APOYO AL PROYECTO

Si quieres COLABORAR económicamente con mi proyecto literario, has descargado alguno de mis libros electrónicos, los has disfrutado y quieres agradecer el esfuerzo que me suponen y el entretenimiento que te proporcionaron, elige uno de los siguientes modos de recompensarme (la cantidad la fijas tú y todas me parecerán estupendas). E infinitas gracias por tu generosidad, tu tiempo y, por supuesto, tu dinero.

A través de una TRANSFERENCIA BANCARIA:

ES1920857616010300172488

A través de PayPal

A través de BIZUM:

Contacta conmigo a través de mi correo electrónico (carlosaymi@hotmail.com) o por el DM mi Twitter (@CarlosAymi) y te paso mi número de teléfono.

A través de una DONACIÓN en la plataforma que ofrece wordpress con todas las garantías y donde por supuesto tú fijas la cantidad que desees:

Factfulness, Hans Rosling

Hace años que andaba tras la pista de Hans Rosling y su tesis, pero como no tenía ni idea del nombre del autor ni de la obra, mi búsqueda había resultado un fracaso. Lo que sabía, lo que había leído o escuchado por algún lado, era que existía un tipo tan descarado que sostenía la hipótesis de que el mundo es un lugar mejor en nuestros días. Y lo demostraba con datos, o eso decía.

Fue la Biblioteca Pública de Guadalajara la que me proporcionó salir de dudas. En su mesa de novedades Factfulness me estaba esperando y tras ojearlo decidí darle una oportunidad. No me gustaron los nombres que reseñaban la obra, un tal Barack Obama y una tal Melinda Gates, todo parecía demasiado mainstream dulcificado, pero un factor decantó la balanza: el factor sueco. Y es que los suecos me caen demasiado bien.

Mis primeras impresiones no fueron halagüeñas más allá de su curioso, bonito y útil, mapa de burbujas. Mucha estadística, un cuestionario de trece preguntas sobre las que basará todo el libro y, un estilo expositivo que en ocasiones me resultó cargante y pretencioso. Pero seguí, al fin y al cabo, ponía a prueba algunas de mis ideas fosilizadas y objetivamente resultaba un libro ameno e interesante.

El caso es que los datos ni mucho menos me convencían, por mucho que las fuentes fueran fiables. Quizá porque hay una evidencia, la de que todo dato es interpretable/manipulable y depende de comparaciones. Sin embargo, fue el propio Rosling quien más insiste en ese punto y era algo que empezó a gustarme.

Luego llegaron otros momentos favorables a tener en cuenta, como que me hice a su estilo y empecé a poder disfrutar de su humor y de algunas de sus anécdotas. Además me convencieron algunos de sus conceptos básicos. Uno de ellos, el término posibilista, según el cual, no se veía como una persona positiva, pero sí en la creencia de que las cosas pueden cambiar, porque de hecho cambian, aunque sea de manera lenta, ya que si no suele ser a la velocidad esperable para los individuos, al menos sí suele ser satisfactoria para las generaciones. Por otra parte, tampoco deja de reconocer que el mundo va mal, pero añade la coletilla de que va mejorando. Este es un principio que puedo comprarle en los días buenos.

Por supuesto, mis reticencias a sus ideas ni desaparecieron durante la lectura, ni al concluir el libro. Dos siguen siendo mis mayores objeciones a su tesis de que el mundo va a mejor. La primera tiene que ver con la urgencia, es verdad que él trata de desactivar nuestro alarmismo, pero no tengo claro que podamos permitirnos el ritmo de mejora que llevamos a cabo en algunas cuestiones esenciales, como la del medio ambiente.

Mi otro punto en contra es ético y se me marcó a fuego en la universidad, y siempre que puedo lo repito. Nuestro tiempo no es un tiempo cualquiera en la Historia de la humanidad, vivimos en el primer periodo histórico donde si hay hambrunas, pobreza estructural y guerras, es por una cuestión política. Por supuesto que arreglar el mundo no es fácil, pero es que hoy en día no interesa, porque no es tan rentable para algunos como su avaricia exige, y como muestra se puede decir que se queman anualmente millones de kilos de alimentos para especular con su precio. En cuanto a las guerras que se declaran o se mantienen, mejor no hablar. Tenemos los mecanismos para acabar con lo peor de la humanidad, pero ninguna intención de hacerlo.

