin quebrarlos, pues una vez que avanzaba, éstos se volvían a erguir perezosos.

Finalmente desapareció de mi vista, como volatilizándose, para no volver nunca más a mi vigilia. Aunque por fortuna se alojó en mis sueños por estos treinta años, hasta hoy en que me temo su muerte. Cierta o no esta muerte, vuelva su figura a mi noche o ya esté desterrada para siempre, yo seguiré hasta mi turno cumpliendo su lección, y acudiré como acudo cada día a este terreno, desde entonces a veces maizal, a veces trigo, a veces girasol, a veces simple barbecho, en el que escribo compulsivamente historias que luego dejo marchar por entre los surcos, dejando que mis palabras sean devoradas por el regadío si es la época, o por el sol, o por el viento, o por la lluvia, o incluso por mosquitos, grillos, arañas y otros insectos, a los que he visto preferir mi tinta a mi carne, más jugosa sin duda.

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