Caín, Abel, Marte, el fútbol

Tenía que llegar y llegó, apuntó un antropólogo entrevistado a doscientos  veinticinco millones de kilómetros de los hechos. Poco antes, los políticos de la Tierra habían soltado sus discursos vacíos, los científicos temieron que se cancelara el Proyecto Rojo 20-35, las crecientes corrientes anticientíficas se frotaron las manos y, en las redes sociales, el pitorreo fue mayúsculo.

Tenía que llegar y llegó, no el primer muerto humano en Marte, que como todos recordamos fue la astronauta y bióloga Magdalena Bojarska, tras un desgraciado accidente de despresurización, sino el primer asesinato. Y por si fuera poco, sí, el título lo anticipa, uno en el que la víctima y el homicida son hermanos.

El motivo de momento está claro. Faltan en Marte policías, abogados y periodistas para retorcerlo todo, así que nos quedamos con la versión del asesino y del resto de testigos, que hasta ahora coinciden: el asesinato no fue fruto de la envidia (sería ya una coincidencia bíblica pasmosa), sino la estupidez.

Filósofos y psicólogos lo han apuntado hasta la saciedad, el desarrollo tecnológico no significa un desarrollo ético, y la inteligencia cognitiva no conlleva inteligencia emocional. Tampoco es que se descarten, pero nada se regala de antemano. En fin, repetimos, tras el asesinato está la estupidez, en concreto, la estupidez por el fútbol.

Fue durante la pasada Final de la Champions, un hermano con cada equipo y el penalti dudoso que levantó tanto altercado en la Tierra, incendió también los ánimos en el planeta rojo hasta desatar la cuchillada mortal.

“Al menos ganó el equipo del muerto”, escribió en sus redes sociales el astronauta jefe del equipo de informáticos, luego borró el mensaje.


Caín matando a Abel (Andrea Schiavone)

Woody Allen, A propósito de nada. Autobiografía

Eso no significa que no puedas despertarte de mal humor, odiando el mundo, cabreado con la estupidez de la gente, furioso ante el vacío del universo, lo que confieso que hago puntualmente cada mañana; pero en mi caso eso sirve para hacer brotar mi humor, no para anularlo. Al igual que Bertrand Russell, siento una gran tristeza por el mundo. A diferencia de Bertrand Russell, no sé hacer cálculos matemáticos complejos. Y tal vez no pueda transmutar mi sufrimiento en un gran arte o una gran filosofía, pero puedo escribir buenos chistes cortos que sirven para distraer momentáneamente y brindan un breve respiro de las consecuencias irresponsables del Big Bang.


La caída del Museo Británico

Fíjese en que antes de la aparición de la novela como género literario dominante, la narrativa sólo trataba de hechos extraordinarios o alegóricos, con reyes y reinas, gigantes y dragones, virtudes sublimes y males diabólicos. Naturalmente, no había peligro de que se confundiese eso con la vida. Pero tan pronto como la novela empezó a abrirse camino, en cualquier momento se podía coger un libro y leer sobre un tipo llamado Joe Smith que hacía exactamente las mismas cosas que hacía uno. Muy bien, ya sé lo que me va a decir; va a decirme que aun así el novelista tiene que inventar muchas cosas. Pero ésa es precisamente la cuestión: se han escrito un número tan extraordinario de novelas durante los dos últimos siglos que casi han agotado las posibilidades de la vida. De modo que todos nosotros, ¿comprende?, estamos en realidad viviendo hechos que ya han sido escritos en alguna novela. Claro que la mayoría de la gente no se da cuenta: se imaginan, inocentemente, que sus pequeñas vidas son únicas… Mejor así, porque cuando uno cae en la cuenta, la sensación es muy molesta.

David Lodge


He escrito otro libro, y hay días que me siento culpable

Escribir es un arte tan difícil como cualquier otro, pero vender y promocionarse lo es mucho más, o al menos lo es para mí.

Hace cosa de un par de meses terminé mi sexta novela, ahora intento colocar la quinta, mientras empiezo a dar la cuarta por imposible (las tres primeras ya están sueltas por el mundo). Y qué distinta es la sensación a cuando publiqué mi primera, Hermanos y reyes. El día de su presentación, allá por un lejano 2013, lo cuento entre los más felices de mi vida.