Y sin embargo, Factfulness poco a poco fue me ganando el corazón y el mérito devino del propio Hans. Me explico, a lo largo de sus páginas cuenta buena parte de sus decisiones profesionales y expone su vida. Lo que se ve es a un tipo que no es un estadista, que sobre todo es un ejemplo personal.

El libro se me convirtió de pronto en un ensayo interesante, en un viaje útil, en una vacuna contra ciertas ignorancias propias y contra diversos mecanismos perniciosos de autodefensa. Pero por encima de todo, descubrí a un hombre que aunaba palabra y obra, discurso y ejemplo. Más que un ensayista, un médico que durante décadas ha trabajado para los más pobres, más que un conferenciante para ricos, una persona que se ha enfangado en países donde la mayoría de nosotros ni siquiera sabemos situar en el mapa. Más que un teórico que planea desde su sillón, un tipo que a lo largo de su vida ha tenido que tomar decisiones muy duras, con consecuencias trágicas en ocasiones, pero que ha sabido hacer algo, o bastante, por mejorar el pedacito de mundo que tenía a su alrededor.

Por todo lo anterior también me dolió su muerte en 2017, pero los coautores de la obra dejan claro que Factfulness fue un proyecto feliz, que era consciente de que la muerte se le echaba encima y quería dejar antes de irse un legado. El libro lo es, sus ideas también, y Hans Rosling merece todo mi respeto.


factfulness2.jpg

Cuentos para no dormir

No estaba loco, solo quería lo imposible, desaparecer sin hacer daño. Se llamaba Juan, ya no tenía apellido, logró olvidarlo, o eso me dijo. Antes había intentado la concordia y la armonía de todos. Quiso cumplir con su familia, con la sociedad, con su empresa, con su país, con la moralidad, con la Historia, consigo mismo. Tanto peso le hizo reventar. Un día le encontraron en la Biblioteca de su ciudad de provincias, se había tirado encima centenares de libros, estaba casi enterrado en ellos, pero pretendiese lo que pretendiese, no parece que lo consiguiera. Poco más tarde su mujer le sacó de la bañera, la había llenado de gasolina e intentaba que una de las muchas cerillas que había gastado por fin prendiera. Fracasó, nadie se explicó el motivo. Tuvo una tercera tentativa en la fábrica para la que trabajaba, pasó su turno de noche dentro de un arcón congelador. Ocho horas junto a pechugas pollos, junto a piernas de cordero, junto a filetes de ternera. Sin embargo, Juan salió fresco a la mañana siguiente. Le echó su mujer de casa, le echó su empresa del trabajo, le preguntaron los psicólogos por qué había hecho lo que había hecho y no supo qué decir. Le preguntaron si volvería a la carga y tampoco tuvo nada que decir. Al final, un psiquiatra le preguntó si al menos se había vuelto claustrofóbico tras pasar una noche en un congelador. Juan, para su propia sorpresa, le contestó que no había nada más claustrofóbico que vivir sin mentiras, que los cuentos para no dormir eran la realidad que no soportábamos, que por eso inventábamos ficciones para consolarnos, que la verdad es terrible, pero que él iba a abrazarla. También le dijo que no se preocupara, que no volvería a intentar quitarse de en medio con métodos, me dijo que le dijo, rudimentarios, porque había visto llorar a su madre, a su exmujer, a sus hijos, y no permitiría que nadie más derramara lágrimas por su causa. No estoy loco, me decía insistentemente ya aquí recluido, solo quiero alcanzar mi paz. La persiguió con audacia, con valentía, con graves consecuencias para su salud, con dinero, con violencia. Probó la meditación, el prozac, la heroína, prácticas sexuales de lo más extrañas. Todo en esta habitación, en mi hotel. Cuando le quedaba poco dinero dejó de comer, cuestión de prioridades, me dijo. Cuando ya no le quedaba nada, en lugar de echarle le propuse que me contara su historia a cambio de quedarse. Aceptó y así sé lo que sé. Hace unas horas estábamos ahí sentados, en su cama, sí, desnudos, así vivía desde hace meses entre estas cuatro paredes, y yo debía desnudarme si quería entrar. Sin embargo nunca intentó nada impúdico, que conste. El caso es que al poco de sentarme a su lado me dijo que sería su último día, que no sabía cómo ni por qué, pero que se sentía feliz, pleno, que se iría libre, que reventarían todos sus muros, que las paredes del cuarto se abrirían por fin, que se llenaría de calma. Entonces empezó a llorar, al principio era poco más que un quejido, luego llegaron las lágrimas, pronto fueron una cascada y hay poca metáfora en lo que digo. La escena resultaba patética, pero su llanto iba a más y a más. Yo no sabía qué hacer, no me podía mover, estaba hipnotizada. Así llegamos al momento en el que literalmente comenzó a deshacerse en lágrimas, se le desprendió la piel, la carne, los huesos, como si se estuviese bañando en ácido. Pero yo no podía gritar porque Juan sonreía, no había dolor en su cuerpo. Al final no quedó de él más que un charco de agua. Le juro, agente, que no fue hasta más tarde cuando el charco se tiñó de rojo y decidí llamarles. Antes era azul, el azul más puro e inocente que quepa imaginar, ¿me cree, de verdad que me cree? Tiene que creerme, hágalo por Juan, aunque él no cumpliera con su propósito, aunque no lograra lo imposible.


