De la textura de las piedras

Ahora debería ser de noche pero todavía no sé forzar a la Luna.

De regreso a las lindes de mi ciudad, contemplo como tras un año las fauces del hierro continúan imparables. Y los recuerdos de barra en la tarde de ayer nos llevaron al grupo a lo que ya son recónditos lugares: monte y campos a las afueras de Guadalajara –lo que otrora era tal, hoy son casas y carreteras. Tan sólo diez años de memoria y desnudo de hierro buena parte de la actual ciudad.
Me resulta ya muy difícil coger el macuto las ganas los pies y salirme a las afueras de este feo ambiente de ciudad mediocre. Antaño podíamos por mi sur bajar hasta el río donde ahora levantan otro puente. Qué días aquellos de caña y terreras, los quince borraban el peligro y la conciencia y sólo así podíamos disfrutar a pleno pulmón de una mala pesca pero de una tarde intensa ascendiendo por pendientes de dudosa firmeza pero certera caída. Creo que fui el único que nunca pescó nada –salvo la merluza de mi vida a base de vodka vino cerveza y todo lo que pude echarme al coleto al cruzárseme por delante, pero también el único que subió todas las terreras catalogadas en fáciles muy difíciles y realmente peligrosas. Nunca me atreví a saltar la imposible: mis huesos deben estarme agradecido.
Si nos daba por dirigirnos a occidente tan sólo era cruzar la carretera nacional y un mundo distinto se abría paso: primero cultivos, luego monte y más allá lo desconocido. Hoy quedan por esas ruinas hoteles y Cortes Ingleses y eternas obras. Si subimos hasta nos han puesto una nueva ciudad de bello nombre pero fea factura. Y si bajamos el Toro, mítico, ya no da para los primeros botellones –si acaso para contemplar crecidas de coches y edificios.
Vayamos al norte clama mi olvido, pero dura lo que dura la frase pues recuerdo al instante que por allí no una, sino hasta dos ciudades nuevas podríamos decir que se han levantado. Aguas Vivas no se si tendrá mucho agua, pero ladrillos hay para aburrir.
Mi nostalgia cerebral añade factores que siempre colaboran en la empresa de la acción, o más bien de la in-acción: el miedo y la decencia. El miedo crece con la edad, eso dicen o eso digo, y no es descabellado. Lo que hace unos años era pura emoción cuando advertíamos a un tío haciéndose el crucificado en un olivo dejado de la mano de dios en un páramo del diablo, hoy se divisa con el signo de “cuidado”. Y por lo que respecta a la segunda, hoy cuesta más (y no sólo hay que irse mucho más lejos para caminar con la Luna en un campo cultivado), salir a pegar gritos a la noche descabellados de inconformismo e incertidumbre. Ni que decir tiene de mis solitarias búsquedas de ovnis o rarezas varias que se saldaron sin mayor usufructo que el estirar las piernas: ¿cómo la decencia del que enfila ya más los treinta que los veinte se permitiría tal cosa?

No quedan dudas, esta Guadalajara mía cada vez tiene garras más largas, y nosotros las alas más cortas. O quizá el problema no sea la sombra del cemento de los pisos sino el entumecimiento de mis huesos.

No, eso va a ser que no porque si así fuese no habría venido hasta esta vieja terrera a desempolvar estos recuerdos. ¡Que crezca la ciudad cuanto quiera que mis piernas siempre serán más largas!

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