Por una botella de whisky

           Javier abrió la puerta de su casa, dejó las llaves en el recibidor, no quiso mirar su rostro en el espejo, y sin quitarse las zapatos se tumbó en el sofá. Era domingo por la mañana y las cosas no habían salido según lo previsto.
         En su sofá verde pistacho repasó mentalmente la noche anterior buscando una respuesta. La única que encontró fue la que él mismo dio cuando ella le había preguntado:
−¿Qué es lo más inútil que hay en tu casa?
A lo que Javier, cuando las cosas parecían marchar, contestó:
         −Una botella de whisky… y una pistola.
         Sin embargo la conclusión de repasar la noche anterior fue que, desde luego, las cosas no habían salido bien, o que habían salido tan mal, que necesitaba de la botella de whisky.
Javier llevaba años sin probar nada que fuera más allá de la cerveza y el vino, y cuando un amigo le regaló la botella de whisky, este le dijo ante la mala cara que puso que: «No me mires así, y no tengas prisa, a la botella ya le llegará su hora». Su amigo lo dijo con una sonrisa, pero a él le sonó a amenaza. Una amenaza que desde entonces parecía mirarle desde el lugar que la botella ocupaba en la cocina. Una amenaza que en ese momento se cumplía: la hora había llegado.
Con el tercer whisky decidió a llamar a su jefe. El jefe no cogió el teléfono pero Javier dejó un mensaje en el que le decía lo que pensaba.
La luz se filtraba con fuerza por las ventanas y la cortina, y la botella iba por la mitad cuando Javier cogió de nuevo el teléfono para llamar a su ex mujer. Él soltó los reproches que se había guardado durante años, y ella terminó por colgar.
Una hora más tarde, con la botella casi acabada, llamó a su hija. En el cuarto tono iba a desistir, pero ella descolgó y preguntó:
−¿Qué quieres, papá?
Él dijo entonces cosas que no quería decir y que no sabe cómo dijo, y ella acabó llorando.
Muy borracho, se quedó dormido en el sofá. Despertó horas más tarde,  de noche, y con un fuerte dolor de cabeza. Al principio no recordó nada, pero luego vio que tenía un mensaje en el contestador de su teléfono.
−Tenemos que hablar –decía, escueto, su jefe.
Javier recordó las tres llamadas, la noche anterior…, miró la botella de whisky casi vacía. Mientras le daba el último trago pensó en la segunda cosa inútil que había en su casa.

El refugio

El cineasta Ernesto Grivaldo redujo una marcha de su todoterreno y el vehículo ganó fuerza ante la nueva pendiente.  En la radio ya solo se escuchaban interferencias y Ernesto decidió apagarla. A ambos lados de la carretera cada vez más estrecha los pinos se erigían frondosos. El refugio de montaña estaba próximo.

Una vez más la imagen que le había obsesionado durante los últimos diez meses de su vida, el motivo de aquel viaje, acudió a él y se adueñó de sus labios, que susurraron: «La nieve comenzó a caer con suavidad, pronto el charco de sangre desapareció bajo un manto blanco». La escena, como siempre, se cortó de golpe.

Todas sus películas estaban basadas en argumentos desarrollados a partir de una sugerente imagen que le llegaba sin previo aviso y que moldeaba posteriormente, con mayor o menor esfuerzo pero siempre con brillantez para encandilar al público y a la crítica. Sin embargo, tras llegarle la imagen de la nieve no había ocurrido un desarrollo posterior y después del “manto blanco” se había abierto el abismo. Y aunque había intentado salvarlo de numerosas maneras y con numerosos guiones y escaletas, todo terminaba siempre en fracaso, sin una moldura convincente, con la sensación de que la imagen valía mucho más de lo que conseguía sacar de ella.

La primera vez que la nieve y la sangre acudieron a él fue durante la gala de la Academia, justo cuando recogía el galardón en forma de claqueta que le consagraba por su transgresora Cristales, una película experimental que podía visionarse desde diferentes puntos de partida, pero con resultados simétricos en una experiencia que había sido catalogada de “cinematografía fractal”.

Nada más aparecer la nueva imagen, al tiempo que levantaba en alto su premio, pensó que pronto tendría otro excelente guión. Así se lo hizo presagiar el cosquilleo que recorrió su cuerpo como en casos precedentes, o la convicción de que paladeaba una idea brillante y de gran calidad. Pero sus premoniciones esta vez no se cumplieron.

Los días pasaron y la imagen se enquistó. Sus armas habituales no lograron desmadejar el nudo. Su talento, capaz de asociar ideas muy variadas que le conducían hacia síntesis nuevas, se mostró inane; y su férrea disciplina, solo acumuló horas de trabajo que acumularon resultados que el propio cineasta calificó de mediocres en el mejor de los casos. El cierre del pernicioso círculo se lo dio el hecho de que no solo no había satisfactorios avances con la nieve y la sangre, sino que su obsesión era tal que no cabía la posibilidad de conceder espacio a ninguna otra apuesta.

Ernesto Grivaldo miró por el retrovisor interior y junto a los guiones sin terminar que se depositaban en el asiento trasero del vehículo, observó sus ojos. Sus ojos negros, cansados y enrojecidos, pero dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias. El bloqueo duraba ya diez meses, diez largos meses en los que había echado a perder entre otras cosas su matrimonio, ya de por sí en el alambre pero desbordado tras un repunte de su irascibilidad ante el permanente bloqueo creativo; diez meses en los que perdió un contrato millonario por un proyecto firmado que se negó a filmar; y diez meses en los que dijo adiós a buena parte de su salud y a quince kilos de peso. El deterioro físico y psicológico de Ernesto era tan evidente, que quienes lo conocían,tenían claro que o él acababa con su idea, o su idea acabaría con él.

A la hora prevista llegó al refugio. El cielo clareaba pero por el noroeste se divisaban unos densos nubarrones. Hacía bastante frío. Ernesto sacó las cuatro cámaras y los trípodes del maletero, y lo preparó todo tal como lo había diseñado. Fue meticuloso en su ir y venir del todoterreno a la cabaña, y viceversa. Echó leña y encendió el fuego de la chimenea para caldear el refugio; comprobó las baterías de las cámaras y las colocó, una encima del techo del vehículo, para tomar una imagen picada, otra casi ras del suelo para obtener un contrapicado ligero, y dos dentro de la cabaña para recoger todas las impresiones posteriores; revisó el botiquín; comprobó la cobertura del móvil, que sin ser completa bastaría; y, finalmente, metió la bala en el tambor de la pistola. La previsión señalaba que comenzaría a nevar en breve.

El reloj marcó las once de la mañana. Las nubes ya lo cubrían todo. Ernesto Grivaldo comenzó a sudar y a hablar consigo mismo a causa del miedo: «Este experimento de fundir realidad y ficción para salir del bloqueo es una soberana locura». Una soberana locura que sin embargo no canceló. Antes del primer copo se arrodilló en el lugar donde las cámaras exteriores ya grababan, antes del primer copo se colocó la pequeña pistola del calibre treinta y dos contra su costillar en la posición donde se había informado, antes del primer copo le dio tiempo a respirar profundamente siete veces. Con el primer copo se pegó un tiro. El dolor fue agudo, como nada que hubiera sentido antes. El disparo resonó por los alrededores y tres cuervos levantaron el vuelo.

La bala penetró el cuero y la carne, pero sin orificio de salida. A pesar del dolor, el cineasta mostró a las cámaras una expresión de triunfo, estaba vivo y no se había desmayado. La sangre fluía a buen ritmo.

El cineasta susurró de nuevo pero más convencido que nunca: «La nieve comenzó a caer con suavidad, y pronto el charco de sangre desapareció bajo un manto blanco». En esta ocasión la imagen era real a falta de que el charco de sangre fuese cubierto por una nevada que dejó de ser suave. Ernesto se sentó en el asiento del copiloto del todoterreno mientras miraba con fijación su efímera obra. Respiraba con dificultad, el frío le atería y el dolor le hacía retorcerse. No supo si debido a esos factores, el desbloqueo inmediato no llegó. Al menos estaba convencido de que un par de flashbacks, con él de crío, habían cruzado su cabeza nada más dispararse. Pero no consiguió retenerlos ni hacerlos explícitos y se habían deshecho como blanda nieve entre los dedos.

El charco de su sangre desapareció bajo sus ojos, pero no su contumaz bloqueo. Comenzó a nevar con intensidad. En el asiento del copiloto se formó otro charco. Ernesto debía marchar al refugio, llamar a emergencias y empezar la cura.

La ventisca estuvo a punto de derribarle camino de la cabaña en un par de ocasiones. Antes, había gritado de dolor y maldecido su estupidez, mientras con verdadero carácter de lunático guardaba en el todoterreno las dos cámaras que habían grabado su experimento. Si moría, pensó que tal vez nadie interpretara las imágenes correctamente, y esa idea fue un vanidoso consuelo más que una decepción.

Logró cerrar la puerta del refugio. El frío y la nieve quedaron fuera. El dolor pasó con él, y también otro flashback por el que pudo verse con cinco años, en su primera casa, fascinado delante del televisor, mientras de fondo escuchaba los gritos de sus padres. Todo ocurrió en un segundo. La imagen se le volvió a esfumar.

Llamó al hospital. La operadora que le atendió quedó confusa ante las explicaciones de Ernesto a pesar de que este se ciñó al disparo, a su localización, y a que le rescataran. En cualquier caso la operadora tuvo que darle la noticia: la tormenta superaba con mucho las previsiones originales y ninguna unidad de rescate, ni por tierra ni por aire, podría acceder al refugio hasta que la tormenta amainara.

El cineasta colgó entre blasfemias. Acto seguido le brotó una carcajada seca que desembocó en un inmediato gesto de amargura. Los diferentes registros fueron recogidos por las cámaras, y eso provocó en Ernesto Grivaldo una sonrisa difícil de catalogar.

La autocura que se realizó con el botiquín le calmó el dolor en parte, aplacó el desangrado y le infundió cierta esperanza. Con rabia le dijo a una de las cámaras: «Tal vez muera, pero antes voy a acabar lo que he venido a hacer». Se medio arrastró unos diez metros desde la ventana, hasta el calor de la chimenea. Fijó la mirada en la cámara más próxima a él, y recitó su particular mantra.

−La nieve comenzó a caer con suavidad… el charco de sangre… la nieve…sangre.

Las imágenes que se le habían escapado con anterioridad regresaron. En ellas se volvió a ver de niño, en el salón de una casa casi olvidada, con una pequeña claqueta de juguete entre las manos, frente a la televisión y fascinado con una película en blanco y negro. Sus padres no paraban de gritarse en la cocina.

Los gritos se adueñaron de la escena y el niño decidió ver qué ocurría. Ernesto no podía recordar el rostro de su padre y por un segundo lo tuvo frente a él. De inmediato, este se volvió para seguir discutiendo. La madre, advirtió la presencia del pequeño y le ordenó entre lágrimas que regresara al salón, pero el niño no obedeció y se escabulló a un rincón sin que le viesen.

La discusión aumentó. De los reproches la madre pasó a lanzarle un plato al padre, este contestó con un bofetón en la cara y una patada en el vientre, ella intentó revolverse ante los golpes y recibió un puñetazo en la boca. Roja de ira y roja de sangre con un labio partido, la madre se hizo con un cuchillo. Cuando ambos quisieron darse cuenta, él tenía el cuchillo clavado en el pecho hasta la empuñadura. El padre cayó a plomo al suelo de la cocina, la madre comenzó a chillar, el niño lo había contemplado todo con la boca abierta, la claqueta de juguete se le había caído al suelo.

La madre tras el tercer chillido descubrió a su hijo. Estuvo a punto de entrar en shock mientras el niño, boquiabierto todavía, observaba el charco de sangre que se formaba alrededor del cuerpo del padre. La madre se serenó lo suficiente como para sacar de la cocina a su hijo. Antes de llamar a la policía colocó al niño frente al televisor y le rogó con nerviosas caricias que se olvidara de todo lo que había visto. En la televisión nevaba en blanco y negro. Pronto llegó la policía, pronto la ambulancia, pronto el niño censuró este episodio que por fin afloraba a su conciencia.

