Hace ahora una semana que volvimos a abrir las puertas, algo más viejos y cargados de incertidumbre nos hemos puesto a trabajar para levantar unas ruinas que aspiran incluso a mejorar lo que fueron. Te guste o no Lázaro, estoy contento, y quería decirlo.
Diarios
Crónicas de una derrota
El 1 de abril de 1939 el ejército nacional (antes sublevado), alcanza sus últimos objetivos militares; la guerra incivil española ha terminado, el medio análfabeto Franco comandará los designios de la más vieja-nueva España durante casi 40 años.
El 1 de abril de 2007 mi vida toma un nuevo rumbo definitivo, después de algo más de seis años de felicidad sin mácula, se acaba mi relación con Belén (creo que será la única vez que diga su nombre).
Salvando las distancias y el tiempo, hay tragedias que se viven paralelas. No sólo se trata de esa pequeña coincidencia en el calendario, no sólo es que terminara el libro, «Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie», el 31 de marzo. Sino que lo trágico y característico por lo que escribo esto es que en mi persona se congregaron en cierto modo las dos tragedias de un modo simultáneo; y es que fue precisamente en la misma semana, durante los mismos siete días, en los que se descompuso el libro mencionado en mis manos, y la expulsión del paraíso en mi corazón, siete días que desembocaron en ese 1 de abril. He aquí la razón por la que me atrevo a llevar a cabo tan peregrina comparación.
Si siguiera con los paralelismos me embarraría por doquier faltando a la estética más elemental, y también, por supuesto, a la ética. Pues bien, lo haré. No tengo la menor duda de que ambos fuimos la República, con sus errores que duda cabe (aunque bastantes menos que la del 31-39), pero con sus sueños y felicidad, no hay duda. Sin embargo, tuvimos nuestra sublevación injustificada caciquil y fraticida, que nació de dentro de ella dirigida quién sabe si por una mano teológica o demoníaca, definitiva en cualquier caso. Ella dejó que nos arrebataran lo mejor que hemos tenido ambos en nuestra vida, y a mi no me ha quedado otra que marcharme hacia el exilio.
Puedo decirlo sin apenas exagerar, soy un Exilio de ese Edén del que no sé si volveré a cruzar algún día el portón. Tal vez tenga que decidir primero no si puedo, algo ya difícil de por si, sino sobre todo si quiero -hay paraísos que no son más que ruinas y si quieres vivir en ellos debes tener claro que se exige mucho trabajo para poder rehabilitarlos al menos hasta la decencia.
Quien sabe si tendré un feliz 20 de noviembre, o un mejor 14 de abril, o quizá una tumultuosa transición. Con seguridad, eso sí, puedo hablar de la fuerza de mis maquis, o de los fuertes intentos diplomáticos que parte de mi Exilio lleva a cabo por recuperar el gobierno. Todo es confusión, pero el dolor es real; otro paralelismo más.
Es hora de empezar a cerrar la herida, de quemar el resentimiento. Que haya humo pero que no ardan los cimientos, pues hay ruinas más maravillosas que perfectos mundos recién construidos.
El regreso a la palabra escrita
Arrastrándome como nunca pude concebir llego a ti de nuevo a la espera de no repetir este error que me condena a páramos yermos, sombríos e inútiles. Vuelvo dispuesto a arrostrar cualquier peligro porque he asumido tras la calamidad que sé vivir sin miedo. Tras de mis ojos caben mundos enteros que tú me ayudarás a recrear. El problema no ha sido el tiempo, sino el alma bullendo iletrada por mor de una losa pesada, pero deslastrable al fin y al cabo, el problema en definitiva ha sido petrificar un golpe, por muy duro que sea, en un sino siniestro. Ahora, nuevamente libre de temores, acometo la vuelta a ti en multitud de ramas de la que esto es sólo un ejemplo. Cabe preguntarse si recaeré, o incluso si me hundiré en abismos insondables de los que nunca logre salir, pero puedo responder que tengo certezas útiles que antes no tenía, y que aunque con lentitud, aprendo. Esta relación amor-odio, palabra, debe continuar hasta que me consuma, y así se hará.
Pecado mortal
La inteligencia por desgracia nunca estuvo demasiado de mi parte, y eso, como es lógico, trae sus complicaciones. Pero qué le vamos a hacer si somos los hijos de un mismo dios: el de la incompetencia.
¿Qué es eso? Me parece oir múltiples quejas nada veniales que gritan a coro: «eso lo serás tú, mi dios y el tuyo no es el mismo, ergo…» Esta bien, aceptamos la réplica, no compartimos la misma mesa, cómo vamos a compartir la misma Gracia.
¿Nuevas quejas?, ¿qué dicen?, Que no las trate condescendientemente, que odian la complacencia. Joder, ya no te dejan ni rectificar. Está bien, seré radical, soy un inútil y el peor de los hombres que ha hollado estas lindes, y por supuesto, mi naturaleza no salpica en nada al resto de la humanidad, de hecho soy humano por mala fortuna, iba para brizna. Vale así, ¿puedo continuar?