Imagen relacionada


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas

El mar de los otros

CARLOS AYMÍ ROMERO

El primer cadáver que nos trajo la marea apenas ocupó un pequeño espacio en la prensa local, pero quién iba a pensar hace poco más de un año todo lo que el mar estaba por escupir.

El segundo tampoco llamó demasiado la atención, salvo por el hecho que apareció a la misma hora del día siguiente, en el mismo lugar y de la misma manera: desnudo y sin haber muerto ahogado. Los médicos certificaron para ambos casos parada cardiorespiratoria, lo que no resolvía casi nada. El misterio creció por el hecho de no encontrarse patera alguna, ni un mar embravecido en los últimos días. Que nadie reclamara los cuerpos aparentemente de inmigrantes, no llamó la atención de nadie.

El tercer día y en las mismas condiciones, el mar regalaba a los bañistas su tercer cadáver. Muerto y desnudo como los otros, hizo sin embargo saltar todas las alarmas: era blanco…

Ver la entrada original 699 palabras más

«La hoguera de las vanidades», Tom Wolfe

La literatura, menudo viaje ¿Cómo no me va a gustar leer cuando compruebo una y otra vez que se llega a disfrutar de un libro lo que no está escrito?

Hacía tiempo que no me embarcaba en un proyecto de más de 600 páginas pero tras el resultado de leer esta maravilla de Wolfe, me he quedado con ganas de ir a por otro viaje de larga travesía, tal vez “La broma infinita” de David Foster Wallace, tal vez “2666” de Bolaño. Como se lee, hablo de viajes en primera, sé de antemano que será una experiencia única, irrepetible. Pero volvamos de dónde vengo.

“La hoguera de las vanidades”, publicada en 1987, es un libro plagado de una inteligencia desbordante y de una crítica furibunda contra nuestra sociedad y su forma de funcionar. Ahora tenemos internet y móviles, pero seguimos siendo igual de imbéciles, de borregos, de primarios, o lo que es lo mismo, nos seguimos moviendo por y para el reconocimiento social del peor de los modos entendidos, por y para el dinero, por y para la libido. Tal vez la palabra «vanidad» no aparezca una sola vez en toda la obra, pero la sobrevuela y la impregna, es la brújula que nos guía.