A Ernesto Grivaldo se le fundieron a negro sus recuerdos y regresó a la cabaña. Una sonrisa se sobrepuso al dolor. Con dolor irónico habló a las cámaras: «Ahora sé que el cine ha sido a lo largo de los años mi refugio, que el cine me ha permitido huir de mi fantasma. Pero me he empeñado tanto en alcanzarle, que al final lo he conseguido».

Se palpó la herida, un rayo de sol se filtró por la ventana.

Resultado de imagen de nieve y sangre

 

El último

De este relato se ha dicho sin el entusiasmo que el autor hubiera querido:

«No es más que un juego sin un ápice de talento, pero al menos posee cierta gracia, que es más de lo que estamos acostumbrados a encontrar». Lázaro.

«Más profundo de lo que parece tal vez por no resultar nada revelador. Presenta un cinismo propio de nuestro tiempo, y sus vulnerabilidades». Eugenio Toré.

«Triste debe de ser el pensamiento de quien lo escribe, escasa su esperanza». Carlos M.

 

I

A las pocas horas de que reventáramos la Luna las predicciones científicas que se habían hecho centenares de años atrás, se cumplieron. De acuerdo con la primera, desaparecieron las mareas y las grandes masas oceánicas se marcharon hacia los polos. En el camino, muchas ciudades costeras fueron anegadas, aunque no arrasadas porque de ese trabajo ya nos habíamos encargado nosotros antes. La segunda predicción también se cumplió, en trece días logramos confirmar el nuevo cálculo de nuestra órbita; al desaparecer la Luna se modificaban levemente nuestras relaciones gravitacionales con el Sol, y esa levedad será suficiente para introducir de lleno a la Tierra en el infierno climático.

Provocar el infierno en cualquier caso ha sido una simple precaución contra posibles cobardes. El proceso hacia la extinción debería acabar en mí, es mi derecho después de mis logros, y mientras grabo esto, debo suponer que soy el último de los homo sapiens ludens. Pero si no fuese así, si quedaran ratas escondidas a la espera de asomar la cabeza, con la esperanza de llevar a cabo cualquier tipo de inicio, la nueva órbita se encargará de la desilusión, y de acabar el trabajo.

II

Me permitiré una pequeña descripción.

Madrid, siglo XXIII, año 25 según el antiguo calendario cristiano. La ruina de la antigua capital de España no es ni mejor ni peor que las del resto de ciudades y poblaciones del mundo, pero su destrucción llegó algo más tarde que a muchas otras, escapando de las más virulentas Guerras Lúdicas, lo que ha conservado algún edificio que otro.

Frente a mí se levanta pavoroso el Museo del Prado. Hace mucho que sus cuadros se quemaron, se robaron, y hasta se comieron –estuve presente cuando se obligó al último alcalde de la ciudad a realizar la performance titulada,  Alcalde devora el cuadro de Saturno que a su vez devora a uno de sus hijos−, pero el edificio aún se mantiene en pie. No la estatua de Velázquez que durante siglos presidió su puerta principal, no los edificios, museos, y hoteles de alrededor, no Eva.

Eva no. Ella yace a mis pies.

Si mi padre pudiera verme en esta hora, si mi padre pudiera hacerlo… volvería a quitarse la vida.

 

III

Pronto acabará todo, pero antes grabo holográficamente estas palabras.

Y lo hago sin que haya nadie que pueda reprocharme tan absurda vanidad, que pueda recordarme que nunca más seré admirado, que nunca más causaré temor ni odio. ¿Para qué grabarme entonces, por qué no matarme sin más preámbulos?

¿Temo acaso que el Contador de Almas impreso en el pabellón de mi oreja no funcione correctamente, y yo no sea el último de los ludens? ¿O tal vez espero que mis palabras las escuchen otros seres que en un futuro visiten la Tierra desolada? ¿O el problema es que a pesar de mi triunfo, hay una parte de mí que lo lamente? ¿O quién sabe, si no se trata de mi incapacidad para sustraerme a los recuerdos de mi padre, y necesite contar esta última historia como él siempre me contaba cuentos y leyendas?

No tengo una respuesta clara, pero sé que no se trata de miedo, y que aún quiero contar algunas cosas, sea contradictorio o no.

 

IV

Resulta difícil cifrar cuándo todo comenzó a desbocarse, y a la mayoría poco y nada nos importaba, centrados como estábamos en sentir cada vez más fuerte, más tiempo, más inmediato. Pero decidido a narrar nuestra extinción, deberé hacer un esfuerzo por recordar el lenguaje y las muchas enseñanzas de mi padre y de sus maestros; deberé recordar los llantos racionalizadores que la mayoría nos sacudíamos sin pestañear.

La teoría con mayor poso y predicamento anclaba sus raíces en un pasado lejano, y señalaba que nuestra ruina nació del siglo XX y sus guerras mundiales, que nos llevaron al límite moral para arrojarnos al abismo del siglo XXI, culminado con la III Gran Guerra en el año 73 de ese siglo, y de la que ya no nos recuperaríamos, según estos teóricos, en el plano de la justicia moral.

La segunda teoría más reconocida, apuntaba que la gangrena se volvió inextirpable cuando en el año 60 del siglo XXII, se permitió grabar el reality show de la TeleVisión3.0., conocido como La selva. El programa consistió en llevar a la última selva virgen a algunos de los intelectuales más prestigiosos de la época, y obligarles a actuar para sobrevivir. O mejor, se les obligó a que salvaran sus vidas a través de la acción. Error de cálculo o no, con premeditación y alevosía o sin ella, todos los concursantes murieron, «produciendo paradójicamente un desencanto definitivo por el esfuerzo del pensar y de la crítica», como se dijo en los postreros círculos de pensadores. Entonces, nos sermonearon estos, se entró en barrena para no recuperar jamás el vuelo ético.

En cuanto a mi padre, tan buen teórico como el mejor, tan respetado como el que más, y pesimista como pocos –al menos en sus días en los que la depresión le superaba−, podía demostrar que nos habíamos buscado la ruina en nuestro siglo, en el anterior, y en el que gustáramos, y convencer a cualquiera de que  nuestro verdadero fin dio comienzo al descubrir el ser humano el fuego, poniéndonos definitivamente la soga y apretando el nudo, con el invento de la rueda. El fuego y la rueda, repetía en sus días más tristes entre trago y trago, ya contenían toda la potencialidad no del sapiens, sino del ludens, y el resto, habría sido apurar el tiempo histórico hacia una involución con las cartas ya marcadas.

Pero mi vanidad no tiene límites, y en mis últimos días estuve reflexionando al respecto hasta llegar a mi propia teoría, y aunque sé que no tiene mucho sentido exponerla, lo haré de todos modos.

V

Cuando los viejos teóricos escarbaron en las raíces para explicar este día que anticiparon −tampoco había que ser demasiado sabio para preconizar el fin de nuestra especie−, escarbaron demasiado profundo. Mi padre me enseñó la Historia, y yo aprendí de ella que con el límite se puede jugar y salir airoso del lance, salvo que tenses la cuerda demasiado. Y la soga de la historia no fue irreversible con el descubrimiento del fuego, como se lamentara mi padre, ni con ninguna de las guerras mundiales, ni tampoco con la mencionada La Selva, el último reality que fue a su vez el primer ultrashow. No, el límite lo cruzamos con la I Guerra Lúdica; estoy convencido de que con ella nos ahorcamos por primera vez para no volver a recuperar jamás el aliento.

La I Guerra Lúdica tuvo lugar en el año 80 del siglo XXII, veinte años más tarde del citado ultrashow que acabó con la muerte de los infelices intelectuales que no supieron enfrentarse a los peligros de una naturaleza casi extinta. Fue una guerra aséptica y nada reprochable en la forma; acaso en el fondo, pero fue entonces cuando por fin nos deshicimos por completo de toda crítica que apestara a humanismo. El espectáculo se sobreponía a cualquier otro valor. «El espectáculo −cito a mi padre− como arjé, como principio del sentido último».

Los preparativos de la guerra llevaron su tiempo, pero merecieron la pena. Cuatro años antes de iniciarse el conflicto, se constituyó El País del Gobi, delimitado por los márgenes del desierto que se extendía entre el norte de la extinta China y el sur de la extinta Mongolia.  En los dos años siguientes, se le dotó de unas condiciones de habitabilidad prósperas. Por último, se publicaron las bases finales del concurso; los participantes que viajaran al país y asumieran su nacionalidad, debían alinearse en uno de los dos bandos que se constituían, y tras un año de exhaustivo entrenamiento militar, comenzarían a matarse unos a otros. Los ganadores se quedaban con todo.

Los pocos agoreros que aún respiraban sobre la faz de la Tierra vaticinaron el desastre de la I Guerra Lúdica. Dijeron que apenas se presentarían concursantes, que las autoridades internacionales prohibirían lo que ya había llegado demasiado lejos, que despertarían las conciencias y nacería el hombre nuevo… Lo que en cambio se produjo, fue un éxito de participación con más un millón de concursantes, un éxito jurídico que sentó jurisprudencia, y un éxito visual con una guerra filmada desde todos los ángulos inimaginables para disfrute de una audiencia que pudo influir en el devenir de la contienda a través de sus apoyos.

Yo nací a las pocas horas de concluir la Guerra del Gobi. Entonces, mi padre le dijo a mi madre, poco antes de que esta nos abandonara, que tal vez yo era la reencarnación de alguna de esas víctimas, la reencarnación de alguno de esos idiotas sin remedio que habían perdido el juicio y todo valor digno. «Puede que así fuese padre −le contesté un día cuando él me relató la anécdota−  puede que yo fuera un espíritu reencarnado de esa guerra tan extraña, y puede que ese espíritu me legara la estupidez. Pero lo que yo no voy a consentir  −afirmé rotundo− es cargar con la idea de ser una  víctima. Puestos a elegir, seré un verdugo». No creo que tuviera más de quince años cuando le hablé así a mi padre.

 

VI

Ahora tengo cuarenta y cuatro años, y no cumpliré ninguno más.

Nací, como ya dije, el año en que se celebró la I Guerra Lúdica, a las pocas horas de que esta concluyera. A partir de ese momento todo pareció acelerarse y como meros ejemplos sirvan que cuatro más tarde se desató la II G.L., en la región de la Tierra de Fuego; al tiempo los ultrashows se prodigaban por todo el planeta en lucha a muerte, a menudo de un modo literal, por la audiencia; y en el año 95 de ese siglo XII, aparecía el chip que se bautizó como el Contador de almas, un sistema fijado al cuerpo –tras varios modelos el que se parcheaba en la oreja se popularizó y acabó con la competencia– que calculaba en tiempo real la gente viva sobre el planeta, avisándote de cada defunción, y del modo de cada muerte, si lo programabas para ello.

Con auténtico vértigo me planté en mi decimoséptimo cumpleaños, y para celebrarlo, decidí participar ya con la edad legal en mi primer ultrashow. Cuando le comuniqué a mi padre mi decisión irrevocable se le cayó el mundo encima y le aplastó un poco más. Hasta ese momento había pensado que podía educar a su hijo al margen de los tiempos que vivíamos, y tuve que desengañarle del peor de los modos.

La Carrera fue el ultrashow que elegí, y aunque pudo haber sido mi tumba en numerosos momentos, no lo fue. Como todo el mundo sabía, el concurso conjugaba velocidad, interacción entre participantes y público, y una alta posibilidad de muerte. Esta última era una probabilidad alta como queda dicho, acabar con un brazo, una pierna, o un riñón, de un rival que hubiera participado en tu misma prueba y muerto durante la misma, casi una certeza. Cada vez que un espejo me devuelve la imagen, no me cabe otra que recordarlo. La Carrera no engañaba a nadie y cuando firmabas tu participación eras consciente de que sobrevivir iba más allá del talento al volante. Debías sumarle suerte, para no caer por ejemplo en las trampas aleatorias o para no volar junto a una mina, y el cariño del público, para que se te aplicara la nanomedicina por delante de tus rivales una vez que el accidente se producía… y el accidente siempre se producía.