No es que por entonces hubiera conseguido publicar con un gran sello, pero sí tenía editor, cantidades ingentes de ilusión y, sobre todo, mi inocencia a salvo. Sin duda alguna debía pensar que era un primer paso hacia el estrellato (o tal vez no, nunca he sido demasiado triunfalista) de otros muchos que ya no tendrían freno.

El caso es que hoy, ocho años más tarde, la cosa es bien distinta. Cuando por fin tengo Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso entre mis manos, tengo claro que no haré presentación alguna, ni por todo lo alto ni por todo lo bajo. Y ni siquiera tengo especiales ganas de anunciar a los cuatro vientos que he publicado otra novela. Tan solo querría tiempo para ilusionarme en otras tramas, otros personajes, otras obsesiones. Y sin embargo.

Y sin embargo, aquí estoy. Porque bien sé que es hora de mover y publicitar y dar la brasa con mi nueva obra, pues al fin y al cabo forma parte de lo ineludible. Y sobre todo, porque creo que he escrito una buena historia, que además, me ha costado mucho esfuerzo y merece al menos la oportunidad de sus lectores.

Así que aquí estoy, tecleando estas líneas, en la contradicción de pediros a los de siempre y a los que se quieran sumar, que gasten su tiempo y su dinero en Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso, mientras me atenaza la sensación de que podríais hacer algo mejor con vuestras horas y vuestra economía.

Aunque si me da por pensarlo un poco mejor, me terminan de convencer las ganas para subrayar que ya sois mayorcitos para saber lo que queréis hacer, que mi novela es un artefacto literario bastante digno, y que leer e invertir en un libro solo hace daño a los malos. Así que adelante, leedme, leedme, benditos.


El hijo

Mi padre siempre contó, a quien quiso escucharle, que un faro no es nada sin su noche y que es menos que nada sin la mar. Me pregunto si ahora, después de su muerte y tras la visita que he recibido, por fin comprendo lo que quería decirme exactamente.

Mi padre, que durante cuarenta y un años años fue el alcalde del municipio más al sur del país, siempre contaba, con la misma convicción y sin apenas variaciones, que una noche de diciembre de 1979, una tormenta sacudió el pueblo como pocas veces se había visto antes. Una tormenta que no podría olvidar, no por su violencia, sino porque vio funcionando el faro, un faro que estaba abandonado y en desuso desde hacía décadas.

Mi padre siempre decía que por entonces era vanidoso, confiado, irresponsable, y que a pesar de lo extraño de la situación o precisamente por ello, tomó la decisión de acercarse hasta el faro que, todavía hoy, se levanta ruinoso a dos kilómetros del pueblo. Lo que allí sucediera cuando llegó no lo recuerda, y hasta el día de su muerte mantuvo que perdió la memoria en cuanto alcanzó los pies de la torre.

Lo que es seguro, pues he leído muchas veces la crónica del periódico local, es que le encontraron a la mañana siguiente, tirado en la playa y a punto de ser llevado por el mar resacoso. Cuando recobró la consciencia no dijo una sola palabra durante una semana, hasta que empezó a contar lo dicho, es decir, que no recordaba nada de lo sucedido una vez que llegó hasta el faro.

Sin embargo, en el pueblo pronto hubo versión oficiosa, pues nadie había visto el faro fantasma en funcionamiento y todos pensaron que, el hijo del molinero, como en tantas otras ocasiones, se había emborrachado. La herida que presentaba en la cabeza y su cuerpo casi devorado por la mar, fueron dos claras señales de la suerte que había tenido esa vez.

Mi padre siempre contaba que habría aceptado sin rechistar la versión que le daban, de no ser porque, en septiembre del año siguiente, en mitad de otra noche de furibunda lluvia, de nuevo volvió a ver parpadeante la luz del faro y de nuevo volvió a marchar hasta allí. Sin duda todo hubiera sido más fácil de haber avisado a alguien más, pero no lo hizo.