Considero que debemos dar las gracias al arte en general y a la literatura en particular, porque gracias a ellos logramos algunas de las pocas victorias que realmente podemos saborear como especie. Y “La hoguera” se encuadra en lo dicho al ofrecer, en la época de la inmediatez y de la obsolescencia premeditada, un libro que pasados casi treinta años se muestra tan actual, tan útil, tan necesario, como el primer día. Porque pocas cosas más útiles y más necesarias que un buen libro. Gracias, de nuevo.

Me pregunto qué voy a hacer ahora, una vez que terminé mi viaje por el Nueva York de los 80, una vez que no hay más de la colmena de personajes que me han acompañado en las últimas semanas, una vez que no podré seguir aprendiendo de las miserias que Wolfe nos va tendiendo en una red que te atrapa sin remedio, una red donde la gran urbe, la ciudad cosmopolita y variopinta por excelencia, es en sí misma uno de los personajes principales.

Lo cierto es que conozco la respuesta. Ya la solté arriba. Lo que haré sencillamente será empezar otro libro. Pero sin olvidar una de las lecciones fundamentales de “La hoguera de las vanidades”; el viaje a través de las páginas lo hacemos con la mirada del escritor, que despliega su arte para que veamos el mundo tal como a él le conviene. Es así como logra que los personajes, dependiendo del momento, del interés de la trama, de su visión del mundo, nos caigan bien, nos saquen de quicio, o queramos perdonarles todos sus pecados. Es así, conociendo la naturaleza humana, como logra Wolfe que las páginas se asemejen tanto a la vida.

Resultado de imagen de la hoguera de las vanidades

Carta de amor a la Filosofía

¿Qué me ha enseñado la filosofía?

De Immanuel Kant aprendí que somos unos ineptos con cierta capacidad para la paradoja; nunca podremos resolver la pregunta de si hay dios o no, de si tenemos alma o nada, de si existe libre albedrío o todo está jodidamente escrito. La ciencia dirá que es cuestión de tiempo, la religión que tengas fe, Kant, que sencillamente nuestra capacidad para conocer esas respuestas tiene su límite, que no está preparada para resolver tales disputas, y que sin embargo, estamos programados para preguntarnos una y otra vez sobre eso mismo que no somos capaces de resolver. Podemos llamarlo también eternas arenas movedizas.

De Friedrich Nietzsche aprendí mucho. Por ejemplo, que si Kant hubiera escrito de modo más inteligible y literario, la Historia sería bien distinta, quizá mejor, seguro que más bella. Tal vez exagero. Tal vez no. Pero sigamos con Nietzsche y algunas de las enseñanzas que me ofreció, como esa  por la que el dolor físico y los fracasos rotundos (para ejemplo los suyos, especialmente los suyos) no deben importar, o incluso pueden llegar a anhelarse cuando a cambio se concibe el eterno retorno de lo mismo. Con su actitud aceptaba el sufrimiento, la enfermedad, la locura, a cambio de la intensidad, de la lucidez, de afirmar por encima de todo y a pesar de todo, la vida.

También me enseñó que leerle me hace más despierto, y que la idea del superhombre es la voluntad de una flecha lanzada al infinito, donde la flecha debe ser cada uno de nosotros, y el infinito nuestra capacidad de superarnos. El Übermensch es luchar por romper nuestras propias barreras y nuestros límites. No siempre se le enseña así. Lo sé. Así es. Es una pena. Es asombroso.

Al principio fue el asombro. Lo dijeron los presocráticos. Y por eso y porque fueron un paso más allá en las respuestas que hasta entonces daban las mitologías, mi total respeto. Por cierto, también un presocrático me enseñó a rechazar definitivamente la forma antropomórfica de dios con su argumento de que si los caballos tuviesen manos y supiesen dibujar, dibujarían a sus dioses con forma de caballo. Sencillo, brutal.

Brutales fueron Platón y Aristóteles. Hay que leerles a ellos y a los que llegaron después para entender esa frase que apunta que toda la filosofía occidental no es sino notas a pie de página a las obras de estos monstruos. Quizá no esté de acuerdo, porque habría que incluir también a la no occidental. Son una escalera a cualquier ventana que dé al conocimiento.