La contumacia es otro de mis rasgos y no solo sobreviví a una, sino que ostento el récord del ultrashow con doce carreras saliendo maltrecho –casi ninguna de mis extremidades son originarias−, pero vivo. No gané todas, pero ni uno solo de quienes me ganaron alguna vez, sobrevivieron en sus futuras participaciones.

Ni el dinero que se me ofreció, ni las súplicas de millones de fans, ni la memoria de la adrenalina, pudieron hacer que volviera a participar tras mi última victoria en la doceava ocasión en que participé. Sencillamente me había cansado y quería abrazar nuevos impulsos. Por un momento, mi padre pensó que sus súplicas argumentativas habían sido la causa de mi abandono, pero no tardó en comprobar su error, craso si se quiere.

 

VII

Corría el tercer año del siglo XXIII y enfilábamos ya la recta final de nuestro proceso autodestructivo: las últimas universidades terminaron por desaparecer a falta de estudiantes; las guerras, civiles en los países pobres, y lúdicas en los ricos, se impusieron al ritmo de varias al año; la polución, el crimen y el hambre, asolaban los pocos países que querían mantenerse al margen; el movimiento rebelde originado en las primeras décadas del siglo XXI por la denominada Crisis eterna, se consumió también por completo. En este contexto, mi padre, el brillante sociólogo, el emérito catedrático, el doctor honoris causa de las más prestigiosas universidades que habían sido antaño centro de cultura y poder para terminar desapareciendo «como lágrimas en la lluvia», como le gustaba recitar a mi padre en sus últimos días; en este contexto, digo, solo pudo recurrir a un último impulso de antidepresivos y alcohol para sobrellevar su ruina.

Pero fui yo quien terminó de derribarle. Su hijo no había dejado La Carrera por una cuestión ética, sino que dejé un ultrashow para coger al vuelo otro. Me había aburrido y sencillamente busqué nuevos horizontes. Era un muchacho con ansias de superarme y perseverante al máximo, pero en un sentido muy alejado al que mi padre hubiera deseado. Su educación no bastó para modelarme, el instinto de los tiempos triunfó.

Mi nuevo objetivo se llamaba Atrápalo, el ultrashow que conquistaría todas las audiencias –no habría guerra, lúdica o civil, que no hiciera sus altos el fuego cuando se retransmitía–, y era una idea tan brutal y lógica, que nadie se explicaba cómo no se había hecho antes.

El concurso consistía en llenar un avión de pasajeros modelo A380-8, −una de las cosas que más cautivó es que se eliminó el límite de edad y entre los pasajeros siempre había un alto porcentaje de niños en busca de la misma fortuna que los adultos−, en hacer que el avión alcanzara su altitud máxima, y en realizar en ese momento un sorteo. El ganador se convertiría en el bulto, y de inmediato se le arrojaría del avión sin paracaídas. Llegaba entonces el turno de los concursantes, a menudo diez, nunca más de quince ni menos de siete, que debían lanzarse tras el bulto para intentar engancharle a su paracaídas antes de que se estrellara. Quien rescatara el bulto compartía el premio al 50% con este. Si ningún concursante lo lograba, cinco de los paracaidistas eran ejecutados para regocijo de todos. Puro espectáculo.

La experiencia y la adrenalina eran tan salvajes que participé como concursante una veintena de veces, y como pasajero alrededor de 50 –sin embargo nunca logré que me tocara el sorteo y convertirme en el bulto. Gané en mi primera participación y otras tres ediciones más; salvé el pellejo en cuatro ocasiones donde el bulto se estampó; y tuve que matar a lo largo de mis saltos a cinco compañeros cuyas estrategias durante el vuelo no compartí.

Mi padre sin embargo no pudo verme ni una sola vez. Me lo había dejado muy claro cuando le comuniqué mis planes, «salta y me volaré la tapa de los sesos» –me dijo. Reconozco que medité la situación y que sopesé la posibilidad de no saltar, pero al final lo hice, pues no podía permitirme que otro “Yo” condicionara mi voluntad. En buena medida se trataba de una de sus lecciones. Él, más o menos cumplió también con su palabra; en lugar de dispararse se arrojó desde la planta número veinticuatro de un rascacielos. Interpreté que había sido un mensaje por coincidir con mis años, y que ese mensaje buscaba al menos mis remordimientos. No lo logró. En cuanto a la nota que dejó antes de saltar, tuvo una influencia decisiva tal vez para el devenir del mundo, pero eso lo contaré más adelante.

Lo grabo y no me ruborizo: éramos una sociedad polimórficamente enferma. Pero lo asumo con sencillez de acuerdo a lo que  mi padre me había enseñado; conocer el diagnóstico, saberse enfermo y de qué, no sirve para nada si no hay voluntad de curarse. Y nosotros lo que precisamente desbordábamos era voluntad, pero no de cura, sino de perpetuar nuestra enfermedad hasta que esta nos destruyera. Lo voy a decir de este otro modo: mi padre fue quizá el último de los antiguos, seres fundamentalmente complejos y contradictorios, yo, soy el último de los nuevos, el último de los ludens, seres fundamentalmente autodestructivos.

 

 

VIII

Después de mis numerosas participaciones en Atrápalo, embestí de repente contra una crisis existencial en la que todo me resultaba frívolo y vacío; nada era emocionante, nada merecía la pena, nada me movía a jugarme el tipo, o a matar a otros. Oportunidades no faltaban por mi solicitado caché, pero todo era gris y los escasos proyectos en los que participé me supieron a más de lo mismo.

Sirva de ejemplo para resumir con prontitud los seis años en los que padecí esta crisis, mi participación en la Guerra Lúdica Nuclear entre la ex−poderosa USA, y el ex−pacífico Canadá. Fue visualmente espectacular, cuantitativamente demoledora, cosechó cifras de récord… y sin embargo, tan solo fue estirar lo dado previamente, nada nuevo, nada salvífico, nada que me erizara la piel, y solo mis fuertes mecanismos de autodefensa me mantuvieron vivo.

Sobreviví a esa guerra con una sensación de hastío y podredumbre que me llevó hasta la planta treinta y dos del mismo edificio, desde el que saltara mi padre ocho años atrás.

Estoy subido al pretil de la azotea, sin vértigo, sin miedo, a un paso de ser libre. ¿Por qué no salto entonces?

Después de estos años dándole vueltas elijo pensar que por su nota. «De todas las distopías –escribió él antes de suicidarse y me recordaba yo mientras tomaba una decisión− que han imaginado los escritores y los filósofos a lo largo de los siglos, he tenido que vivir la peor de las posibles. La peor no por ser la más sangrienta, la más desvalorizada, la única que se encarnó en verdad, sino la peor porque no pude detenerla, y porque mi hijo disfruta con ella». Si saltaba, ¿dónde quedaba mi placer? Toda su vida mi padre tuvo razón –otra cosa es que le sirviera para algo− y robarle también eso hubiera sido cruel e innecesario. Yo ya había sido un mal hijo, para qué insistir.

Un año más tarde de mi atisbo de suicidio en el rascacielos, llegó la luz que cegó tanta mediocridad. Por fin algo cualitativamente distinto, por fin vislumbré el horizonte: extraer las últimas consecuencias de nuestro largo viaje hacia el fin. Corría el año 14 del siglo XXIII y me alisté al grupo por entonces clandestino y ya dirigido por Eva, que se denominaba Autofagizadores. Por fin pasé a formar parte de una idea bella, necesaria y duradera.

 

IX

La extinción de la raza sería el espectáculo definitivo, la síntesis perfecta de guerra lúdica y de ultrashow. Por supuesto, la mayoría de los ludens no concebían ni querían el fin del juego, y tuvimos que solventar diversos problemas estructurales a base de ingenio y brutalidad.

Nuestro grupo, calificado paradójicamente de intelectual, ha tenido que infiltrarse durante estos últimos años en las argamasas más duras que aún impedían la extinción, y ha tenido que hacer en ocasiones tal ejercicio de cinismo, que solo algunos políticos históricos habrían estado a la altura. En cualquier caso, la cantidad de sudor y sangre que derramamos resulta difícil no ya de cuantificar, sino de concebir. Pero daré algunas pistas: por ejemplo, hubo que desinflar a los ricos que anhelaban perpetuarse; por ejemplo, hubo que erradicar los vestigios del concepto “Estado” y terminar de enfrentar a muerte a unos ciudadanos con otros al margen del terruño donde hubieran nacido; por ejemplo, hubo que resucitar a los antiguos dioses para concienciar a algunos continuistas de que había llegado la hora de la vida ultraterrena; por ejemplo, hubo que poner toda la maquinaria científica al servicio de la destrucción masiva; y finalmente, tuvimos que forjar los mecanismos que anularon por completo palabras ya maltrechas como “amor” o “familia”, y ridiculizar hasta el paroxismo otras como “justicia”, “paz” y “sexo”.

Con verdadero denuedo logramos todos nuestros objetivos y aún así, la vida intentó negarse a desaparecer. El grupo se escindió por la aparición de los conversos que pretendieron perpetuarse e iniciarlo todo de nuevo. Sin embargo esta rebelión no llegó muy lejos y fue sofocada casi de inmediato y desde la raíz. Los Contadores de almas redujeron sus dígitos a una mínima expresión. Apenas quedamos unas cientos, y había que terminar el trabajo.

 

X

Destruir la Tierra haciéndola explosionar era posible pero no nos pareció digno. Era una solución fácil y carente de emoción, ya representada en cientos de formas y variantes.

Fue Eva quien tuvo las dos ideas; sencillas, brillantes, conclusivas. Eva nos había llevado hasta el horizonte en forma de abismo, y con su ingenio también nos permitiría cruzar el límite, saltando al vacío para siempre. Primero, reventar la Luna con los misiles. Luego, algo tan simple como matarnos entre nosotros en un enfrentamiento sin cuartel. Solo teníamos que ser fieles a nuestros ideales y aplicarnos a nosotros mismos sin más fisuras, lo que habíamos aplicado a los demás.

Como en el mito cristiano, hubo una última cena, pero sin besos traidores y conscientes de que todos, acabaríamos en cierto sentido crucificados.

12 de junio del año 25 del siglo XXIII según el calendario occidental. Hace poco menos de una hora que maté a la última mujer sobre la faz de la Tierra, yo soy el último de los hombres y no la sobreviviré más que por unos minutos. ¿Mereció la pena todo este largo camino? Mi vello está aún electrificado y tengo las manos demasiado manchadas de sangre, como para decir no.

El motivo

 Ya sabes que en invierno siempre voy con el abrigo negro porque está lleno de bolsillos donde guardar el tabaco, la cartera, y algún libro más o menos grueso. El que llevaba era Ficciones.

La puñalada sin embargo llegó un poco por debajo de donde guardaba al argentino, y como mi agresor no era más alto, ni su cuchillada fue más ascendente, ni a mí me dio tiempo para encogerme de miedo… me alcanzó sin que Borges pudiese hacer nada.

Cuando me socorrían, retorcido de dolor, fabulé que si la casualidad hubiese querido ser benigna conmigo, incluso poética, la puñalada podría haber sido detenida por “Las tres versiones de Judas”; por “El Sur” (acaso su mejor cuento, como él mismo decía); por leyendas como Pierre Menard o Herbert Quain; o por palabras como «laberinto», o «heresiarca».

No hubo en cambio nada de poética y Ficciones quedó intacto. Todavía sin embargo pienso en lo bello de la idea: la tinta desangrada en lugar de mi tripa, el papel como escudo, la ficción como salvadora… Pero ya me ves, apenas puedo balbucear, y de no ser tú quien me escucha, sería acusado de loco, o peor aún, de moribundo.