El caso es que mi padre, en esa segunda noche tormentosa, llegó hasta la base del faro y esta vez sí recuerda lo sucedido. Se encontró con la puerta abierta, subió las escaleras hasta acceder a la sala de control, a la recámara, a la casa del torrero, y allí empezó a escuchar un llanto que provenía de más arriba. Cuando llegó a la cúpula, al lado de la linterna fantasmal que arrojaba su luz parpadeante y cegadora, me encontró a mí, berreando, desnudo, recién nacido.


Mi padre siempre repetía que mi padre era el faro, que mi madre la mar, que él lo sabía y que la noche lo sabe. Sin embargo, yo siempre tuve mis dudas. Más o menos como las tenía el resto del pueblo. Pero lo cierto es que en esta ocasión, mi padre regresó conmigo en sus brazos de la incursión al faro fantasma, y aunque de nuevo nadie más que él lo había visto en funcionamiento, y aunque nunca nadie lo volvió a ver funcionar jamás, a mí sí se me podía tocar, oír y ver.

En los días siguientes a mi misteriosa aparición, nadie me reclamó y puesto que mi padre dijo querer quedarse conmigo, y a pesar de que no parecía ser un candidato idóneo para convertirse en buen padre, los vecinos del pueblo me dejaron en sus manos tras una acalorada asamblea.

Para sorpresa de todos, mi padre supo hacerse cargo de mí. Se alejó del alcohol y cambió el molino ruinoso por unas tierras que aprendió a cultivar con sacrificio y maña. Fue tal su conversión, que cuando yo tenía dos años, se había ganado el cariño y el respeto de todos sus vecinos y se presentó para alcalde. Ganó el puesto y se mantuvo en el cargo hasta su muerte, hace tres meses, a la edad de 65 años.

En sus estertores mi padre me recordó que un faro no es nada sin su noche y que mi madre era la mar, así que, en mi último intento por conocer la verdad, también fracasé.

Pocos días más tarde, en un acto de homenaje y de honra a su memoria, conté en un periódico local la historia que mi padre siempre había contado a quien quiso escucharle. Y para mi sorpresa, la noticia voló por todo el país. Durante varias semanas numerosos medios quisieron entrevistarme e intentaron resolver mi origen; analizaron los partes meteorológicos de la época, estudiaron el faro, hablaron con los vecinos, revisaron archivos… Hasta que al final de sus investigaciones no quedó más que humo y teorías tan disparatadas, o incluso más, que las de mi padre.

O al menos así fue hasta hace unos días, cuando el ruido ya había pasado y me encontraba dispuesto a aceptar que la versión de mi padre era la mejor versión. Sin embargo, ocurrió que una anciana llamó a mi puerta, me preguntó si yo era yo y me pidió permiso para sentarse y contarme una historia. Le serví un café, me serví otro y contó lo que había venido a contar.

Que la noche de diciembre de 1979 en la que quien decía no ser mi padre perdió la conciencia, dos jóvenes enamorados fueron hasta la playa cercana al faro. Allí, el joven, borracho, forzó a la joven, que a pesar de rogarle que parara, no lo hizo. Ella logró escapar de él cuando le estampó una piedra en su cabeza.

La joven, que vivía en un pueblo cercano y que era la hija de un acaudalado empresario naval, no quiso volver a saber nada de su amante hasta que supo que se había quedado embarazada. Cuando no le quedó más remedio que aceptar la noticia, buscó al joven y se lo contó. El joven, por su parte, le dijo a la chica que hiciera lo que quisiera, pero que él no se haría cargo de la criatura que naciera y que no quería volver a saber nada de ella.

La joven siguió el consejo del joven e hizo lo que quiso, que no fue otra cosa que lo que consideró una venganza. No abortó y tuvo a su bebé de manera que solo su sirvienta se enteró de que había estado embarazada. En cuanto pudo moverse tras el parto, se presentó por última vez en la casa del joven y le contó que en el faro quedaba abandonado su hijo, que hiciera también lo que él quisiera.