De la escalera del conocimiento habló Ludwig Wittgenstein para pedir que una vez estuviésemos arriba, la arrojásemos bien lejos. La filosofía ha muerto, proclamó en cierta manera. ¿Fue el último filósofo? Una respuesta es que él mismo no dejó de hablar filosóficamente después de pretender haberse deshecho de la escalera. Revolucionario, sí, brillante, también, saludable a la hora de introducir una sangría necesaria a tanta metafísica, por supuesto. ¿Pero acaso no le había contestado ya Kant? Estamos condenados a la filosofía (¿la escalera?). Peores condenas hay. Eso seguro. Además, no es tan fiera, ni tan aburrida, ni tan complicada como la pintan.

Sobre la complicación nos dio ya Occam el mejor de los consejos con su ilustre navaja, acero forjado por el siglo XIII y todavía perfectamente afilado; si hay dos o más explicaciones, en igualdad de condiciones la más sencilla será la más probable. ¿La filosofía no puede ser práctica? Prueba a aplicar este principio en tu vida y verás cuánta mierda te ahorras.

De otro cristiano de lo más fervoroso, san Agustín (no se pierdan eso sí su vida antes de su conversión), aprendí que el problema al que todos nos enfrentamos a diario no es precisamente nuevo: que sepamos lo que debemos hacer no sirve precisamente para que lo hagamos. En términos religiosos podemos expresarlo como que saber cuál es el camino del bien no sirve para mucho, si acaso, para culparte cuando eliges el camino del mal. Suele ocurrir que en cuanto tenemos conciencia del mundo, la fe no basta. Así fue al menos en mi caso.

A falta de fe tuve que aprender de otros que no fueran Dios. Sartre llegó en el momento justo ¿Cuánto no me ha mostrado? Sobre el peso de la libertad y de la responsabilidad, sobre la necesidad de elegir, sobre hacer, sobre qué hacer. Y con Sartre y el existencialismo, y con Camus y su Sísifo como paradigma de resistencia, aprendí a sonreír frente al absurdo. Es difícil pedir algo más intenso. Y sin embargo me lo ofrecieron. Me enseñaron el camino. Porque especialmente Sartre, Camus y de nuevo Nietzsche, me señalaron que literatura y filosofía pueden ir de la mano. Y deben ir de la mano. Al menos, otra vez, en mi caso.

No hay dos sin tres, y vuelvo al alemán para ponerle en otro trío, esta vez junto a Karl Marx y Sigmund Freud. Ellos fueron catalogados célebremente como los maestros de la sospecha. Sospecharon y demolieron la conciencia como hasta ese momento se entendía. Desde tres puntos de vista distintos. Para nunca más volver a ser nada igual. Solo un ignorante puede decir que la filosofía es inerme. Marx nos enseñó cómo la estructura de la economía domina y falsea las relaciones que nos damos entre nosotros. Por si fuera poco, dijo que había llegado la hora de cambiar el mundo y no solo de interpretarlo como había ocurrido hasta ese momento. Y todo cambió. Freud, por si no fuese todo ya suficientemente complejo, nos arrojó a la cara el inconsciente. Un siglo largo ha pasado desde entonces y todavía hoy no sabemos muy bien qué hacer con esa bomba que habita en nosotros, incómoda, inconmensurable. Nietzsche, que destrozó y desbrozó y desarmó tanto, construyó, como también construyeron sus parejas de baile (por eso se les recuerda especialmente y no solo por hacer con su dedo en la llaga, un infierno), una nueva música. Y en la desvalorización de todos los valores supo ver que teníamos mucho por hacer, y él desde luego construyó más sentido y me atrevería a decir que incluso esperanza, que la mayor parte de sus enemigos, declarados o encubiertos.

