En memoria de «Carne Cruda»
Tan descompuesto se mostró ante las cámaras que parecía no llegarle la camisa al cuerpo, que la corbata hacía de soga, y que precisamente el estrado del Congreso, era el último lugar donde al nuevo presidente le gustaría estar. Paradojas, pues precisamente allí es donde se había soñado siempre, con un gran discurso por delante, con el pueblo atentísimo a cada una de sus palabras, a sus gestos, a su elegancia… pero llegado el momento, y salvo la atención que con seguridad iba a obtener, nada más allá que no fuera, la precariedad de su puesto, y el pánico.
Quién iba a reprochárselo después de lo ocurrido, tras su predecesor, tras el escándalo que había sacudido al país para recorrer posteriormente el mundo en forma de plaga, en forma de rabia sumamente infecciosa e inexplicable. Y es que por qué no iba a ser él, el siguiente en padecerla. Así que resultaba lógica su descompostura, sus dudas, el sudor perlándole la frente, en definitiva, su canguelo.
Pero retrocedamos un mes por si algún extraterrestre nos visitara hoy, por si algún comatoso despertara ahora, por si algún robinson escapara de su isla perdida, y recordemos el discurso y los hechos que lo han cambiado todo, empezando por el ex Presidente, repudiado y maldecido en las filas de su propio partido hasta terminar ingresado en la planta de psiquiatría del Hospital H. Si bien para muchos de nosotros, su cordura fue su única enfermedad.
–Que nos perdonen nuestras madres… –fue el abrupto e inesperado inicio del Discurso sobre el Estado de la Nación. Cinco palabras y un silencio que despertaron de la somnolencia a millones de televidentes por el mero hecho de que un político parecía entonar algo parecido a, pedir disculpas. El resto de la intervención no tuvo parangón alguno.
Asombro y bocas a punto de desencajarse desde las bancadas de su partido, asombro y expectación en el resto de parlamentarios. De esto puede sacarse una gran tajada, debió de ser el pensamiento generalizado. El problema posterior fue que el filo del cuchillo también les cortó a ellos.
El Presidente arrojó entonces al suelo no sin cierta clase su discurso, pareció no necesitarlo hasta el punto de que por primera vez en su vida, se mostró seguro, confiado, con la mirada centrada y clara. Y siguió hablando, vaya que si lo hizo. Y no le tembló el pulso, y su calva pareció menor, y su barba menos canosa.
–Así es mis Señorías, ¿acaso no somos nosotros los mayores responsables de la dramática situación actual, acaso no somos nosotros los que nos llenamos la boca con la palabra democracia cuando somos conscientes de que quien gobierna realmente son los Mercados? Pero acaso esa realidad… ¿nos libera de responsabilidad, o nos la inculca, Señorías? Porque, ¿acaso no somos nosotros responsables de dejarnos manejar por esos Mercados en pro de la comodidad, de la pura connivencia, de la tajada? Pero aún seré más claro, mis distinguidos colegas, los Mercados no son como el volátil, inaprensible y falaz éter de hace unos siglos, sino que está compuesto de carne, de huesos y de apellidos, que todos nosotros conocemos y a los que servimos en lugar de hacerlo para el pueblo. Y lo que todavía es peor, ¿acaso no seguimos adoptando medidas que nos abocan al abismo, conscientes de que son infructuosas por los vecinos que antes de nosotros lo hicieron, por los análisis de los expertos, y hasta por el propio sentido común?
A estas alturas del inaudito discurso, al Presidente se le seguía oyendo hablar porque por más que se desgañitaran los diputados más exaltados de uno u otro bando, sus micrófonos habían sido desconectados, aunque no se supiera por quién, al revés que el del Presidente, que atronaba para los ciudadanos como nunca antes lo había hecho.
–Porque nosotros, la clase política dirigente, hace efectivamente lo que todo el mundo sabe; mirar por la salud económica de unos pocos que invariablemente son los más beneficiados por las medidas adoptadas… y en estos momentos, ya son los únicos beneficiados; colocar a los amigos al margen del mérito; purgar a los enemigos en la medida de nuestras posibilidades, hasta el punto de que si no son demasiadas, las aumentamos legalmente; y sentar las bases de un Estado de pandereta y circo que resulte lo más manso posible. Así somos y así hemos sido, y yo les pregunto Señorías, ¿así seremos?
