La moneda

LA MONEDA
Me llamo Federico y he rematado a Dios… o eso pensaba hasta hace un momento.

¿Saben de esa sensación de querer jugártelo todo a una única carta, de estar tan harto que estás dispuesto a dejarte arrastrar por la caprichosa fortuna? Y cuando digo todo no me refiero al dinero, o a la familia, o a tu ideología, sino a la vida misma. Pues eso me pasó a mí en un momento dado de lo que vino a convertirse en mi patética existencia, ejemplo máximo de ese saber popular que nos enseña, que la vida no es sino un jodido valle de lágrimas.

Bueno, a lo que iba. En apenas unos meses mi vida se embaló hacia el precipicio, yéndose al traste las tres cosas que la canción aconseja para ser feliz. Perdí la salud al  romperme la pierna en un accidente de tráfico. Dije adiós al dinero cuando me echaron del trabajo sin indemnización alguna por convertirme en un comercial inútil. Y me despedí del amor cuando mi novia se largó, incapaz de soportar mi nuevo genio, algo que por otra parte comprendí teniendo en cuenta que ni yo mismo me aguanto, si bien ya saben, que uno no puede huir de sí mismo.

Es en el estado anterior, como llegamos al puente que cruza la autovía, a la botella de güisqui, y a la puñeterita moneda que menciono en el título de este deshago, que para poco servirá.
Sobre el puente y sobre todo lo demás, era una noche otoñal cerrada, si bien había suficientes farolas para mostrar que, los coches ahí abajo, vienen rápidos de narices. Hacía frío, pero la borrachera y la escayola me calentaban, y daba tumbos peculiares, pero aún era capaz de tener ideas geniales. Como la de jugarme la existencia a cara o cruz.

Ahora bien, el alcohol siempre da un toque especial a los asuntos y no se trataba simplemente de, cara me tiro, cruz, me largo a dormir la mona que ya va siendo hora. Sino que la cosa se sofisticó en plan: cara, es que ahí arriba no hay Nadie que merezca la pena, y abajo Nadie que me esté esperando, por lo que nada vale nada, mi vida ni un pimiento, y me tiro por el puente más feliz que un regaliz. Y cruz, que hay un dios hijo puta que me está haciendo la vida imposible cuando con que tuviera un poquito de indiferencia hacia mí, me daría por satisfecho… pero no, porque  la cruz demostrará que me está jodiendo a base de bien y así las cosas no estoy dispuesto a darle la satisfacción de matarme, para que el muy cabrón pueda mirarme por encima del hombro a la hora del juicio, y las balanzas, y esas cosas.

A ese Dios no estaba dispuesto a tolerarle si salía cruz, y ahí tendría un buen motivo para agarrarme a la vida. Efectos del güisqui, supongo.

Lancé la moneda que era de un euro… y salió cara, la cara del rey. No salió el mapita de una Europa unida y feliz que hubiera supuesto la existencia de un Dios cruel al que no darle el regocijo de mi rendición. No, salió la cara de mi rey… siendo yo republicano. Debía por tanto arrojarme desde el puente porque si no, tampoco me quedaría la palabra. Un esfuerzo con las muletas para encaramarme, y todo estaría listo. La prueba era irrefutable, dios no existía porque lo había dicho la moneda, y ya no me quedaba nada, ni siquiera la posibilidad de rebelarme contra un dios cabrón.

Como es evidente no salté, sino que decidí concienzudo que lo mejor sería lanzar la moneda al mejor de cinco. Las tres primeras apuestas salieron cara, monarca mamón, dios inexistente, y no necesité de las otras dos para perder. No podía creérmelo. Me lancé entonces, pero al suelo, junto a la dichosa monedita y a pesar de la dificultad por mi escayola. Lloré desconsolado. Después de unos minutos recobré el valor y mi destino, con poca credibilidad a esas alturas, se jugó entonces al mejor de siete… ¡Saliendo cara las cuatro primeras! Miré bien la moneda una y otra vez y no tenía nada de especial. Tampoco yo iba tan borracho como para mentirme de esa manera. Todo me gritaba, de la irracional estadística a la congelada mirada de mi rey, que debía suicidarme ahí mismo, y punto.

Sentí frío por primera vez en toda la noche desde que me encontrara en el puente. Entonces, unas terribles ganas de acabar con aquel bochornoso espectáculo me inundaron. Agarré las muletas y me puse en pie, intenté encaramarme sobre el pretil del puente y fracasé también en eso. Dios no existía, pero yo no dejaba de ser un inútil.

Finalmente, en lugar de arrojarme yo, quien voló fue la maldita moneda que cayó al asfalto con un tintineo que alcancé a oír, ningún coche se la había tragado. Me marché a casa tratando de huir del hechizo de aquel diabólico metal, pero como verán, fallé de nuevo estrepitosamente.
Pasé unas horas obsesionado en las que apenas dormí. Lanzar aquel euro a la autovía en lugar de tirarme yo, se me planteaba como la cosa más cobarde de mi vida, y miren que he hecho cosas cobardes.
Esa noche, entre vuelta y vuelta en el colchón, hubo otras muchas monedas lanzadas al aire, pero sus resultados fueron normales: unas veces Dios existía, y otras no ¡Qué mierda de prueba era esa! Hacía muchas semanas que la pierna rota no me dolía tanto y que mis muebles no pagaban a muletazos mi malhumor.