Sí, la filosofía es peligrosa y peligrosos son todos los que he mencionado antes y mencionaré ahora. Como Jung y su capacidad para alcanzar cualquier rincón con su mirada universal. Como Foucault por hacer arquitecturas de conocimiento casi imposibles que desestructuran lo que hasta ese momento había sido evidente. Como Unamuno por enseñarme a borrar los límites entre la ficción y la realidad en su niebla. Como Ortega y Gasset por mostrarme el corazón de lo español, de lo europeo, de la masa. Como Simone de Beauvior demostrando que el feminismo había venido para quedarse porque sencillamente es lo justo. Como Hanna Arendt enseñando que el mal es banal, que el mal es cada uno de nosotros huyendo de las decisiones éticas que debemos tomar. Como Stirner por dibujar el camino del anarquismo. Como Spinoza, como Hegel, como Schopenhauer…

Todos ellos y muchos más maestros de la Historia en el mejor de los sentidos y atacados y reducidos hoy en nuestro sistema educativo por la peor de las formas: desde el desprecio y la ignorancia. ¿O tal vez no se trata de ignorancia? Porque no se puede tratar de tanta ignorancia. No cabe tanta ignorancia sino en una estrategia interesada, tal vez burda, mediocre, pero nunca sin propósito, nunca ignorante.

Pero da (relativamente) igual. La Filosofía no ha muerto y no va a morir. Forma parte de nuestro ADN. La filosofía es muchas cosas, entre otras, buscar la pregunta adecuada y cuestionarse la respuesta que parece definitiva. Y en España no hay nada menos definitivo que un Plan de Estudios. En cualquier caso la filosofía traspasará las fronteras que se le pongan por medio y atravesará los muros que haga falta. Ya se encargará de un modo o de otro de seguir respirando, porque también, la filosofía es bella, y la belleza siempre encuentra un camino para resistir.

Todo esto, y mucho más, me ha enseñado la filosofía.


Publicado originalmente en dekrakensysirenas.com, @krakensysirenas, el 28.06.16

El ascensor

La puerta del ascensor se cierra. El hombre, la mujer y la niña, suben hasta la última planta.

Francisco Roca

Odio los espacios cerrados, siento que me dejan al descubierto. Qué mira esta cría, ¿mis manos?

Ni siquiera desollándome la piel logro zafarme del olor a pescado. Cortar cabeza, abrir tripa, sacar entrañas. Una y otra y otra vez hasta que las merluzas, gallos, boquerones, espadines, arenques, percas, caballas… me impregnan y no hay agua ni perfume que me libre de su hedor. ¿Cómo voy a conquistar así a nadie, cómo no sentir odio, cómo no arrepentirme de la promesa que le hiciera a mi abuelo, cuando descubrió que su nieto era un sádico, y me hizo prometerle que nunca más volvería a intentar cortarle la cabeza ni sacarle las tripas a un ser humano… cualquier día me rindo.

La mujer es bonita, podría servirme. Le sonrío.

María Barco

Todo el día aguantando a viejos y ahora este olor. Seguro que es la cría, el hombre es demasiado guapo. Y esos ojos tan azules, tan dulces, con los que me ha mirado. Ahora creo que se fija en mis piernas, o en el culo. Hace como que se observa las manos, pero estoy segura que se muere por hacerme un cumplido, y por… jiji.

Maldita niña, ¿por qué me sonríe? No hay nada más molesto que un hijo. ¡Cómo espera Juan que le quiera dar nada menos que tres! Que los tenga él con quien quiera, pero no conmigo. Mi figura, mi juventud, mis pechos, que le den al espíritu maternal.

Marina Castillo

Qué mujer más bonita, de mayor quiero ser como ella. Y qué labios más rojos, ojalá mamá me dejara maquillarme así, pero es tan antigua. Y qué guapo es él, seguro que no es tan bruto como papá, que quiere que estudie mucho, que no tenga móvil, que no esté sola en la calle. ¡Qué aburridos son papá y mamá! ¡Normal que me escape de casa! Si pudiera cambiar de papá y mamá… Seguro con este señor y con esta señora viviría muy feliz. Huele raro.