Una palabra tuya bastará para que exista.
En 1775 el rey Carlos III prohibió la pena de muerte por ahorcamiento. Lo hizo a favor del garrote vil. Los motivos por los que se adoptó este cambio no están del todo claro, o al menos, así me lo parece a mí tras la investigación histórica que he realizado.
Muchos tratarán de poner en duda mis conclusiones y harán bien en intentar refutarme. Pero mientras no me aporten pruebas concluyentes, sostendré que la introducción del garrote llegó tras el fracaso de todos los demás medios de ejecución, en el misterioso incidente acaecido a finales de 1774 en Villaluz, pueblecito hoy desaparecido de Castilla la Vieja.
El reo perdió el control del esfínter.
La mañana era soleada. Corría una brisa fría pero agradable. En la plaza del pueblo comenzaron los vítores que celebraban la inminente ejecución.
−Pronto acabará todo –le dijeron los dos alguaciles al condenado−, así que no te vayas la pata abajo, que no tenemos por qué oler tu mierda.
El reo temblaba. A veinte pasos de la horca estuvo a punto de desmayarse. Los alguaciles le sujetaron cada uno de un brazo y consiguieron subirle medio a rastras hasta la plataforma de ejecución. Allí le esperaba el verdugo con gesto serio y profesional.
La palabra «cobarde» fue la más repetida por la muchedumbre. «Violador» y «asesino» iban un poco a la zaga. Un niño de rostro angelical acertó en la cara del desgraciado con un tomate. Hubo un estallido de risas.
El cura se abrió paso entre los aldeanos. Llegaba tarde. Impuso el silencio. Los asistentes fueron respetuosos mientras el cura hacía su trabajo. Concedió el sacramento y perdonó los pecados.
El reo pidió la capucha. El verdugo se la concedió. También le puso una mordaza. Sus últimas palabras fueron en un farfullo: «el mundo es un lugar muy sucio y yo soy lo más sucio de todo».
Los alguaciles y el cura bajaron de la plataforma. El verdugo le colocó sobre la trampilla, luego le ajustó la soga con meticulosidad. La muchedumbre se mostró expectante, excitada.
El verdugo tiró de la palanca. La trampilla se abrió.
El reo quedó suspendido en el aire. Las leyes de la lógica no hicieron su trabajo.
El verdugo perdió su imperturbabilidad, se le dibujó una cara de idiota. Expresiones de asombro llenaron la plaza. No tardaron en llegar gritos de «¡El demonio!» y, «¡Brujería!».
El cura reaccionó tras unos segundos de estupefacción. Ordenó al verdugo que acabara con el reo. El verdugo se alegró. En una esquina de la plataforma había dejado su hacha de ejecución y caminó hasta ella. Siempre la llevaba consigo a pesar de que las decapitaciones se habían abolido hacía años. Con el arma en la mano regresó hasta donde se situaba el reo. Este permanecía suspendido en el aire sin siquiera saberlo. Su cuerpo adoptaba un extraño escorzo. No podía ver ni hablar y lo que escuchaba carecía de sentido.
Tampoco el reo pudo ver cómo el verdugo levantaba el hacha, ni entender por qué la muchedumbre volvía a callarse. Fue el único que no vio cómo se abría la trampilla que había a su lado justo bajo los pies del verdugo, ni cómo este caía por ella, ni cómo la mala suerte se cebaba con el ejecutor, cuando el hacha, desprendida de sus manos con la inesperada caída, con una fuerza y precisión extraña, se le clavaba en la cabeza y la partía en dos.
Hubo varios gritos de espanto. Incluso alguna madre tapó los ojos a sus hijos. Asistían para ver la ejecución de un asesino, no la muerte horrible de un siervo de Dios y del Estado. Pero también hubo voces que jalearon sin quedar claro por qué lo hacían. Incluso una mujer comenzó a reírse, en Villaluz la tenían por loca. No le dieron mayor importancia.
Los dos alguaciles decidieron tomar cartas en el asunto. A los pies de la plataforma prepararon sus mosquetes de chispa. Pidieron autorización al cura. Este, cada vez más cariacontecido, lo concedió con un asentimiento de cabeza.
Dispararon los dos a la vez, desde abajo, a escasos tres metros del reo que seguía levitando. Los disparos acertaron de lleno en la cara de los propios alguaciles. Sin explicación posible se mataron entre ellos. La sangre llegó a salpicar al cura y a las primeras filas de la muchedumbre.
El espanto y los gritos se adueñaron de la plaza. La loca estalló a reír. El reo seguía sin entender nada, deseaba morir de una vez, acabar con la agonía de la espera. El cura volvió a reaccionar:
−¡Ordalía! ¡Es una ordalía de Dios que el reo ha superado! ¡Es inocente! ¡Dios se manifiesta ante nosotros!
Sin embargo la muchedumbre no pensó lo mismo. Ni siquiera sabían lo que significaba la palabra «ordalía».
−¡El diablo mismo es lo que es! –gritó un aldeano, y hasta se atrevió a decir: −¡Y el cura es su siervo!
−¡El fuego, el fuego, el fuego! – se coreó.
El cura intentó evitar que el pueblo siguiera adelante porque pensaba que Dios había sido claro en su mensaje. Sin embargo la muchedumbre no vio esa claridad y apalearon al cura hasta la muerte.
La loca se desternillaba de risa revolcándose por el suelo.
En unos pocos minutos los hombres y mujeres de Villaluz llenaron de paja la plataforma sobre la que quedaba suspendido milagrosamente el reo. Este se contorsionaba desesperado y lleno de angustia.
Prendieron fuego. En un primer momento las llamas agarraron la paja y la madera pero antes de lograr su objetivo se apagaron de golpe. De inmediato resurgieron, pero lamiendo las ropas de quienes habían contribuido bien con el fuego, bien con la simple idea de la hoguera. Pronto, todos salvo el condenado, la mujer loca que seguía riendo, y los niños, gritaban envueltos en llamas.
El humo, la carne quemada y el horror llenaron con su aroma la plaza pública. Cuando murió el último de los que ardían vivos, a la loca se le indigestó la risa y se ahogó en ella.
Fue entonces cuando el reo cayó por la trampilla como debía haberlo hecho mucho antes. No se rompió el cuello y agonizó durante más de una hora hasta morir.
Al caer la noche el único aldeano que no había querido asistir a la ejecución, regresó de trabajar en el campo. Se encontró de bruces con la plaza cubierta de cadáveres. Y con los niños. Al principio no podían articular palabra, luego contaron lo que se recoge en esta historia, la que el aldeano también contó a las autoridades, la que estas silenciaron hasta que husmeé en los archivos pertinentes.
Muy bueno.
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Muchas gracias Herreiere una vez más por tu tiempo y tu crítica:)
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Nadie tiene poder de decidir sobre otra vida humana. Y tanto aquella muchedumbre con los ojos hambrientos de sangre como el osado que ordenó dicha ejecución, recibieron un toque de aviso!! Tal vez no fuese una Oraldía… Sino una llamada al recato y la prudencia ante tanta osadía moral. Esta es mi humilde opinión… Gracias por compartir tu relato. Un Saludo
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