Terminé por decidirlo casi al amanecer, en cuanto oscureciera volvería a por la moneda, saltaría como buenamente pudiera la valla que daba acceso a la autovía, y cuando no pasara ningún coche, recuperaría mi metal, mi prueba irrefutable de la inexistencia de Dios. Al menos ella poseía la certeza que a mí me faltaba. Con esa idea en la cabeza pude dormirme tranquilamente hasta bien entrada la tarde.

La cena fue frugal e insípida, todos mis pensamientos estaban puestos en regresar al escenario de la noche anterior, pero en lugar de volver al puente, tenía que llegar hasta la mitad de la autovía, con mis muletas, con una linterna que agarraría con la boca, y con toda mi estupidez. Esa moneda sabia y firme debía regresar junto a mí ¡Maldita sea, era la prueba irrefutable de la inexistencia de dios!

Tan absorto estaba en mi peculiar misión de recuperación, que no concebí posibilidades como la de no encontrar el euro, o la de que los coches la hubieran arrojado por alguna extraña ley física al arcén, o que en la caída rebotara alejándose de mí para siempre…, o peor aún, que me la encontrara caída en cruz. Al menos sí que hice bien no valorando todas esas posibilidades, puesto que la vi rápido, y por supuesto caída de cara.

Lo difícil fue saltar la valla, más por mí y por mi estado, que por la altura de la misma, lo peligroso fue que no faltaron invitados a la fiesta y aunque recé hipócritamente para que no hubiera constantemente tráfico, la cara del, dios no existe, se hizo patente y mi plegaria cayó al vacío con unos coches que no dejaban de venir a una pasmosa velocidad, por lo que me vi obligado a arriesgar con mi linterna en la boca, las muletas temblando y el sudor a chorros. Suicidarse desde un puente podía valer, pero hacerlo de aquella manera era tan ridículo.

Recogí la moneda al tiempo que un coche se salía del asfalto por mi culpa… o más bien por esa manía de tocar el claxon, que si ese maníaco no hubiera perdido el tiempo en avisarme de lo que ya veía, tal vez habría podido enderezar su coche. Ya sabía yo que estaba en mitad de una autovía, que los coches no paraban de venir y que mi acto rayaba la locura, ¿acaso creía el tipo ese que porque tocara el pito iba a regresar yo a mi cama? Pues no, o al menos no sin mi moneda. Que se dedicara él a controlar su coche una vez que había dado el bandazo, que a mí no había nada de lo que avisarme. Total, que mientras él se estampaba a un lado de la carretera, yo me agachaba como buenamente pude, y salí con la escayolada pata en cuanto recuperé mi tesoro.

Lo tremendo fue la huida ¿Saben de eso de que la policía siempre tarda en llegar más de lo necesario? Pues no en mi caso. No había terminado de saltar de nuevo la valla cuando comencé a escuchar las sirenas. Y en parte gracias, porque el tipejo del claxon no se quedó contento tras estampar su coche, y quiso desfogar su mala hostia con el loco que le había echado al arcén. Es decir, conmigo. Así que tras mis malos pasos y en un momento, tenía a un toro desbocado y de bigotes extraños, y tras él, a los raudos policías que hacían su trabajo. En mi estado, se pueden imaginar, me alcanzó hasta el apuntador.

Hubo un momento en que mi brazo chascó, o más bien, el conductor sin escrúpulos lo hizo chascar. Luego hubo otro en el que la policía me lo quitó de encima para ponerme las esposas. Y lo que ni uno ni otros supieron, es que yo reía porque mi moneda estaba a salvo. La prueba irrefutable de que por no tener, no tenemos ni a un dios cabrón que nos haga pasar por las situaciones más inverosímiles –ya nos apañamos nosotros solitos-, estaba felizmente guardada en mi pantalón.

La prueba irrefutable superó el dolor del brazo, y nada impidió una risa desquiciada que me daba un aspecto de chalado y que me poseyó mientras me atendía el médico del samur, razón probable por la que acabé durante unos días en una celda acolchadita de un hospital cercano, donde apenas, el rematador de Dios por obra y gracia de mi moneda, dijo mu. Aunque al parecer sí que hice lo suficiente como para que me pusieran de patitas en la calle a la espera de un juicio contra la seguridad vial y otros cargos más o menos ciertos.
Sin embargo hay algo peor que la suma de las desgracias que me han acompañado, ya saben, perder el trabajo, la pasta, la salud, la novia, y según los expertos que supuestamente saben ya mucho más de mí que yo mismo, la cordura. Y es lo que me lleva a escribir esto.

Después de recuperar la moneda, nada dije del asunto, y durante semanas me las he apañado muy bien para ocultarla al mundo. La prueba de que Dios no existe la quería en exclusiva para mí, pues no sólo abandoné la idea de suicidarme, sino que encontré consuelo en la certeza de haber desvelado tamaño misterio. Así, al menos un centenar de veces al día lanzaba alegre mi moneda, cayendo siempre de cara para mi regocijo. Siempre, hasta hace un rato en que empecé a escribir esto.

Tengo aún frente a mí la moneda de dios, caída en el suelo y como mirándome mientras termino de escribir estas líneas. No salió cara, no, pero tampoco cruz, que si dios es cabrón y existe, parece que sabe disimularlo muy bien y hasta el final. Y ahora díganme, ¿qué debo pensar con la moneda caída de canto?

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