Entre humanos anda el juego

Hace ya unos cuantos años asistía a una de mis primeras clases en la Facultad de Filosofía cuando el profesor de antropología lanzó al auditorio abarratado una frase que pareciera estar destinada exclusivamente a mis oídos, de tanto que me convenció. La susodicha no es otra que la de que «el poder corrompe, el poder absoluto, corrompe absolutamente». Desde entonces he vuelto innumerables veces a ella y hoy, como cerrando una especie de círculo al matricularme en Antropología Social y Cultural, busco en el Google al autor de la misma: Lord Acton. Si no fuera casi la una de la madrugada de un martes quizá me detendría a informarme sobre el mismo, pero a riesgo de pecar de idiota, diré que su nombre me dice tanto como nada, y que nada hago por cambiarlo.
Ahora bien, poco importa, ya que la precisión no entiende de nombres sino de corroboraciones con la experiencia, y la verdad es que la Historia ofrece tantos casos como se quiera sobre su validez. De aquí que sea tan importante el logro de la separación de poderes que tan ampliamente se ve amenazado allá donde existe pusilánime, y que se intente realmente donde sólo existe de nombre.
Pero me pierdo en consideraciones de un peso que yo no perseguía, y es que todo esto tan sólo aspiraba a señalar que quizá el problema de Dios fue precisamente ése, el de poseer un poder tan absoluto que sólo él pudo corromper al mundo de la manera que a diario lo vemos.
Aunque bien visto, trabo esta idea para jugar con ella de puro gusto, pues si no creo en él, difícilmente voy a querer echarle la culpa -ya somos lo autosuficientes como para llevarlo a cabo nosotros mismos

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