De moribundo y sin contarte aún el motivo por el que me apuñalaron. Este sí que es una buena historia…

Al modo de Raymond Carver

La mujer se había levantado de la cama hacía un rato. Perdía la mirada en las llamas de la chimenea mientras tomaba café. Sonreía, mitad dulzura, mitad misterio.

El hombre entró en el salón somnoliento. Se frotó los ojos con los dedos.

−¿Por qué esa expresión? –Preguntó mientras se sentaba.

−Pienso en lo extraño que es la felicidad ­–contestó ella sin mirarle y añadió: −En concreto, en lo extraño que es la felicidad en pareja.

El hombre se imantó también con las llamas. Dijo:

−¿Quieres decir al modo de Raymond Carver. Al modo de una felicidad pasajera que termina por convertirse en una costra, dura si hay suerte, dolorosa en la mayoría de las ocasiones?

−Sí, eso mismo.

Ambos guardaron silencio. Él parecía pensar, ella se encendió un cigarrillo.

−Para mí no hay felicidad posible sin valor –dijo él y se puso en pie.

Observó con detenimiento las estanterías del salón repletas de libros. Se encaminó hacia una de ellas. Pareció encontrar lo que buscaba tras pasar el dedo índice por varios libros. Tomó, Dequé hablamos cuando hablamos de amor, estaba manoseado y repleto de pósits que sobresalían de sus páginas.

−Que dios me perdone por lo que voy a hacer.

Fue hasta la chimenea y arrojó el libro al fuego. Observó cómo ardía. La mujer miró la escena con calma y con un ligero tono de reproche le dijo:

−No crees en dios y encima tienes varias ediciones de esa obra. Pero cuidado con el fuego, su problema es que también quema aquello con lo que no se cuenta.

El hombre se dio la vuelta y la miró.

−Como casi siempre tienes razón y no hay palabras para replicarte.

Anduvo hacia ella y decidido la besó.

−No hay prisa –dijo la mujer cuando él retiró sus labios.

Resultado de imagen de chimenea y libros

La medida y su ruptura

La guerra está perdida, pero aún quedan unas cuantas batallas que disfrutar.

Al entrar en el metro de Madrid tengo la misma sensación que en el de Tokio, o en el de Londres, Budapest, Nueva York… Hace tiempo que llegué a la conclusión de que el Metro es la medida de todas las grandes ciudades… y todas las grandes ciudades son ya similares.

Cada vez hay menos conversación, menos risas, menos libros. Cada vez más silencio malinterpretado, más móviles, más tristeza.

Hoy tocaré los Caprichos de Paganini.

Pienso fugazmente mientras me acomodo el violín, en cuántos viajeros se acercarán esta vez para darme una moneda cuando deje de tocar, y cómo yo desapareceré por las puertas sin aceptar su dinero. Sus miradas serán de extrañeza, de enfado, de incredulidad, tal vez alguno hasta sonría y comprenda, que yo no toco para salvarme a mí, sino para salvarles a ellos.

Comienzo a tocar y el mundo se desvanece, todo es posible todavía.

Palabra de Puta

¡Háganme rico! 26/11/13

Ya sabéis que lo de callada como una puta no va conmigo, y no porque no lo sea, sino porque lo de callarme me lo salto. Este blog que escribo desde hace cinco años existe gracias a mis clientes, a los que pido permiso para escribir sobre sus historias sin revelar sus nombres. Y vosotros, mis fieles lectores y mis aún más fieles lectoras, tendréis en esta entrada la oportunidad de conocer a uno de los más interesantes de toda mi carrera.

Me llamó y acordamos el encuentro en el apartamento. Su voz, por teléfono, sonaba más segura que la de la mayoría, pero por lo demás no me pareció nada especial. Fue correcto, al grano, es decir, al precio y a asegurarse de que yo era la de la foto, y me pidió amablemente que le recibiera desnuda pero con tacones de aguja. No hubo nada que objetarle.

Al verle me llevé una alegría, vestía ropa elegante, era bastante atractivo, y olía bien. Cierto que algo bajito, pero atlético sin llegar a la hipertrofía, estaba rasurado de arriba abajo como a mí me gusta, y los rasgos de su rostro eran duros, pero sus palabras y gestos suaves.

Follamos sin excentricidades y hasta logró que me corriera. De inmediato, los dos nos pusimos a fumar sobre la cama y no pude contenerme más. Sentía con fuerza que el tipo tenía una historia que contar y que me cautivaría. Le pedí que me hablara de él, tras contarle lo de mi blog, lo del respeto por la identidad, y en definitiva el rollo de siempre que ya sabéis.

Accedió rápido, y demostró que sabía perfectamente lo que quería contarme. Por supuesto, yo le dejé hacerlo sin interrumpirle más que una vez, casi al principio.

−Soy uno de los creativos publicitarios más conocidos de este país –comenzó tras una larga calada−, y me importa un rábano si quieres meter ese detalle o cualquier otro que te diga, hasta puedes inventarte lo que te apetezca.

Fue entonces cuando le corté brevemente para hacerme la ofendida. Tras mi pequeña actuación, desencadenada al poner él en duda mis principios, continuó.

−Para septiembre del 2006 acabé la carrera de periodismo después de siete años. Desde el principio me decepcionó y solo una constante dejadez en la deriva me llevó hasta una orilla vacía, pero con título. Sé que soy una persona brillante, pero para brillar necesito entusiasmo. En la universidad no lo encontré pero sin él también sé vivir, y ni siquiera considero que tirara a la basura esos siete años, pues al margen de otros logros, el hastío formativo también puede llegar a ser fuente de creación, y para mí lo fue.

«Quiero recordarte, no sé cuánto tiempo llevas en este oficio y si aquí también se nota la ruina, que en la época en la que terminé la universidad, entramos oficialmente en la crisis económica y social que vivimos. Pero del mismo modo es cierto, que mientras nos dábamos cuenta de hasta dónde nos llegaba el fango en el que aún hoy nos revolcamos, yo me forjé mi carrera de publicitario temerario, a contracorriente, polémico, creándome mi propia marca».

«A primeros de 2007 trabajaba de becario en un periódico de los muchos que proliferaron en la época de bonanza, bajo la desilusión de empezar a cobrar más tarde que pronto una miseria, pero atado a la necesidad de tener que pagar el préstamo de estudios con el que me había puesto yo mismo una soga. En definitiva, se puede decir que era una calamidad licenciada, una calamidad licenciada tirando a pobre que no podía exprimir los recursos inexistentes de mi madre, viuda, y una calamidad licenciada tirando a pobre que bla bla bla, pero que tenía ideas. O al menos, una por la que apostar en ese momento».

No le interrumpí y ni siquiera resoplé después de una construcción tan pedante. Se concedió una pausa, una larga mirada sobre mi cuerpo desnudo, y continuó.

−Arriesgué a todo o nada y decidí abandonar mi presente gris de becario, y acudir a los bancos a por un nuevo préstamo. Por supuesto no les conté lo que me proponía, sino que mentí y les hablé sobre un negocio de lo más convencional. Me soltaron el dinero como mandaba la costumbre de la época.

«Para fines de marzo encontré el local en pleno Malasaña, y para primeros de abril  inauguré. Al fin y al cabo, no había mucho trabajo ni reformas por delante».

«”¡Háganme rico!”, rezaba el gran letrero que mandé encargar y que colgaba afuera, visible y chillón. Dentro del local, minimalista a más no poder, todo quedaba pintado de blanco excepto por una urna negra que se situaba en el centro y donde podía leerse en letras doradas: “Dónenme dinero por el único motivo del placer de hacerlo”. Al fondo quedaba una mesa y una silla donde yo esperaba paciente, por si existían dudas que resolver».

«Los curiosos llegaron primero, luego los “clientes”, los periodistas al poco (el exbecario se convirtió en noticia de su experiódico y de otros muchos), y lo importante, cada día más y más donadores hacían su aparición. He aquí uno de los procesos típicos de los dos primeros meses: veían el letrero de afuera y la caradura del mismo les obligaba a entrar, veían la urna y bufaban, me veían a mí y necesitaban saciar su indignación o su curiosidad. Yo les recibía con mi retórica, con mi desvergüenza, y, finalmente, unos pocos me donaban algo y la mayoría me regalaba su desprecio. Pero todos hablaban de mí y me hacían la campaña de publicidad perfecta que atraía a más y a más curiosos. Pronto ya no se habló sobre “Háganme rico”, sino que se filosofaba; pronto, se pasó del desprecio al insulto, pero también de las monedas a los billetes. Había exaltado a la ciudad y al país, pero como dije machaconamente en las entrevistas: “no tengo ningún mérito y ningún miedo, somos un país de exaltados que no hace nada con su rabia más que masticarla una y otra vez”».

Se concedió otra pausa que me sirvió para recordar que yo había leído y escuchado sobre su historia, pero también me sonaba que había sido breve. Me confirmó este punto tras encenderse otro cigarro.

−Gané bastante dinero en poco tiempo. Lo suficiente como para pagar a los bancos mis préstamos de estudio y del negocio. Se puede decir que la urna rebosó pronto. Cuando a los ocho meses abrió otro local con las mismas pretensiones, yo cerré el mío. Recuerdo que visité al pobre caradura de segunda y le dije que no tendría éxito. Sé que cerró al poco cargado de deudas y con la urna vacía. A mí en cambio, me llegaron ofertas para trabajar en televisión y en publicidad.

«Soy como tú –me soltó de repente− me gusta venderme pero solo expongo mi cara a quien paga, así que escogí la publicidad, y en ella sigo hasta hoy».

«Mía fue la idea antiintuitiva de hablar bien de la competencia. Cuando propuse el anuncio hoy ya famoso del móvil sin marca que hablaba bien de todas las grandes compañías del país, me tacharon de loco. Insistí en que me habían contratado para romper esquemas, y aunque me costó, finalmente les convencí. También convencimos al mercado que era de lo que se trataba, y la gente hizo lo que hasta ese momento nunca había hecho un cliente: el esfuerzo por conocer en lugar de comprar pasivamente. Quiso saber quiénes eran los descerebrados que estaban detrás de aquella campaña publicitaria. Nosotros por supuesto nos dejamos rastrear y descubrieron que éramos una compañía pequeña, recién nacida, con precios competitivos y, con un espíritu original y joven que atrajo a una cuota de mercado bastante por encima de los cálculos iniciales».

«Tampoco tardaron mucho en copiar la tendencia de, “hablar bien de”, y se puede decir que en publicidad nació un nuevo género. Poco me importaba y además para entonces, mediados del 2010, firmé para una gran marca de coches».

«Contra pronóstico, el primer año fui un desastre y solo tuve pésimas ideas convencionales. Tal vez fuera por la mierda que me metía y por follar con la primera que se me cruzaba, tirando para todo de un cuello de botella realmente ancho. O tal vez, mi mala etapa creativa se debió simplemente a que por primera vez en mi vida estaba acomodado, y las mensualidades me llenaban la nevera y me pagaban los vicios».

«Por suerte, bajo el ultimátum que me dieron volvió la creatividad, aunque tras pensarlo mucho creo que se debió (no volveré a usar la palabra), al amor, o al menos, a las dos cosas unidas porque quien me lanzó la advertencia y de quien me…, fueron la misma persona. Ella, su dureza y sus eternos tacones, recolocaron las piezas donde debían y de inmediato ideé la campaña, “Rompe con tu pasado”».

«”Rompe con tu pasado” consistía en hacer que el cliente destrozara a mazazos y en nuestro concesionario su antiguo coche, para lograr un descuento por encima del Plan Pive de turno. Vaya si funcionó y además, hice la siguiente comprobación sociológica: nuestra campaña estaba abierta a todas las marcas por lo que el cliente podía ir con un modelo nuestro y liarse con él a mazazos para llevarse un coche nuevo, sin embargo nadie lo hizo, si me descontamos a mí, pero eso es otra historia».