Decía que mi Yo nunca estuvo muy dotado, y que esto me granjeaba quebraderos de cabeza. Ahora bien, él podía transcurrir sin excesivos sobresaltos a causa de la eterna posibilidad de una huida hacia dentro. Quiero decir, si mi vida abandonaba el sendero de la normalidad, podía recurrir a la escritura más íntima en pos de la catarsis necesaria. Créase o no, funcionaba, al menos lo suficiente como para recuperar la apariencia de cordialidad ante una vida que no terminas de calibrar por más que lo intentas. El caso es, que mi ánimo por vender las entrañas en pos de no sé muy bien qué, ha terminado en camino ciego, en una encrucijada por la que no puedo seguir ni hacia delante ni hacia atrás cuando los sobresaltos se presentan y llaman a la puerta. Ya no hay escape hacia ningún lugar que no sea mi cabeza, y esto no es nada recomendable para mi estabilidad.
¿Qué ha ocurrido? Algo tan sencillo como que por muchas capas y censuras que presente detrás de las palabras, no todo se puede decir cuando existe la posibilidad de que otros ojos te miren. Hay intimidades ingobernables que no estoy dispuesto a soltar a la deriva, con la consecuencia de que yo, no pudiendo deslastrarme de ellas, me dirijo hacia la misma.
Una cálida voz vibra a través de las paredes, «siempre se puede depurar miserias en otros vomitorios». Cierto. Habrá que cambiar de estilo. Tendré que ampliar mi recetario. Cuidaos de que no me siente en vuestra mesa.
Día claro
Apenas una hora, acaso unas líneas, con seguridad la música, y por qué no, el bocado que acaba de taponar el agujero del estómago, con eso y sin más el día negro se torna brillante.
Sigo sin que la memoria acuda a la llamada. Sigo sabiendo, ahora más que nunca, o tanto como siempre pues recorrer los polos es mi sino, que dependo de mi ánimo como las parcas de los vivos. Y sigo sin que mi Yo me termine de respetar.
Pero como digo, apenas algo de tiempo cargado con esa sustancia maravillosa que son los reflujos de la vida, y estalla mi ataúd por los aires, y me levanto con ganas no ya de llevar el mundo sobre mis hombros, sino de devorarlo, y empiezo a cabalgar las nubes más indómitas.
Ahí me quedo, al menos hasta que me caiga. No será tardando. Y vuelta a empezar
Qué difícil me resulta vislumbrar lo más mínimo a través de este proceso introspectivo al que sé jugar, quizá con gusto, mas no hay duda de ciertos rasgos: fragilidad, inestabilidad, delirio, miedo. Es el precio a pagar por no haberme sabido convertir en dios.
Día negro
Si la memoria me respetara lo más mínimo, recordaría sin dilación aquella frase sartriana escrita en latín que dice algo así como, ni un solo día sin escribir al menos una línea.
Si mi ánimo me respetara lo más mínimo, éste no me zarandearía por los abismos más extremos en busca de lo inefable del ser humano
Si yo mismo me respetara lo más mínimo, no odiaría la calma que en ocasiones duerme mi tragicomedia, sino que más bien la acariciaría con ternura.
Sin embargo, ni la memoria ni el ánimo ni el Yo, me respetan. Y sin éste resulta difícil mantener el mundo sobre los hombros, ni siquiera uno como el nuestro.
Así las cosas, hay días que desde luego no naufrago por la imperfecta pero existente sutil concatenación de la rutina, y cuando en uno de ellos falle ésta, puedo olvidarme de volver a mojar los labios en algo dulce, puedo olvidarme de volver a recuperar el más mínimo respeto.
Viernes noche: desnudando el alma
Uno se cree raro, aunque cuando oye ve y calla, descubre su pasmosa normalidad. Al menos si hablamos de acciones y del plano psíquico más visible. Otra cosa es el inconsciente indómito, donde se rebelan las fuerzas más inefables, pero esto, al contrario de llevarme a la excepción, como mucho me podría llevar al diván que todos precisamos. Rarito, o no rarito, he ahí la cuestión a dirimir. Pues bien, partiré con ventaja en lo que nos atañe para la siguiente partida:
Hoy es viernes noche y en vez de jugar a beber cervezas y soltar la lengua, me dedico a quedarme solo con el ordenador, mi libido, y un cierto recuerdo de Pascal. Este último y tras el segundo me conduce a releer sobre el matemático y hombre de fe genial, de ahí paso a su «Memorial»: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el dios de los sabios y filósofos», y termino leyendo sobre las conversiones de García Morente y San Agustín. No sé en qué escala de normalidad podría medirme pero parece difícil que logre el aprobado con los tiempos que corren.
