Mi padre siempre contó, a quien quiso escucharle, que un faro no es nada sin su noche y que es menos que nada sin la mar. Me pregunto si ahora, después de su muerte y tras la visita que he recibido, por fin comprendo lo que quería decirme exactamente.
Mi padre, que durante cuarenta y un años años fue el alcalde del municipio más al sur del país, siempre contaba, con la misma convicción y sin apenas variaciones, que una noche de diciembre de 1979, una tormenta sacudió el pueblo como pocas veces se había visto antes. Una tormenta que no podría olvidar, no por su violencia, sino porque vio funcionando el faro, un faro que estaba abandonado y en desuso desde hacía décadas.
Mi padre siempre decía que por entonces era vanidoso, confiado, irresponsable, y que a pesar de lo extraño de la situación o precisamente por ello, tomó la decisión de acercarse hasta el faro que, todavía hoy, se levanta ruinoso a dos kilómetros del pueblo. Lo que allí sucediera cuando llegó no lo recuerda, y hasta el día de su muerte mantuvo que perdió la memoria en cuanto alcanzó los pies de la torre.
Lo que es seguro, pues he leído muchas veces la crónica del periódico local, es que le encontraron a la mañana siguiente, tirado en la playa y a punto de ser llevado por el mar resacoso. Cuando recobró la consciencia no dijo una sola palabra durante una semana, hasta que empezó a contar lo dicho, es decir, que no recordaba nada de lo sucedido una vez que llegó hasta el faro.
Sin embargo, en el pueblo pronto hubo versión oficiosa, pues nadie había visto el faro fantasma en funcionamiento y todos pensaron que, el hijo del molinero, como en tantas otras ocasiones, se había emborrachado. La herida que presentaba en la cabeza y su cuerpo casi devorado por la mar, fueron dos claras señales de la suerte que había tenido esa vez.
Mi padre siempre contaba que habría aceptado sin rechistar la versión que le daban, de no ser porque, en septiembre del año siguiente, en mitad de otra noche de furibunda lluvia, de nuevo volvió a ver parpadeante la luz del faro y de nuevo volvió a marchar hasta allí. Sin duda todo hubiera sido más fácil de haber avisado a alguien más, pero no lo hizo.
El caso es que mi padre, en esa segunda noche tormentosa, llegó hasta la base del faro y esta vez sí recuerda lo sucedido. Se encontró con la puerta abierta, subió las escaleras hasta acceder a la sala de control, a la recámara, a la casa del torrero, y allí empezó a escuchar un llanto que provenía de más arriba. Cuando llegó a la cúpula, al lado de la linterna fantasmal que arrojaba su luz parpadeante y cegadora, me encontró a mí, berreando, desnudo, recién nacido.
Mi padre siempre repetía que mi padre era el faro, que mi madre la mar, que él lo sabía y que la noche lo sabe. Sin embargo, yo siempre tuve mis dudas. Más o menos como las tenía el resto del pueblo. Pero lo cierto es que en esta ocasión, mi padre regresó conmigo en sus brazos de la incursión al faro fantasma, y aunque de nuevo nadie más que él lo había visto en funcionamiento, y aunque nunca nadie lo volvió a ver funcionar jamás, a mí sí se me podía tocar, oír y ver.
En los días siguientes a mi misteriosa aparición, nadie me reclamó y puesto que mi padre dijo querer quedarse conmigo, y a pesar de que no parecía ser un candidato idóneo para convertirse en buen padre, los vecinos del pueblo me dejaron en sus manos tras una acalorada asamblea.
Para sorpresa de todos, mi padre supo hacerse cargo de mí. Se alejó del alcohol y cambió el molino ruinoso por unas tierras que aprendió a cultivar con sacrificio y maña. Fue tal su conversión, que cuando yo tenía dos años, se había ganado el cariño y el respeto de todos sus vecinos y se presentó para alcalde. Ganó el puesto y se mantuvo en el cargo hasta su muerte, hace tres meses, a la edad de 65 años.
En sus estertores mi padre me recordó que un faro no es nada sin su noche y que mi madre era la mar, así que, en mi último intento por conocer la verdad, también fracasé.
Pocos días más tarde, en un acto de homenaje y de honra a su memoria, conté en un periódico local la historia que mi padre siempre había contado a quien quiso escucharle. Y para mi sorpresa, la noticia voló por todo el país. Durante varias semanas numerosos medios quisieron entrevistarme e intentaron resolver mi origen; analizaron los partes meteorológicos de la época, estudiaron el faro, hablaron con los vecinos, revisaron archivos… Hasta que al final de sus investigaciones no quedó más que humo y teorías tan disparatadas, o incluso más, que las de mi padre.
O al menos así fue hasta hace unos días, cuando el ruido ya había pasado y me encontraba dispuesto a aceptar que la versión de mi padre era la mejor versión. Sin embargo, ocurrió que una anciana llamó a mi puerta, me preguntó si yo era yo y me pidió permiso para sentarse y contarme una historia. Le serví un café, me serví otro y contó lo que había venido a contar.
Que la noche de diciembre de 1979 en la que quien decía no ser mi padre perdió la conciencia, dos jóvenes enamorados fueron hasta la playa cercana al faro. Allí, el joven, borracho, forzó a la joven, que a pesar de rogarle que parara, no lo hizo. Ella logró escapar de él cuando le estampó una piedra en su cabeza.
La joven, que vivía en un pueblo cercano y que era la hija de un acaudalado empresario naval, no quiso volver a saber nada de su amante hasta que supo que se había quedado embarazada. Cuando no le quedó más remedio que aceptar la noticia, buscó al joven y se lo contó. El joven, por su parte, le dijo a la chica que hiciera lo que quisiera, pero que él no se haría cargo de la criatura que naciera y que no quería volver a saber nada de ella.
La joven siguió el consejo del joven e hizo lo que quiso, que no fue otra cosa que lo que consideró una venganza. No abortó y tuvo a su bebé de manera que solo su sirvienta se enteró de que había estado embarazada. En cuanto pudo moverse tras el parto, se presentó por última vez en la casa del joven y le contó que en el faro quedaba abandonado su hijo, que hiciera también lo que él quisiera.
Cuando la anciana terminó la historia, quizá demasiado mayor para ser mi madre, quizá demasiado joven para haber sido la sirvienta, ambos lloramos. Por fin, tras reunir el valor suficiente me atreví a preguntar si esa noche hubo tormenta. Sin esperar respuesta lancé otra pregunta, la de si ella era mi madre. La anciana me miró con ojos vidriosos y cansados y me dijo que de eso no había duda, que mi padre era el faro y mi madre la mar.