«El año pasado y tras haber exprimido a conciencia la veta de la maza, tuve mi última gran campaña, se llamó, “Recupera tu mente: más, es realmente más”. Y consistió en atacar la contraintuitiva idea que los publicitarios habíamos conseguido forjar en los últimos años: la de que menos es más. Tuve claro que lo revolucionario era volver al origen, aunque en cualquier caso y como siempre en publicidad, el éxito pasaba por hacer creer al consumidor que la conquista era suya. Y por el incremento de ventas que tuvimos a pesar del precio y a pesar de la furibunda crisis, está claro que se consiguió».

Dio entonces una calada más larga de lo que su ritmo había marcado hasta ese momento, y me miró un instante después de lo que hubiera sido natural. Bastó para que descubriera su juego: el hijo de puta me estaba usando, su relato era demasiado personal y yo demasiado conocida en la red como para mantenerse en el anonimato si decidía contar su relato. Lo que no supe es con qué cartas jugaba, si para romper una relación, (supuse que la de los tacones), para recuperarla, o para forjarse su nueva campaña de publicidad. Tal vez yo era un comodín para una parte, o para todo ello.

El tipo era listo y supongo que descubrió que descubrí su juego, y que tampoco me importaba demasiado. Mientras me usen bien y me paguen mejor, no empiezo una guerra.


No hay mucho más que decir del publicitario, salvo que follamos otra vez aún mejor que la primera, quien sabe si porque al poner los dos las cartas sobre la mesa nos sobreexcitamos, y que se marchó con la misma seguridad con la que había llegado a mí, algo que no logran los hombres casi nunca, y que demuestra que esta historia merece la pena que la escriba para vosotr@s. 

Confesiones

El problema no es que vivamos en la dictadura de la imagen,

el problema es la calidad de esa imagen… y que casi siempre

 tenga que explicar qué quiero decir con ello.

Eugenio Tore

Eran las dos de la mañana cuando supongo que algún transeúnte rezagado, o borracho, o qué sé yo, pero cívico, al verme con una barra de hierro y, frente a un escaparate repleto de televisores, proyectando en sus pantallas todo aquello que en el último mes me había enajenado/maravillado/desquiciado, decidió llamar a la policía al prever lo que en breve tendría lugar
            Lo que terminó por volarme la paciencia fue la casualidad. Uno de los nacionales resultó ser vecino y me reconoció al instante. Me dijo con toda la calma deseable que soltara la barra, que sabía que yo era una buena persona, que no tenía sentido que la emprendiera a golpes contra el escaparate ni contra nada. No me moví y él, junto a su compañero, se acercó despacio. Yo seguía con espumarajos en la boca, miraba hipnotizado hacia las múltiples pantallas protegidas por el cristal de la tienda. Mi vecino policía repitió eso de que yo era una buena persona, y se me terminaron de fundir los cables
            La tercera vez que oí la frasecilla, fue al mismo tiempo que los policías me golpeaban con su porra. Justo antes, yo me había lanzado hierro en mano contra el escaparate para hacer el mayor de los ridículos al no lograr siquiera mellar el cristal. Ellos en cambio tuvieron más éxito con mi cabeza. Luego llegaron las esposas por el bien de todos, como reconocí en mi declaración, ya en comisaría. Allí, mi vecino, su compañero, otros policías, y hasta los que no lo eran, me preguntaron, tras quitarme las esposas, las razones de mi conducta. Confesé de un modo deslavazado algo parecido a lo que sigue
            que hacía cosa de un mes que mi médico me había dejado claro que debía buscar una alternativa a mi modo de vida si quería tener alguna posibilidad de librarme de las agudas migrañas que con ceñuda persistencia me atacaban cada día con más virulencia
            que debía abandonar mis draconianos hábitos de lectura y de escritura
           y que, para la mayor de sus sorpresas (la de mi médico), mi último libro había vuelto a cosechar unas ventas admirables (a pesar de mí y de mis paranoias, no dejó de apuntar), lo que hacía que fuera el momento de permitirme un descanso, el momento para dejar de pensar, el momento de desconectar mi cabeza para que esta no reventara
           y eso es lo que me decidí a hacer, aunque para ello tuviera que solventar más de una dificultad
Mi casa, no tardé en darme cuenta, era el mayor foco y cultivo de mi enfermedad, y allí me resultaría imposible lograr el apagón intelectual que mi médico reclamaba para mi salud, rodeado como estaba de
libros
apuntes
revistas sesudas
y pósits cargados de ideas pegados a las paredes por doquier
Así que tuve que marcharme de mi apartamento y, tras fracasar con mi exmujer,
 
Carlos, te quise, aún te aprecio, y hasta deberías haber sido el padre de mis hijos… pero ni sueñes con quedarte en mi casa
Acabé en una habitación de hotel, neutra, aséptica, limpia y ordenada o, al menos, ordenada para el canon,
y pasé así a vivir, de un lugar donde tenía que mirar dos veces al suelo por cada paso que daba para no tropezarme con ningún libro, y donde el orden a base de mi tiempo/lógica imperaba, y donde no había lugar para la radio ni para internet ni por supuesto para la caja tonta, a una habitación sobria impoluta y con un televisor de plasma planchado a la pared
Cuando los policías, sobre las 3:30 de la madrugada, conectaron mi relato descosido a los hechos que esa noche me habían conducido hasta la comisaría, se relajaron un tanto (el número de oyentes, por cierto, había aumentado) al percibir que aquella lamentable declaración finalmente iba hacia algún lado productivo para sus informes, donde supongo que harían un debido resumen de lo que sigue
que el detenido, por nombre Carlos y por apellido M. y con 42 primaveras encima, declaraba que, libre de libros y buscando acabar con sus migrañas por consejo de su médico, había vuelto a encender un televisor tras años de un apagón tecnológico voluntario
que declaraba que los primeros días no obtuvo ninguna satisfacción, ni en cuanto a lo visionado, ni en cuanto a efectos positivos para sus dolores, sino más bien un claro aumento de su dolor de huevos y de estómago y hasta de alma, si se le permitía la exageración, por contemplar un constante y aberrante espectáculo
de carne
de morbo
de miseria de vidas ajenas
de periodistas que pululaban en multitud de cadenas pontificando su sapiencia harto torticera
de culto al fútbol
de festejar la estupidez más supina en las más inverosímiles formas
y de cotilleos sobre cotillas que cotillean mientras claman que no les gusta cotillear…
en fin, que el acusado, yo, Carlos M., declaraba que, durante los primeros días de su intento de curación, parecía haberse caído como de un guindo redescubriendo por otro lado todo aquello que en su momento, unos cinco años atrás, le había llevado a tomar la decisión de sacar el televisor de casa, prohibiendo la entrada no solo a este, sino también a la radio, a internet y a cuanto nuevo cachivache 2.0 apareciese
me pregunto qué le pasaría por la cabeza a mi vecino según me escuchaba, yo, que no le había dado nunca ningún quebradero de cabeza al vecindario y sí el motivo de orgullo de ser un escritorzuelo que, paradójicamente, debía salir entrevistado de vez en cuando en algún medio de esos que declaraba aborrecer
me pregunto qué clase de pensamientos/insultos cruzarían las cabezas de mis oyentes policías cuando, petulante hasta decir basta, hacía mi declaración con frases tipo, tras cinco años, nihil novum sub sole… pero el sol en mi nueva habitación y ante ese moderno televisor me parecía quemar más aún que en el pasado
y me pregunto en definitiva cómo tuvieron la santa paciencia de escuchar mi relato hasta el final, pues de haber estado yo en su piel y de haber tenido una porra en la mano tal vez no habría actuado tan pacíficamente, aunque, en tal caso, me habría perdido lo que ellos sí obtuvieron, el pertinente giro narrativo
y es que resulta que mi mes de cura migrañal tomó un camino inesperado cuando tuve que reconocerles que al finalizar la segunda semana de mi experimento en aquella habitación de hotel junto a mi televisor de plasma, pasé de mi exacerbada misantropía y fobia tecnológica, a un sometimiento total del televisor
creo recordar, aunque no pondría la mano en el fuego más tibio, que a los policías les ahorré mi discurso sobre Éttiene de la Boétie y su Servidumbre voluntaria así como sobre Guy Debord y La sociedad del espectáculo, lo que supongo les haría más amena mi transformación de pardillo radical anti tele, a pardillo radical pro basura
y es que sí y lo repito y lo confieso:
a partir de mi tercera semana junto a la caja tonta, dejó de haber ser más tonto que yo, aunque, toda la verdad sea dicha, fui el mayor de los tontos pero sin migrañas
y así es como por unos diez días amé la telebasura como nunca había amado a ninguna mujer
y así es como por unos diez días me tragué deleitado a chonis y a contertutulios y a fútboltertulios y a ninis elevados al cubo y a teletiendas vende milagros de todo tipo y a personajillos incalificables
y así es como por unos diez días me complací en degustar mis instintos más bajos rechazando caer en programas o series o lo que fuese con la más mínima pinta de serios y razonables y de calidad, porque puestos a rebozarme en la tele, sentí más que pensé durante esos diez días, lo iba a hacer por todo lo alto: imantado hacia lo que siempre había considerado lo peor y, repudiando lo que siempre había considerado aceptable
en definitiva, fueron diez días sin migrañas y con un cambio de valores donde enterré lo que siempre había puesto arriba y, donde elevé a las nubes lo que durante buena parte de mi vida había considerado puro fango
como droga en calidad de depresivo/narcótico/estimulante/alucinógeno (y en este orden) debo decir que ha sido inigualable
como resaca… solo hay que recordarme con la barra de hierro frente al escaparate plagado de pantallas de televisor
como final, no queda mucho por añadir, desde mi día veinticinco de cura y empacho televisivo, hasta la hora de mi detención, anduve con conciencia de la gravedad de mi enajenación entendida como estar fuera de mí mismo/como estar dominado por otro, y luché contra esa sensación tratando de desenajenarme
pero fracasé una y otra vez regresando siempre ansioso a los productos televisivos de la más baja estofa
que me punzaban la conciencia
que me anegaban de remordimientos
que me llevaban a maldecirme por encima de otras maldiciones
(ni siquiera fui capaz de destrozar la habitación del hotel como tramé en multitud de ocasiones, ni llegué a golpear el maldito televisor y, por no hacer, no pude ni arrojar el mando contra el suelo)
y que finalmente me plantaron, ya desquiciado de tanta derrota, frente a la tienda de televisores, con el mismo resultado revolucionario inoperante de mis días precedentes, o aún peor, pues ni siquiera pude dañar el escaparate, lo que me llevó a preguntar a los policías, en el final de mi declaración, si conocían algún caso intencionadamente criminal más lamentable que el mío
ellos se miraron entre sí (conté ocho alrededor de mi figura, pues al parecer se trataba de un turno de noche tranquilo en el que no había mucho más que hacer que escuchar mis patéticas peripecias), se debieron de decir muchas cosas a base de silencios/carraspeos, y me comunicaron que, sin antecedentes, sin haber roto nada a pesar de mis intenciones, y sin ser acusado de resistencia a la autoridad, puesto que ni mi vecino ni su compañero lo consideraban oportuno, me podía marchar a casa, a la habitación del hotel o a donde prefiriera, pero que hiciese lo que hiciese, desearon/pidieron/ordenaron, no hiciese más el estúpido
¡Como si no hacer el estúpido fuese algo que me resultase fácil de hacer, como si supiese qué significa realmente no hacer el estúpido!
Ahora estoy en mi habitación del hotel frente al televisor, de momento apagado, de momento entero, con el mando a distancia a un lado y con un martillo al otro… la cabeza ha empezado a dolerme y me pregunto si este detalle decantará la balanza hacia alguna parte.

¿Y tú, a quién querías más?

No importa. Prueba otra vez.
Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Samuel Beckett
     
De pequeño no me importaba si tenía que morder y, cuando algún vecino o conocido de mis padres me hacían la estúpida pregunta de, ¿a quién quieres más, a papá o a mamá? Yo contestaba rápido y con una mirada desafiante, que a ninguno de los dos.