Ahora bien, mejor no fiarnos mucho de tales tiempos. Pero sigamos.
Ser prácticamente ateo, o mejor, ser un agnóstico que rechaza toda posibilidad de divinidad antropomórfica, y disfrutar con estos textos religiosos, es algo que me encanta. Aunque por desgracia, del placer no paso al convencimiento (ser lo que soy en materia de fe -un descreído absoluto- no es plato de buen gusto), y es que probablemente a estas alturas de mi vida descarriada sólo una revelación del tipo de Morente, o una voz al estilo de san Pablo, podría incrustarme en el recto camino de la religión. Y aún así lo dudo. Y no porque tenga fe ciega en el dios de los filósofos, no hay dios más escuálido ni incierto, sino por simple orgullo e irreverencia. Después de todo, si Dios o Jesucristo se me presentaran, me serviría más para apostillar aquella tesis de Iván Karamázov en la que Dios existe y es perverso, que para llenarme la boca de glorias a mi Nuevo Señor.
No tengo ganas de justificar esa supuesta perversidad, sólo hay que abrir los ojos. Pero esto no quita para reconocer que Pascal, Kierkegaard, Agustín y tantos otros, llegaron a tocar con sus manos algo realmente grande del ser humano. Digamos que vivieron aunque sólo fuera por momentos una dimensión de espiritualidad para la que yo por desgracia no estoy capacitado. Y estoy convencido tanto de su gracia como de mi incapacidad. Por lo que respecta a la primero, porque debieron alcanzar una paz (que sólo se haya en ciertos tejidos del alma), que ya la quisiera para mí. Y por lo que respecta a lo segundo, porque no me veo cancelando lo que san Agustín sacrificó cuando tuvo su revelación: «Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos».(Rm 13,13) ¡Sino más bien secundándolo!
¡Ay de mi Señor, que perdido que camino, que hoy no encontré las cervezas!
No soy gracioso, y a menudo duele, pero es lo que soy. ¿Raro?
Hoy es viernes noche y en vez de jugar a beber cervezas y soltar la lengua, me dedico a quedarme solo con el ordenador, mi libido, y un cierto recuerdo de Pascal. Este último y tras el segundo me conduce a releer sobre el matemático y hombre de fe genial, de ahí paso a su «Memorial»: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el dios de los sabios y filósofos», y termino leyendo sobre las conversiones de García Morente y San Agustín. No sé en qué escala de normalidad podría medirme pero parece difícil que logre el aprobado con los tiempos que corren.
Ahora bien, mejor no fiarnos mucho de tales tiempos. Pero sigamos.
Ser prácticamente ateo, o mejor, ser un agnóstico que rechaza toda posibilidad de divinidad antropomórfica, y disfrutar con estos textos religiosos, es algo que me encanta. Aunque por desgracia, del placer no paso al convencimiento (ser lo que soy en materia de fe -un descreído absoluto- no es plato de buen gusto), y es que probablemente a estas alturas de mi vida descarriada sólo una revelación del tipo de Morente, o una voz al estilo de san Pablo, podría incrustarme en el recto camino de la religión. Y aún así lo dudo. Y no porque tenga fe ciega en el dios de los filósofos, no hay dios más escuálido ni incierto, sino por simple orgullo e irreverencia. Después de todo, si Dios o Jesucristo se me presentaran, me serviría más para apostillar aquella tesis de Iván Karamázov en la que Dios existe y es perverso, que para llenarme la boca de glorias a mi Nuevo Señor.
No tengo ganas de justificar esa supuesta perversidad, sólo hay que abrir los ojos. Pero esto no quita para reconocer que Pascal, Kierkegaard, Agustín y tantos otros, llegaron a tocar con sus manos algo realmente grande del ser humano. Digamos que vivieron aunque sólo fuera por momentos una dimensión de espiritualidad para la que yo por desgracia no estoy capacitado. Y estoy convencido tanto de su gracia como de mi incapacidad. Por lo que respecta a la primero, porque debieron alcanzar una paz (que sólo se haya en ciertos tejidos del alma), que ya la quisiera para mí. Y por lo que respecta a lo segundo, porque no me veo cancelando lo que san Agustín sacrificó cuando tuvo su revelación: «Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo y que el cuidado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos».(Rm 13,13) ¡Sino más bien secundándolo!
¡Ay de mi Señor, que perdido que camino, que hoy no encontré las cervezas!
No soy gracioso, y a menudo duele, pero es lo que soy. ¿Raro?
Berlín, a 26/1/07
Cuchillo en mano
Cualquier día me descuido y dejo escapar a todos los demonios que cohabitan en mí. Mientras eso ocurre les iré dejando salir de uno en uno y por poco tiempo, no vaya a ser que les guste el mundo exterior y no quieran volver. En cualquier caso cuando les vean no les tomen demasiado en serio, ni demasiado en broma.