Entonces el Presidente se sacó del forro de su chaqueta unos papeles y comenzó a leer datos y a dar nombres y apellidos. Sin embargo no pudo llegar muy lejos, porque al dar el segundo nombre de multimillonario que presentó como evasor de impuestos a través de una SICAV, tres ministros y dos diputados del principal partido de la oposición, aliándose por primera vez en mucho tiempo, redujeron al Presidente y lo sacaron del estrado. Cuando el esperpento llegó al clímax de que el Presidente, rabioso, mordía a su hombre de mayor confianza hasta la fecha, la televisión pública decidió dar paso a la publicidad.
Y lo hizo por los 15 minutos siguientes, valorando al parecer que lo que en el Congreso sucedía, no resultaba de interés general.
No debieron de pensar igual el resto de medios audiovisuales que movieron sus piezas con la mayor celeridad posible para intentar cubrir tan histórico suceso. Para qué negarlo: sinceridad, política, esperpento y morbo se daban la mano como quizá no había ocurrido en Europa desde la Revolución Francesa; y se recuerda que en aquel entonces no había cámaras para retransmitir la guillotina. Huelga decirlo, ahora sobraban.
Pero a pesar del esfuerzo de casi todos los medios, al Presidente no se le volvió a ver, y aún seguimos bajo un ejercicio de ostracismo político digno de la mejor dictadura. Para la mayoría de los ciudadanos, diga lo que diga la casta política, el Presidente fue un héroe por un día, un político que enfermó y que tal vez enloqueciera, pero que alcanzó de ese modo la lucidez más bizarra.
Desde entonces de él tan sólo se sabe que al parecer firmó dos días más tarde un breve comunicado donde anunciaba dos cosas. Que había sufrido un ataque de locura transitoria de la que aún debía recuperarse. Y, que el documento que comenzara a leer era absolutamente mentira, falaz de principio a fin. Millonarios y políticos vinieron por unas horas a respirar felices. Craso error en cambio, porque no habían hecho lo suficiente, de nuevo una fuerza o una mano desconocida, ¿la verdad?, nos preguntamos muchos, vino a liarla de nuevo.
No habían transcurrido tres días de la declaración sin rostro del Presidente Loco, cuando en internet se difundió el documento que supuestamente resultaba ser pura patraña. Lo que resultó es que a pesar de los ingentes esfuerzos realizados por unos pocos, la gran mayoría pudo comprobar lo que era evidente, que el país se desangraba por claros culpables, y por inútiles cargados de responsabilidad. La información y los datos, incluidos vídeos de autoría desconocida, hicieron imposible negar la mayor por causa de nombres y pruebas de todos los colores. El escándalo y la conmoción se instalaron en el país. Pocas cosas pudieron continuar igual después de aquello, y pocas cosas lo están haciendo.
Hasta ahora los nombres señalados están siendo barridos aunque a la espera definitiva de su juicio, hasta ahora los jueces no dan abasto en un ejercicio de valentía e imputaciones sin temblores de pulso, hasta ahora la sociedad busca con ahínco un mínimo común para lograr otra sociedad posible. Las elecciones más que anticipadas se acercan y todo apunta a que esta vez no habrá un cambio de meras caras, sino que los cimientos más podridos se están arrancando para sentar las nuevas bases de una sociedad más justa, meritoria y participativa.
Sin embargo, dos incógnitas que no tienen por qué ser malas, sacuden no sólo al país sino al mundo entero. La primera se plantea así: ¿quién está detrás de ese ataque de locura, y de ese documento esclarecedor? ¡Porque no hay autores, porque nadie reclama la autoría de una obra que ha dinamitado las bases de esta enquistada situación! Y cómo no preguntarse, ¿desde cuándo existen los héroes que no reivindican su nombre, que no exigen reconocimiento?
La segunda incógnita que recorre los corazones de los ciudadanos y corroe la de los grandes corruptos, es la de cuándo parará la plaga, cuándo cesará el milagro. Pues después de que la denominada Rabia Presidencial se infectara en un segundo presidente europeo, y luego en un tercero, y luego en uno americano, y en un dictador africano, y a las horas en un rey árabe, la situación adquirió tintes, no ya historiquísimos, sino sobrenaturales.
Por lo que resulta normal volviendo a nuestro actual Presidente, con sus horas contadas eso sí –salvo sorpresa de tiempos remotos que pertenecen a una sociedad lejana a pesar de haber transcurrido nada más que unos meses– que esté nervioso en el estrado del Congreso, y que parezca tener antes de empezar su discurso, una soga al cuello y una lengua de trapo. Porque pareciera que la erótica del poder se ha transformado sin saber muy bien cómo, en el terror al mal poder.
–Que nos perdonen… –empezó a decir el Presidente.