Recuerdo haber contestado por primera vez con esas palabras a mis 12 años, al considerar que ya había tenido mi desagradable ración de papá y de mamá. Por aquel entonces, cómo iba a imaginarme en este despacho a la espera de recibir a mi primer paciente del día, y cómo iba a imaginar que también a mí, me llegaría el turno de ser padre, y de serlo de un modo tan desastroso como lo habían sido conmigo.

Supongo que si escribo esto, es fruto de ese doble naufragio de ser hijo y de ser padre, aunque más si cabe del segundo que del primero, pues no hace más de tres días, que una mocosa amiga de mi hijo, le hizo la dichosa y desafortunada pregunta –creo que siempre lo es, y más si cabe cuando hay una separación de por medio, como es el caso−, de a quién quería más, si a papaíto o a mamaíta. Él contestó con seguridad a pesar de sus nueve años, que nos odiaba a los dos.

Me llamo Julián Miravés Cruz, soy padre, psiquiatra, hijo de mi tiempo y de mi país, y he tomado la decisión de enfangarme con las palabras para ver si durante la faena alcanzo algún tipo de explicación/justificación, que aún no me haya dado –cosa que dudo−; algún tipo de catarsis –cosa que me extrañaría−; o algún tipo de sonrisa de esas que no tienen por qué ser divertidas, pero que al menos siguen siendo sonrisa, y algo alivian.

Nací en el 73 y ahora cuento con 40 años, un divorcio, una carrera exitosa, y un niño al que cualquier colega de profesión diagnosticaría con un trastorno de conducta y un TDAH. A esto último sin duda, esos colegas añadirían una medicación a base de strattera y risperidona. Y, ¿acaso yo no lo hago? Pues ciertamente no. Veo lo mismo que verían ellos, pero no lo medico porque efectivamente es mi hijo ¿Me convierte eso en un mal psiquiatra? Seguro que sí ¿Y en un mal padre? Probablemente también.

Sin querer justificarme, creo que ha llegado el momento de que hable de mi época como hijo.

Fue en el verano del 84 cuando me encontré a mi madre, inconsciente, en el ascensor de mi portal. Yo tenía 11 años y regresaba del colegio, ella, ya era una adicta a varias sustancias en el Madrid de la Movida y, acababa de empezar con la heroína. Como prueba de esto último –algunas piezas las encajé posteriormente−, no omitiré el detalle traumático de que mi madre, desplomada en aquel ascensor, dejaba visible su brazo con un chute de caballo que le provocó al parecer un colocón, que le hizo pensar en la feliz idea de salir de su infierno, empezando por salir de su casa. Eso explicaría que junto a su vena picada y a sus babas, estuviera también su maleta. Vacía eso sí, salvo por un par de prendas íntimas negras, y un libro verde que no volví a ver, de un escritor cuyo nombre nunca conseguí recordar.

Tampoco pude saber si la casualidad quiso que yo fuera el primero en toparme con mi madre ese día y en ese estado, o si hubo otros vecinos previos, que prefirieron dejar allí tirada a la ex reina de la belleza que tanto molestaba al vecindario con sus gritos y broncas constantes, bien hacia mi curtido e indiferente padre, bien hacia el que se cruzara por el portal. No me extrañaría que más de uno hubiera usado del ascensor arriba y abajo, mientras ella se pudría por dentro, a modo de venganza, o tal vez solo de no querer complicarse. Lo que sí puedo asegurar, es que ese día lloré hasta secarme por dentro, de modo que pocas veces más en mi vida he derramado lágrimas.

Mi madre aún arrastró su tragedia cinco años más, hasta que a la enésima sobredosis su cuerpo dijo basta –para entonces su alma hacía mucho que lo había gritado− y encontró por fin la paz. Poco quedaba ya para el 89 de la mujer bella e idealista de la que mi padre se enamoró en el 72, cuando el mundo en general y España en particular, parecían lugares horribles, que sin embargo podían cambiarse a mejor si la gente se empeñaba mucho, y donde al parecer, había a cada paso mucha de esa gente, y muy empeñada.

Supongo que lo anterior me lleva a hablar de mi padre, Leopoldo Miravés. Él se enamoró de mi madre durante uno de sus discursos políticos. Aún le gusta recordar –y es de lo poco que ya le gusta hacer−, lo mucho que le costó centrarse en sus palabras una vez que observó entre las primeras filas a María Cruz, una de las bellezas oficiales del Régimen que parecía estar saliéndole rana a este, pues ocupaba el tiempo en mítines clandestinos catalogados por el ya cansado caudillo, de peligrosos.

Mi padre no era especialmente guapo, pero al parecer su idealismo y su don de palabra le hacían terriblemente atractivo en aquel mundo gris, también para aquella mujer, mi madre, radiante y deseosa de algo más que su fría y cómoda realidad. Se enamoraron perdidamente como en algunos grandes clásicos del cine, y, como en estos, el asunto se quebró pronto. Al bonito cuento, pronto le arrancaron las alas.

Leopoldo Miravés y María Cruz coincidían en su idealismo, pero chocaban en todo lo demás. Mi padre me ha llegado a confesar sin tapujos que para nivelar la balanza me tuvieron a mí. Simplemente necesitaban tener en común algo más que el deseo de un mundo medianamente justo… y está claro que fracasé tanto como su deseo.

Ahondando en las disonancias, diré que mi padre era un intelectual recalcitrante que gustaba de cargar sobre sus hombros con el peso del mundo. Y durante un tiempo, alimentado con sus propias palabras, por la muerte de Franco, con su docencia en la Universidad, con la Constitución del 78 y, con alguna que otra buena noticia de aquellos años, vino a pensar que efectivamente podría con el peso. Pero tamaña empresa exigía sacrificios, y pronto vino a desatender a su esposa, desquiciada poco a poco de ver cómo se consumía su jovial vida y su rutilante belleza entre cuatro paredes que por seguir con el tópico, se convirtieron en jaula cuando llegué yo. Mi madre buscó entonces algo de luz en sus adicciones y en otros hombres, hasta que en la carrera de fondo ella encontró la muerte y él, una realidad devenida en forma de transición burlesca que le dejó de lado, convirtiendo su esperanza en el mismo lema de otros muchos, más de lo mismo.

Hoy, mi padre tiene 61 años y aún respira el desencanto de los que no solo fueron derrotados, sino también humillados; de los que no solo perdieron la esperanza, sino también su orgullo. Aún me cuesta concebir que el hombre firme, enérgico, convencido, que me hacía estudiar hasta que reventaba de sueño y que me aleccionaba en la necesidad de la lucha contra todas y cada una de las injusticias de este mundo, sea la misma persona que el bulto que encuentro siempre frente al televisor cuando voy de visita.

Una madre para la que no fui suficiente en su lucha por sobrevivir, y un padre que me atormentó con su discurso, su disciplina, y sus fracasos… Cómo no iba a acabar siendo psiquiatra. Y cómo no iba a estar condenado a repetir muchos de los errores de mis progenitores. También yo, Julián Miravés Cruz, doctorado cum laude, creí por un tiempo que podría cambiar el mundo triunfando donde mi padre se hundió, también busqué la luz en más de una adicción con la que aún cargo, también me casé lleno de amor con otra María, y también junto a ella y poco antes del divorcio, trajimos al mundo a un niño –me resisto a llamarle “víctima” a pesar del primer impulso−, que llamamos Raúl, y que a sus nueve años ya sabe decir que odia a su madre, y por supuesto a su padre.

Y sin embargo y por suerte las cosas pueden cambiar, a veces incluso a mejor. Y sin embargo y por suerte después de un fracaso, suele aparecer la posibilidad de cuanto menos, repetir resultado. Apunté más arriba que escribía estas líneas sobre todo por mi derrota como padre, dejando entrever que también lo hacía por mi derrota como hijo. Pero nada dije del impulso al cambio que me proporciona Marisa. Ella ha sido la inspiración, reconozco que inesperada, que me ha hecho atisbar cuanto menos, la posibilidad de una mejora si me sigo empeñando en fracasar sin darme por vencido.

Marisa es una antigua amiga y amante de mi padre, que hace unos meses reapareció en su escena −ahora también la mía−, con la misma vitalidad inmarcesible con la que al parecer abandonó España y Madrid hace décadas, para irse a luchar por los derechos de diferentes comunidades indígenas de Latinoamérica. Ni siquiera la fuerza de esta mujer de más de 60 años que ahora regresa diciendo que se la necesita más aquí que en cualquier otro lugar, ha conseguido levantar el muro de frustración que aplasta el ánimo de mi padre… pero sí que está influyendo para deshacer el mío.

Cuando la conocí, mejor, cuando me topé con ella de improviso en la casa de mi padre, me dijo llamarse M., para acto seguido impresionarme con su incapacidad para rendirse. Hay mucho hijo de puta –dijo apenas nos habíamos presentado− que nos quiere convertir en cínicos o en descreídos, pero conmigo no lo van a conseguir. Esa fue su carta de presentación –sé que en triste referencia a mi padre− y, al acabar aquel encuentro casual solo deseé que M. no fuera el preludio de María, pues mi madre y mi ex mujer ya llenaban el cupo de las maríasque mi vida podía soportar. Cuando varios encuentros más tarde, ya nada casuales, descubrí que Marisa era lo que encerraba M., me terminé por prendar de ella. Y aún no sé bien cómo, pero parece que el asunto puede terminar siendo recíproco.

Como material para mi trabajo de psiquiatra, reconozco que no está nada mal acabar siendo el amante de una antigua amante de mi padre… pero volvamos a la senda que dio origen a estas líneas.

A mis 12 años dije que no quería a mis padres, pero hace mucho que puedo asegurar que mi sentimiento ha cambiado de raíz. Tal vez mi madre no fuera un modelo de amor ni de prácticamente nada cuando yo la conocí, pero hace mucho que aprendí a perdonarla, y desde entonces, solo me queda echarla de menos y rezar por ella, a pesar de que no crea en ningún dios. Y de seguro que mi padre tampoco ha sido un gran ejemplo a seguir, pero he llegado a comprenderle y a quererle –hasta acepto con una sonrisa de resignación que le consienta todo a su nieto en un requiebro que por típico, no deja de ser molesto−, y me duelen sus fracasos vivenciales casi tanto como a él.
Por lo tanto, tal vez mi niño diga que me odia, pero me afanaré en que mañanacambie de idea. Espero mejorar como padre, entre otras cosas, al recordarme como hijo. Creo que eso nos ayudará a ambos.

Mi secretaria me anuncia la llegada del primer paciente del día. No miento un ápice si escribo que se trata de un adolescente que no soporta su vida, el mundo, y por supuesto, a sus padres.

Intruso

Para Neus

Tomó conciencia de su desmemoria a las diez y cinco de la mañana y al hacerlo, abrió su mano y provocó que se le cayera la botella de vodka. Esta se rompió con un estrépito que resonó no solo por el pasillo de las bebidas alcohólicas, sino por buena parte del supermercado recién abierto. Él se quedó paralizado, no tanto por haber roto la botella, cuanto por no saber qué hacía allí. Por no saber, quién era.

 ¿Quién soy? Pensó, y casi al tiempo se dijo, ¿qué hora es? Y porque miró su muñeca y en ella había un bonito y caro reloj de pulsera que supo entender sin problemas a pesar de desconocerse, y puesto que el reloj marcaba las diez y cinco de la mañana de un doce de febrero, concluyó que podía decir que había cobrado conciencia de su desmemoria a esa misma hora.

Lo siguiente que ocurrió no lo esperaba en ningún caso, aunque como pensó algo más tarde, ¿qué esperar en esta situación? Primero se le acercó un reponedor con cara de pocos amigos, pero enseguida cambió su rostro dulcificándolo hasta decir por una especie de radio que viniera el encargado cuanto antes. Y ya con el encargado, mientras le explicaban que lo sentían mucho por las molestias y que no se preocupara, apareció el gerente, quien con rapidez salió de su despacho para reiterar lo dicho por el encargado y por el reponedor, olvidando la botella de vodka rota e invitándole a otra, edición especial y la más cara que tenían.

