Caminos hacia la inmortalidad

Tú, insensato, margina tu felicidad y ábrete bien los oídos porque a uno de tus descuidos te arrebataré ese cerebro insípido que supuestamente te guía. Y es que, ¿hace cuánto que no piensas en tu eternidad?, ¿y acaso tienes derecho a esa dejadez? Cualquiera con un grado aceptable de conciencia la tiene a ella por primera obligación.
Balbuceas y me reprochas -«¿qué es aquí aceptable?». Aceptable eres tú, el resto a mí es todo indiferencia. Después de todo, fuiste capaz de concebirme: ya que has alcanzado tan altas cotas, no te dejes despeñar sin más.
Recuerdo que recuerdas, mal y oscuro -como siempre-, los caminos que trazó Unamuno; las inmortalidades por los hijos, la obra, o la fama: ínfimas a todas luces. Así, no pudo sino acogerse al cristianismo y su promesa de resurrección de la carne. Pero tú y Yo no tenemos ni creemos en tanta pasión, por lo que la vía de la cruz la soterramos con las otras.
¿Qué nos queda entonces? Quisimos ser dios, uno cualquiera con tal de inmortales, pero aquel sueño ya acabó. Rechazamos del mismo modo, desilusionados y abatidos, retornos circulares, cielos e infiernos, sectas y logias, y un sinfín de promesas que consabemos vacuas.
Tan desolador es el panorama, que pareces conformarte al festín del gusano con tal de llegarle sonriendo. Pero Yo, unigénito y voraz, no me cansaré nunca de instigar el camino hacia la inmortalidad. Cuando lo encuentre, y sospecho como, quizá te espere, y tú, pasarás a ser entonces mi parásito consentido. Mientras, me eres útil tal cual.

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