Cuando la anciana terminó la historia, quizá demasiado mayor para ser mi madre, quizá demasiado joven para haber sido la sirvienta, ambos lloramos. Por fin, tras reunir el valor suficiente me atreví a preguntar si esa noche hubo tormenta. Sin esperar respuesta lancé otra pregunta, la de si ella era mi madre. La anciana me miró con ojos vidriosos y cansados y me dijo que de eso no había duda, que mi padre era el faro y mi madre la mar.


Conciencia desacompasada con redoble final

En la primera curva del camino me pregunté por la cantidad de alcohol que llevaba en sangre. Al caer en la cuenta que, demasiada, agradecí ir a pie.

Era de noche, acababa de salir de su casa y me sentía viejo. Despojado del arrojo que tenía a los quince, de la seguridad de mis veinte, de la experiencia que sentía a los treinta, de toda esperanza. Ya solo conocía perdedores en un reino de perdedores donde yo era el rey.

Tocaba enfilar a casa entre el frío, la distancia y la decepción. La apuesta no había salido como esperaba; ni la ginebra, ni la maría, ni nuestras tristezas nos habían llevado a la cama. Una ligera emoción trasnochada de posos nostálgicos, tampoco. Todo sabía a trampa, pero de esas que ni siquiera te desmiembran, sino que te dejan igual, cargando con el saco de dudas sobre el lomo.

He dicho que hacía frío, y es que quién no ha temblado en verano, mientras contempla las cuatro estrellas que con suerte nos deja ver la ciudad, mientras ya sabemos que nosotros no seremos una de ellas, mientras el fin del mundo cada día está más lejos y tu fin a cada segundo más cerca. He dicho, más o menos, que la decepción era un puñal clavado en mis partes más dolorosas. He dicho o diré, con firmeza, que la distancia a casa era como una bala en el vacío. He insinuado tantas cosas, que me siento desnudo, aunque no deje de caminar.

¿Qué, si no caminar, se puede hacer de provecho a altas horas de la noche y, en realidad, en cualquier puñetero momento? Al fin y al cabo pararse es morir, y morir es todavía peor que arrastrarse. Así que camino, como si hubiera un rumbo, por más que se oculte, aunque se subraye a cada latido que no hay sentido se mire por donde se mire.

Y atravesado por mi neblinoso estado de ánimo, cruzo calles y farolas que me arrojan recuerdos y sombras, y con la mejor de mis sonrisas malsanas, me cruzo con adolescentes que empiezan a llorar y a reír sin saber que el mayor privilegio es ser joven, pero que ese privilegio no se conoce realmente hasta que se pierde.

Casi al final, incluso me acerco a casa sintiéndome mejor, mérito sin duda de mis traspiés y de una luna menguante, que me mira mientras la miro, y claro, cuando estás embobado es cuando te embiste la vida. Siempre fue así. Y quien dice la vida, dice un coche. Y mientras la guadaña se plantea si llegará a la yugular, me revuelco por el parachoques, por el capó, por el techo y, por un abismo que suena a mis últimas plumas rotas.

Sin embargo, nadie conoce su último vuelo, o al menos yo no lo conozco, y encamado, deshecho y vendado hasta la médula en un hospital, abro los ojos y te veo.     


Trampas para monstruos

Solté al tigre porque yo ya estaba harto y él hambriento. La escena fue como la imaginé; los pasajeros del vagón del metro dejaron por fin de prestar atención a sus pantallas y a sus vidas virtuales y comenzaron a gritar en dolby surround. La fiera, como quería silencio antes de su festín, saltó sobre la yugular de los hombres más histéricos y de las mujeres más ruidosas y, como allí no callaba ni dios, hubo una pequeña matanza hasta que llegué a destino y encerré al animal de nuevo en mi imaginación. Las víctimas recobraron sus aburridos cuellos y sus ropas limpias sin sangre y sus malditos móviles.

A la mañana siguiente hubo una escena similar, salvo que en lugar de un tigre, creo recordar haber soltado un pequeño mamut, cuando otro vagón repleto de personas incapaces de levantar la vista de sus flamantes smartphones,me hicieron perder la paciencia. Y así volvió a suceder al día siguiente, y al otro y al otro, bien con un ninja sanguinario, con una gigantesca planta carnívora insaciable, o con un extraterrestre exterminador que nos llamaba alienígenas a nosotros.