Aturdido por el trato y especialmente por no conocerse, decidió pagar al menos la botella rota por considerarlo un gesto de honradez. El gesto costó que fuera aceptado por el gerente pero este al final lo hizo, conduciéndole personalmente hasta una de las cajeras, que les recibió nerviosa. En ese momento, él, que no sabía si tendía a ruborizarse en situaciones comprometidas fuese quien fuese, creyó hacerlo cuando cayó en la cuenta de que no sabía si llevaba dinero encima. Pero por suerte no tuvo que morirse de vergüenza lo hiciera o no por costumbre, porque al hurgarse encontró un móvil, las llaves de un piso, una llave de coche, y una cartera en el bolsillo de atrás de sus vaqueros. Y en esa cartera había seis tarjetas de crédito cuyo número desconocía, pero además billetes de sobra para la botella rota, e incluso para unas cuantas de la regalada.

Así que pudo pagar en metálico sin problemas y sin rubor, y se marchó tras despedirse amable de la cajera, y también del gerente.

Con su botella en la mano derecha y una sensación de incomprensión y absurdo por todo el cuerpo, se plantó en los servicios del centro comercial, donde contempló a gusto su rostro, sin saber tras hacerlo, si la imagen devuelta por el espejo le pertenecía o siquiera le sonaba. Se encerró entonces en un baño y sentado sobre la taza se dedicó unos minutos a pensarse con pausa. La cartera no le escatimó documentación y pudo comprobar que el carné de identidad y el de conducir coincidían en las fotos, con la imagen devuelta por el espejo.

 

Ernesto Roca no me dice lo más mínimo, pensó. Entonces leyó con desagrado los supuestos nombres de su padre y de su madre sin, de nuevo, reconocimiento alguno. Lo mismo ocurrió con la dirección en la que parecía vivir. En cuanto al móvil, le aportó unas cuantas fotos en las que tendía a salir el rostro que viera reflejado en el espejo del servicio momentos antes, junto a una mujer que pensó, es realmente bella. La lista de contactos no le dijo mucho, por no decir que no le dijo absolutamente nada.

Por lo que tocaba a las llaves, al menos le dieron dos ideas, y a la altura de desconcierto en que se encontraba no era precisamente poco. Al salir del baño volvió a mirarse en el espejo, la imagen rayaba los cuarenta, la barba incipiente le quedaba bien, los ojos verdes resultaban imanes, el pelo encrespado transmitía vitalidad, y el cuerpo era atlético. Terminó por pensar tras comprobar que estaba solo, que, tal vez sea un pensamiento narcisista, pero el reflejo de esta imagen, sea realmente la mía o no lo sea, resulta atractiva.

E.R., como pensó que se llamaría asimismo hasta saber si era o no Ernesto Roca sufriendo de una amnesia o de algo peor, salió del servicio del centro comercial con la llave del coche que había encontrado en su supuesta ropa, firmemente aferrada a la mano, y estuvo cerca de media hora por los garajes del recinto dando al botón del abierto de puertas una y otra vez hasta que la lucecita y el clic adecuado le tomaron por sorpresa a él, y a una bellísima rubia que se encontraba admirando el BMW deportivo al que pertenecía la llave.

La rubia no tardó en ser osada cuando primero se quedó mirando a E.R. con fijeza, para después tocarle por sorpresa los labios, gruesos y amplios, tras decir que en las películas se preguntaba siempre si eran reales, y que ahora que tenía la oportunidad de comprobarlo, no iba a quedarse con la duda. Pero aún así le debió de parecer poca comprobación a la mujer, pues sacó una tarjeta personal con un número y terminó de despedirse diciéndole, sé que estás felizmente casado, pero yo no te voy a pedir nada más que el rato agradable que me puedas dar. Y así se marchó la rubia, dejando a E.R. con la boca abierta, la tarjeta en una mano, el vodka y la llave del coche en la otra,  y la mirada perdida en su culo bamboleante que se alejaba de E.R. Este al fin cerró la boca, tiró la tarjeta al suelo, y se metió en el flamante coche, al parecer todo suyo.

En la guantera encontró lo que buscaba, un GPS cuya memoria albergaba la misma dirección del DNI. Se preguntó por enésima vez cómo era capaz de tanta lógica sin recordar un ápice de nada que fuera más allá de la rotura del vodka. El desasosegante recuerdo y todo lo que le había sucedido desde entonces, le hizo abrir la botella y darla un trago.

De inmediato puso la dirección de su supuesta casa, comprobó que sabía conducir, y maldijo su suerte. Nada más salir del aparcamiento comenzó a sentirse desabrido, envuelto en el lujoso cuero del coche y con la sensación del pringue del alcohol en las botas que pisaban cuando debían el freno, el embrague, el acelerador. Apenas a los diez minutos creyó comprender que la incomodidad sobreañadida que tenía en esos momentos, devenía por conducir ese coche asumiendo con ello lo que no sabía para nada si tenía que asumir, como si al hacerlo fusionara de una vez y para siempre a E.R. con Ernesto Roca. Terminó por aparcar, al principio pensó que lo haría en cualquier lugar, que dejaría el coche tirado y hasta con las llaves puestas, pero finalmente se cuidó mucho de hacerlo en un sitio adecuado, en quedarse la llave, y en anotarse bien mentalmente la dirección bajo la idea de que caía en una horrible contradicción.

Pronto encontró un taxi. El taxista no tardó en reconocerle. Pensó entonces E.R. con una sonrisa triste que todos lo hacían menos él. En esta ocasión tampoco fue mero reconocimiento, sino que como con el encargado, el gerente o la rubia, la amabilidad fue más allá, y el taxista rayó la idolatría, abrumándole con las supuestas bonanzas de Ernesto Roca. No es por su talento artístico, que también, dijo aquel hombre con el pelo blanco y cincuentón, sino por su talento humano por lo que tanta gente le admiramos y respetamos. Talentoso o no, E.R. tuvo dificultades para que le dejaran pagar al llegar a su destino. Al final, el taxista, entre falsamente ofendido y realmente orgulloso hasta el tuétano no tanto por el dinero cuanto por confirmarse su teoría, agradeció el pago de la carrera y la generosa propina.

Las llaves de la casa coincidieron con el portal y el piso coincidió con las llaves. De sorpresa en sorpresa, pasó de admirar el tamaño del vestíbulo a la espléndida decoración del salón cargada de cuadros y libros donde dejó el vodka, al descubrir que en el recodo quedaba la cocina de donde llegaba la melódica voz de una mujer que canturreaba feliz. E.R. no tardó en corroborar que se trataba de la mujer que aparecía en las fotos del móvil, de la mujer que aparecía en fotos junto a Ernesto Roca por el salón, y en definitiva, de la mujer que supuestamente era su mujer. Y preciosa, pensó una vez más pero con mayor intensidad si cabe, cuando se la encontró por primera vez en persona y no en foto.

Ella estaba cocinando con una sonrisa y al verle aparecer le dio un beso en la boca y una palmada en el culo. ¡Qué bien, qué pronto regresas! Dijo. Aún falta una hora para que comamos, añadió, y él lo interpretó como que todo estaba bien y que no hacía falta que siguiera en la cocina. Salió y el canturreo de ella se reanudó. Tuvo cerca de una hora para buscarse por internet en el portátil que halló en uno de los dos despachos de la casa. Y vaya si se encontró.

O al menos encontró a Ernesto Roca, que como le especificara la rubia del parking era actor, con una carrera plagada de éxitos en todo lo que había tocado, ya fuera cine, televisión, o teatro. En este último había empezado su carrera, y en este trabajaba actualmente interpretando la piel del renacentista Giordano Bruno en el Teatro Real. Tampoco recordó la obra ni el  papel, pero entendió en ese momento por qué había un guión sobre ese Bruno en el otro despacho de la casa, y que tal despacho era el suyo.

E.R. empezó a sentirse más confuso si cabe cuando comenzó a tomar conciencia de que sabía sucesos de ese renacentista cuyo papel representaba, como que había sido filósofo, poeta, hereje, dramaturgo, mago, y pasto de las llamas entre otras muchas cosas que se negó a seguir recordando porque no estaba para preocuparse por otros, máxime cuando se trataba de un otro que era cadáver desde hacía más de cuatrocientos años. Bastante tengo conmigo, pensó, y con mi mujer, suspiró, decidiendo llamarla a partir de entonces al menos para sí, por las iniciales de su nombre, quedándose como N.T., escritora de novelas que aunaba el reconocimiento de crítica y público, decía la red, preciosa a más no poder, decía la red y corroboraba él, y su compañera del viaje de la vida desde hacía más de diez años, incluyendo una boda civil hacía unos cuatro. Y E.R. sin un solo recuerdo del supuesto paraíso que describía internet sobre ellos… N.T. llamó entonces a E.R. con voz alegre; había llegado la hora del cara a cara. Apagó el portátil.

Entre bocado y bocado de una ensalada de fruta y nueces, y de un solomillo con peras a la sidra, E.R. no tuvo problema alguno para calificar a la mujer que le sonreía y hablaba con la naturalidad de quien se conoce de una vida, de dulce, encantadora, y rabiosamente atractiva. Ernesto Roca era un tipo con suerte, pensó E.R, y lo que me falta por saber es si ese Ernesto soy yo. Esbozó entonces una sonrisa que N.T. malinterpretó como si fuera para ella. Y de nuevo, mientras se llenaba la copa de un tinto de rioja, le sobrevino la desazón en el estómago que tanto le amargaba desde las diez y cinco de la mañana cuando fuese quien fuese, había despertado.

La comida sirvió para que E.R. se demostrara así mismo sus dotes de actor lo fuese o no, pues con la información que sabía sobre tal vez él, y seguro sobre ella, no tuvo problemas para capear la situación llegando incluso a averiguar la hora en que esa noche tenía una nueva función teatral, o que N.T. esta vez no podría ir a verle actuar como hacía siempre que le era posible, por tener que acudir a la presentación de un libro de un amigo común, y a la firma después del contrato de su nueva novela con su editora. De hecho, le dijo N.T. mientras recogían los platos de la mesa, los ponían en el lavavajillas, y se besaban cada vez más efusivamente, solo tengo tiempo para un buen polvo, pero no de los maratonianos porque si no, cariño, no llego.Y E.R. excitado como no sabía si había estado nunca, se puso manos a la obra hasta que cuando tan solo quedaban un par de prendas por arrancarse ambos, y con el miembro dolorido de la excitación, no pudo, o mejor, no quiso, continuar.

E.R. se vio obligado a realizar un papelón que ni siquiera sabía si quería representar, y cuando ya no sabía por dónde salir tras lanzar hiladas sueltas como que ella llegaría tarde si continuaban, N.T. le echó una mano al exclamar que, maldita y dichosa puntualidad, y que, si no fuese por esa manía tuya estaría casada con el hombre ideal.Pero bueno, terminó por añadir un minuto más tarde, quién quiere tener un hombre ideal teniendo uno de carne y hueso como tú. Y riéndose y con un dulcísimo beso, se marchó al servicio para arreglarse. N.T. aún tardó más de media hora en irse, media hora que para E.R. supuso un tormento y, hasta se comparó sin saber cómo diablos era capaz de acordarse de una cosa así, con el mítico Tántalo y su castigo, teniendo al alcance en lugar de la mejor fruta, el cuerpo de aquella mujer que había rechazado, y en lugar de estar preso de un refrescante río que no podía saciar su sed, de estarlo en un mar de dudas que le hundían cada vez más hondo en la más amarga de las aguas. Ella al fin se marchó, y lo hizo asegurándole que por la noche no se le iba a escapar, y que entonces sí, tocaría un maratón.

En cuanto N.T. desapareció por la puerta, E.R. fue a por la botella de vodka y comenzó a buscar una respuesta lógica, o al menos una respuesta a lo que le estaba ocurriendo. Según fue bajando el alcohol, las ideas se fueron sucediendo.

Primero fue el desnudarse y buscar frente al espejo de cuerpo entero que había en el dormitorio, cualquier marca o golpe o moretón, que le pudiera indicar la causa de una amnesia por traumatismo. Empezó entusiasmado y con la sensación según se palpaba, de estar cerca de la respuesta. Pero ni la cabeza, ni el cuerpo, ni las piernas, y ni siquiera las plantas de los pies, le devolvieron la confianza que él había depositado en encontrar una explicación.

Pasó a su segunda opción tras consultar de nuevo con el vodka, de modo que mirando la botella y observando en ella la expresión estúpida que su reflejo le devolvió, se puso a buscar por la casa como si fuese a encontrar un arsenal que le dijera, ahí está tu problema, alcohólico irredento, pues perdiste el control y la memoria, y has terminado por echar tu vida a la basura. Pero después de una intensa búsqueda por armarios y posibles rincones escondite, no encontró más que un buen whisky escocés y un par de riojas. Y todo ello en el mueblebar, el lugar menos adecuado para su teoría de alcohólico en la sombra que esconde su problema a su mujer. Para celebrar que aparentemente no era un perdido borracho, regresó a su botella antes de continuar sus disquisiciones.

Con su tercera hipótesis pensó en una ingesta masiva de medicamentos, de modo que la caza infructuosa anterior detrás del alcohol, se repitió en esos momentos buscando cajas de medicinas cuyos efectos secundarios pudiesen provocar amnesia, algo similar, o peor. Pero lo que fue similar, fue el fracaso de su suposición, hasta el punto de que en ningún rincón de la casa ni tampoco en el botiquín, al margen de tiritas, algodón, agua oxigenada y aspirinas, encontró nada, ni siquiera un triste prozac, ni siquiera un ansiolítico.

En su cuarta hipótesis, ya desesperado, buscó en las estanterías repletas de libros alguno que le hubiera conducido a realizar un ritual con los resultados palpables de acabar, sin memoria, y rebuscando por circularidad viciosa una estúpida explicación que por supuesto no llegó. Lo que sí llegó en cambio fue un mareo importante, y las siete de la tarde, cuando a las ocho y media debía estar en el teatro para empezar a meterse en la piel de otro yo, cuando no era capaz de reconocer la suya propia. Y por supuesto, no tenía ni idea de las cientos de frases que el guión contenía. Entre tumbos ideó un plan, pero pensó que para ejecutarlo necesitaría una ducha y las ideas claras. De camino al servicio se dijo, tajante si no hubiese sido porque se tropezó en un par de ocasiones, al fin y al cabo soy actor.

La ducha le sentó bien a pesar, o precisamente por, la vomitona que echó en la bañera y que le hizo serenarse un poco tras el desagradable esfuerzo. Decidido a seguir con su plan, se vistió y se arregló pensando en tomar un taxi hasta el teatro, apañárselas para enfundarse en Giordano, declamar las primeras líneas del personaje una vez que levantaran el telón y, mucho antes de que llegaran las llamas, y caer al suelo fingiendo un ataque al corazón. Desde luego, pensó, voy a poner a prueba mi calidad artística, descubriendo por las críticas que se sucedan si E.R. le llega o no a la altura del betún a Ernesto Roca… Y que pueda acordarme de una expresión así, pensó entre molesto y abatido, y no de quién narices soy. Y tal vez porque el nimio aparente abatimiento por la expresión anterior le llevó a un abatimiento mayor, o tal vez por cualquier otro motivo, E.R. finalmente se vino abajo. Representar un ataque al corazón no sabía si era su estilo en el pasado, pero en cualquier caso no quería que lo fuese en el presente, suponía engañar al director, al público, y sobre todo, era preocupar a esa mujer dulce que no le había dejado de sonreír durante la comida. No podía llevar a cabo esa gran mentira.

A cambio se vio obligado a ejecutar una pequeña mentira, mucho más prosaica y hasta piadosa. Buscó en el móvil el número del director, cuyo nombre recordaba por haberlo leído cuando buscaba información sobre Ernesto Roca, y lo encontró. Paradójico o no, no andaba mal su memoria desde las diez y cinco de esa mañana. Llamó y habló con él. Estoy enfermo, le dijo, amigo lo he intentado hasta el último momento, pero no puedo. E.R. lo sentía, lo sentía mucho, sabía que les dejaba a todos colgados y encima en el último momento, pero claro, el sustituto, el sustituto haría un gran papel, efectivamente, él mismo le había preparado para una ocasión así, durante semanas, durante un mes, había aprendido del y con el mejor, lo haría estupendamente, qué duda cabía, lo presentían ambos. Y pronto E.R. se repondría, la fiebre, la gripe, ya se sabe, que se tomara el resto de la semana libre, que no se preocupara, que gracias por todo, que gracias por haberlo intentado hasta el último momento. Y añadió aún el director, vaya voz gastas, cuídate y no te preocupes de nada más que de recuperarte. Y, un abrazo amigo, un abrazo artista, fueron las últimas palabras antes de que los teléfonos colgaran. E.R. sintió alivio sobre el dolor de cabeza, no siempre la mentira es mala, pensó, pero no supo si creérselo.

Eran las ocho de la tarde y E.R. no tenía nada que hacer, N.T. le había dicho que regresaría sobre las once y él debería haberlo hecho sobre las doce, pero ahí estaba, aturdido, mareado, con las mismas preguntas en la punta de aquella lengua desde hacía casi doce horas, quién era, quién era ayer, quién sería mañana. Pensó que debía dormir y se echó hasta las diez, tal vez así cuando despertara, todo volvería a la normalidad, o al menos, pensó antes de quedarse dormido, el dolor de cabeza y el sabor a vodka, hayan desaparecido.

El plan no salió del todo mal. Al despertar su cabeza estaba mejor, su olfato también, su paladar lo mismo. Sin embargo seguía recordando que no recordaba quién era, o mejor, si él era el brillante y afortunado Ernesto Roca que decía su cuerpo, que decía el carné, que decía su mujer, que decía la lógica… pero que no decían sus recuerdos que no decían nada, ni sus vísceras que le gritaban que qué incómodo resultaba todo. Se volvió a duchar, y se volvió a vestir y a peinar, y marchó a la cocina ¿Sé cocinar?Se preguntó, y parecía saber y de repente, supo qué hacer al menos en las siguientes horas: iba a intentar devolverle a N.T. con una cena para empezar, lo que ella le había regalado con una simple comida: felicidad.

Cuando N.T. llegó a casa se sorprendió de ver a E.R. enfrascado en un delantal y a los mandos de la cocina. La sorpresa de ella esperó a la justificación de él para que el reproche comenzara a asomarse, pues N.T. consideró una irresponsabilidad el dejar colgados a la compañía por una cena, un acto impropio de Ernesto Roca, remarcó. Tal pulla provocó que E.R. apelara con convicción a su necesidad de sentirse por una vez impuntual, por una vez irresponsable, por una vez, como si no estuviera cargado de responsabilidades y hasta de pasado, llegó a decir. Pero no lo hacía por capricho, sino para entregarse en cuerpo y alma a ella, porque ella era quien se merecía siempre y por entero la mejor versión de Ernesto Roca.

N.T se desarmó ante la defensa de E.R., y entre risas, caricias y besos disfrutaron de la cena y de la pasta que él había preparado con cierta torpeza. Tras la cena continuaron las caricias llegando la pasión y la ternura en unas horas de sexo y amor. Y en los resuellos que se ofrecieron entre asalto y asalto, a E.R. le atacaron las dudas de si ya antes había disfrutado de aquellos momentos, de si actuaba bien o mal, y de si era posible que se hubiera enamorado en apenas unas horas de esa mujer. Sus círculos de dudas terminaban siempre momentos antes de volver al cuerpo de N.T. en busca de ambos espíritus, el suyo perdido y el de ella maravilloso, preguntándose si debía aceptar para siempre el regalo y la maldición con los que había despertado a las diez y cinco de la mañana de ese 12 de febrero que ya expiraba.

No tuvo E.R. forma de llegar a una conclusión porque los besos le devolvían al paraíso, y en el paraíso no es posible la reflexión, sino tan solo el disfrute. Tras el tierno combate llegó la hora de decirse buenas noches cariño, y ella aún añadió cuando se le abrazaba para acomodar su cabeza en el pecho de él, que le quería, porque eres transparente. E.R. cazó la frase al vuelo y de casualidad pues ya estaba en el estado de duermevela, y de inmediato dormido.

E.R. se revolvió en sueños; te quiero porque eres transparente, te quiero porque eres transparente, te quiero porque eres… y otra y otra y otra vez la frase apareciendo en su inquieto sueño ¿Había soñado la frase o se la había dicho N.T. antes de dormirse? Ni siquiera podía discernir tal cosa y ni siquiera podía moverse porque entonces la despertaría, pues N.T seguía apoyando su cabeza en el pecho de E.R.

El sueño siguió incómodo, duro, acuciante, acusador, como una prueba más de las duras elecciones a las que se veía obligado y arrojado desde la mañana, desde que el vodka roto le trajo a su nuevo mundo, sin saber aún nada de cómo era el anterior. A las seis de la mañana, sin rastro de sus recuerdos pasados pero con los presentes a flor de piel, no pudo más y tuvo que levantarse. Con sumo cuidado se desembarazó del calor de aquella hermosa mujer y depositó la cabeza en la almohada dándole un beso en la frente por despedida. Buscó ropa, pasó por el servicio, cogió las llaves, la cartera, y salió de casa sin hacer ruido para buscar un taxi que encontró más rápido de lo esperado en aquellas horas.

E.R. le dijo al taxista la dirección donde hacía unas horas aparcara el deportivo que supuestamente le pertenecía. El taxista no tardó en reconocerle, en alabarle, y en decirle que le veía con mala cara, que si le pasaba algo y que si podía ayudarle de alguna manera. Pero E.R. le cortó seco, y pareció por la transformación del rostro del taxista, que este pensó entonces que se le caía un mito, aunque por supuesto no dijo nada, el cliente tiene siempre la razón… aunque tal vez no la memoria. E.R. pagó al llegar, no esperó las vueltas y supuso que sería considerado como un gesto de prepotencia en lugar de generosidad, pero poco le importaba en esos momentos.

E.R. subió la calle, no recordaba el número y le llevó algo de tiempo dar con el coche que aparcara por la mañana. Hacía aire y frío, y comenzó a lloviznar. Las lunas de los vehículos estaban parcialmente heladas y apenas si había movimiento cuando aún no eran ni las siete.

Encontré finalmente el BMW. Saqué las llaves y me quedé mirándolas como un estúpido mientras me mojaba, mientras me quedaba helado. Había ido hasta allí para tomar decisiones y había llegado el momento ¿Elegía morirme de pie y de frío, o decidía entrar en el coche? ¿Aceptaba lo que era desde hacía menos de veinticuatro horas, un cuerpo con habilidades pero sin recuerdos, con una herencia afortunada tras de mí pero de la que no podía sentirme orgulloso por no haberla, o por no recordar habérmela forjado, o rechazaba esa herencia de plano? Debía elegir entre interpretar un papel hermoso al que se le había dado todo, o lanzarme a la incertidumbre en busca de no se sabía muy bien qué, pero al menos propio.

Debía hacer algo de una vez, el frío aumentaba como mi bloqueo. Tan solo era capaz de mirar alternativamente las llaves y la luna lateral que me devolvía bajo la pálida luz de una farola y la helada, un rostro medio difuso. No tenía pasado y mi futuro dependía de la decisión que adoptara: entrar al coche y salir huyendo; entrar y regresar al paraíso sin memoria; quedarme allí de pie como un estúpido y morirme de frío. El frío, mi presente, mis dudas y yo. Había que elegir de una vez, y elegí.