La escabechina de pasajeros, que finalmente recobraban sus vidas al llegar a mi parada, se perpetuó hasta el sexto día, cuando al vagón subió mi némesis. Se colocó con descaro en frente de mí y cubrió la salida. Ella no tenía móvil y yo ni siquiera un libro entre las manos. Me retó con su mirada y no fui capaz de hacer otra cosa que humillar la cabeza, hasta que bajé en mi estación con mucho cuidado de no rozarla.

Hoy, nada más subir al vagón, he pegado mis ojos al móvil, buscándola desesperadamente en las redes sociales, por si tuviera la suerte de volver a encontrarnos y, en esta ocasión, fuera capaz de liberarme de mis monstruos.


Ya a la venta mi cuarta novela: «Mi hermana y yo, o un talento especial para el fracaso»

Nadie conoce a nadie, y si el juego anda entre familiares, menos todavía.

Eso será lo que esté por descubrir Esteban Cardoso, el último vástago de una poderosa, pero casi extinta familia, cuando reciba la noticia de que su hermana Asunción acaba de morir atropellada.

La muerte, como tantas veces ocurre, no será sino el principio del algo nuevo. Esteban tendrá que enfrentarse a su memoria, a lo inesperado y al peligro.

Su hermana, no era solo la profesora mojigata de ética y religión que él creía, sino también alguien que intentó un imposible, equilibrar de una manera peculiar, la razón, la sexualidad y el poder.

Esteban tendrá que desentrañar las consecuencias del intento de su hermana, o más bien, las consecuencias de ese intento empezarán a perseguirle a él en un momento donde, por si fuera poco, una pandemia que nos afectará a todos comienza a abrirse paso.


Dónde puedes hacerte con ella:

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Los años no pasan por la verdad, y duele.

… deberíamos reconocer que el actual caos político guarda relación con la decadencia del lenguaje y que podríamos conseguir alguna mejora si empezáramos por lo verbal… El lenguaje político –y, con variantes, ello es cierto de todos los partidos políticos, desde el Conservador al Anarquista- está pensando para que las mentiras suenen a verdades y el crimen parezca respetable, y para conferir apariencia de solidez el aire puro.

George Orwell, Politicis and the English Language, 1946


No me gustan las flores

No me gustan las moralejas, las cargan lo obvio, pero a veces…

Mientras el silencio entre nosotros se volvía cada vez más pesado e insoportable, el coche comenzó a resollar por el esfuerzo. La radio daba interferencias, la cuesta no terminaba nunca y opté por pisar el acelerador a fondo. A pesar del aumento de la velocidad, ella siguió sin mirarme.

Todo, de nuevo, había salido mal en nuestro viaje. Sería la última vez, el último intento, me dije, y comencé a sudar frente a su aparente calma. Pasé cerca de varios camiones, demasiado cerca, pero tampoco se inmutó. ¿Lo deseaba acaso tanto o más que yo? Era una forma como otra cualquiera de ser libres.

A lo lejos divisé el fin de la pendiente. Acababa en curva cerrada, como anunciaban con insistencia las señales de precaución para que se redujera la velocidad. No lo hice y ella tan solo puso las manos en su regazo, si acaso esbozó una ligera sonrisa. Entonces las vi, fugazmente, y recordé.

No me gustan las flores, confesé en nuestra primera cita. ¿A qué tipo de monstruo no le pueden gustan las flores? Contestó, poco antes de enamorarnos.

Las vi, fugazmente. Clavadas sobre un poste al lado de la carretera. Eran el típico ramo de luto, de pérdida, de crueldad intolerable para los que se quedan.

Tal vez fueran las flores, tal vez fui solo un cobarde, tal vez un valiente, pero levanté el pie del acelerador. Pasada la curva lloramos, al llegar a casa decidimos un punto final menos salvaje.

No me gustan las moralejas y no me gustan las flores, pero hoy hemos rehecho, cada uno con sus pedazos, nuestras vidas.


Madame Macabre: Flores negras en el mundo natural.